De cuando fuimos criminales…
Your soul is in heaven, but your memory remains.
Por Diego Bang Bang
No sólo por las novelas negras que asomaban, consuetudinariamente, en nuestros escritorios. Tampoco por la manía conjunta de buscarnos en las alcantarillas y los meandros más viles de nuestra mitología. Y, quizá, más específicamente por tu hipótesis acerca de toda esa tradición literaria: "los mejores relatos de novela negra son aquellos que mejor saben esconder su violencia", me dijiste mientras tomábamos cerveza en alguna terraza o balcón de la Ciudad. Y fue precisamente en ese momento donde podemos encontrar, si me lo permites, los indicios de esta pesquisa. Nuestra noir history o noir tale que tantos sinsabores y placeres dejó en el Nocturno mexicano.
Y entonces el indicio se convirtió en causa. Una causa, no está de más decirlo, perdida. Una causa donde los roles tanto de policía y criminal se vinculaban como el águila y el sol de cualquier peso mexicano. De poco o nada nos sirve recapitular e inculpar automáticamente: ya sea que fuera el tiempo o nuestras más viles pasiones. Nadie tiene la culpa ni nada. Sólo eso, la vida. Alguien tenía que disparar y a veces el que lo hace no es quien sostiene el cañón en la cabeza del otro. Así de fácil e impredecible e impresentable.
Y entonces te digo desahoguemos las pruebas como te diría desahoguemos las penas... mi amor:
No sólo por las novelas negras que asomaban, consuetudinariamente, en nuestros escritorios. Tampoco por la manía conjunta de buscarnos en las alcantarillas y los meandros más viles de nuestra mitología. Y, quizá, más específicamente por tu hipótesis acerca de toda esa tradición literaria: "los mejores relatos de novela negra son aquellos que mejor saben esconder su violencia", me dijiste mientras tomábamos cerveza en alguna terraza o balcón de la Ciudad. Y fue precisamente en ese momento donde podemos encontrar, si me lo permites, los indicios de esta pesquisa. Nuestra noir history o noir tale que tantos sinsabores y placeres dejó en el Nocturno mexicano.
Y entonces el indicio se convirtió en causa. Una causa, no está de más decirlo, perdida. Una causa donde los roles tanto de policía y criminal se vinculaban como el águila y el sol de cualquier peso mexicano. De poco o nada nos sirve recapitular e inculpar automáticamente: ya sea que fuera el tiempo o nuestras más viles pasiones. Nadie tiene la culpa ni nada. Sólo eso, la vida. Alguien tenía que disparar y a veces el que lo hace no es quien sostiene el cañón en la cabeza del otro. Así de fácil e impredecible e impresentable.
Y entonces te digo desahoguemos las pruebas como te diría desahoguemos las penas... mi amor:
Prueba
# 1
De camino al hospital,
inesperadamente, todo me parecía aséptico. Incluso tu delgada blusa blanca. Y
algo dentro de mí, un no sé qué, imaginaba chorros de sangre. Y aunque pudimos
hablar por teléfono toda la noche, la sensación era de abandono. Imaginaba los
movimientos de tu vientre. Y me imaginaba a mí debajo de alguna mesa. Escondido
de mi dolor, pero infundido en tu dolor. Sin embargo, aquella mesa no quedó en
una vaga quimera del terror. Después, cuando nos encontramos en la instalación
médica nos avisaron. Y la mesa, esa mesa que flotaba en mi cabeza, se hizo
tangible. Se convirtió en una mesa de quirófano con penetrantes luces a los
lados. Al menos eso me dijiste que recordabas antes de caer en el vacío de la
anestesia. Y ya en ese vacío la atmósfera remitía a peluches en tu cabeza, a
peluches con deformaciones. Deformaciones de figuras alargadas y que de alguna
manera anunciaban un terror mutuo. Un cierto tipo de limbo.
Prueba
# 2
Me contaste el final de La tumba. Mi respuesta fue una sonrisa
nerviosa, una sonrisa ladeada. Una sonrisa que apuntaba hacia la culpa. Nos
fundimos en un abrazo. Fuimos, los dos lo sabemos, una amalgama culposa. Culpa
por convertirnos, repentinamente, en un par de corazones sangrantes. Los
espacios se curvaban, entonces, porque nuestro dolor no cabía… Por eso muchas
veces lloramos no sólo para fuera, sino también para adentro. Y la mano, la
maldita mano, que se abría paso por el sistema digestivo. Esa mano, aciaga
mano, que tomaba el lugar del rostro y se hundía en tus ojos y en tu nariz. Que
arrancaba tus senos y no era otra cosa que un sueño. Pero un sueño más real que
nuestros besos. Besos ineptos. Besos que alejaban y daban pie a querer
mordernos. A comernos hasta desaparecernos.
Prueba
# 3
Y entonces empezamos a estamparnos en
las paredes de la Ciudad. Como las sombras en una película grabada en blanco y
negro. De alguna forma, la historia del último Orson Welles explica nuestra
situación. Es algo así: después de la tragedia que vivió con Citizen Kane, Welles no volvió a ser el
mismo. Sí, el ciudadano Kane fue la
perdición para Welles. Creo que por eso se dedicó a grabar películas noir. Porque se sentía como la mierda.
De alguna manera, nosotros teníamos en Él a nuestro Citizen Kane (incluso pudimos llamarlo así). Después de lo
acontecido nos sentíamos como la mierda o, peor aún, como sus restos en picada
hacia la tasa del baño. Por eso en lo sucedáneo nos dedicamos a contarnos
historias de verdugos.
Prueba
# 4
Después de tantos años, después del
silencio, después de Rocamadour…
Acá estamos aún, en la pared que nos
hace criminales. Con las manos en alto llenas de recuerdos de amor y de furia.
Nunca de fortaleza.
Acá estamos aún, con la mirada
volteada a flancos opuestos. La tuya en el ocaso de nuestra historia; la mía en
el crepúsculo de la misma.
Acá estamos aún, sentados en aquel
árbol de C.U. Con mi cabeza sobre tu vientre: antes del dolor, antes de la
ansiedad, antes de las lágrimas.
Prueba
# 5
Me dueles/Te amo. Somos
culpables.