Órbita de amor (Primera parte)
Por Diego Bang Bang
De sí andaban uno en su cinturón
de origen y el otro en su solitud de siempre.
El asteroide siempre había
buscado un amor. O lo que entre los asteroides se conoce como un amor de iridio. Entre ellos existía un
poema que rezaba: “[…] iridio seremos, mas iridio enamorado”. Desde pequeño el
asteroide había idealizado un amor más allá de las posibilidades tectónicas de
su materia. Un amor basado en la imposibilidad. Quizá a causa de sus cualidades
pétreas, siempre había buscado desintegrarse por un amor.
El hoyo negro había tenido, de
siempre, relaciones absorbentes. Siempre dispuesto a entregar toda su luz, sus
muchos pretendientes habían huido al darse cuenta de su cualidad vicaria. Para
el hoyo negro el amor era una cuestión de arrojo sin mínimos y sólo válida en
términos máximos. Más de uno había sucumbido a la aparente oscuridad. Todos
habían fracasado y pronto se arrepentían.
Un día una curvatura apareció en
el espacio. La órbita del cinturón se vio trastocada. Muchos habían perecido al
exilio en aquella modificación del espacio. Para aquella colectividad
representaba una verdadera catástrofe. Hacía muchos millones de años que tal
cosa no sucedía. Y, para muchos, representó una de las formas misteriosas en
que el Dios ausente se presentaba. De alguna forma, aquel exilio era la manera
más explícita para regresar a Dios.
Los hoyos negros pueden
desaparecer por mucho tiempo. Su naturaleza furtiva los convierte en sombras de
tiempos perdidos. Abstractos en sí, su mayor atracción es volverse esa
abstracción. Volcarse en sí mismos hasta un punto en el que son irreconocibles…
Un cualquier oxímoron del Universo.
Pronto hubo muchas hipótesis
respecto a la curvatura en el espacio. Atribuido en primera instancia a Dios,
siguió el nacimiento de alguna estrella o la intervención de los limpiadores de
ellas, la desaparición espontánea de alguna galaxia y, por último, el acto
amoroso más terrible del universo: la interjección amorosa entre dos hoyos
negros.
Decidió, el hoyo negro,
esconderse por millones de años. “Nadie me entiende”, se repetía a todas horas.
Más exactamente, decidió no mostrar esa luz, su luz interior amorosa. Sus
recorridos a través del universo se hicieron vagos e inciertos. En algún punto,
aquella solitud se convirtió en una desoladora soledad. Ya contemplaba por
aquel tiempo alguna forma de autodestrucción absoluta. ¿Chocar directamente
contra un millón de soles o abrir una grieta en su composición temporal y
espacial?
To be continued…
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