Por Diego Bang Bang
Esta historia está desenfocada. Esta pequeña historia es
tangencial. Es un rayo oblicuo atravesando la tempestad. Una sustancia visceral mezclada con el ácido estomacal de una tierra baldía.
Comenzó una noche hace ya varios años. Situada en uno de los
círculos abismales de la Isla de Filoctetes. Terminó esa misma noche como todas
las peripecias en esta isla.
El personaje principal es el viento. Un viento rojo que avanza
poco a poco en el transcurso de la noche. Una mancha seminal que cubre el fondo de
nuestros sueños.
Respiramos el viento y lo convertimos en aliento. El ave del
viento hace fotosíntesis con nuestra química alcohólica. Así caminamos entre
sueños rotos, sin saber lo que la Máquina nos tiene preparado.
Un mismo cuarto para los tres. Así estamos aún en mi memoria.
Despiertos envueltos por volutas con olor a gas. Dormidos con el olor a sexo
marchito. Los dientes tiemblan al rememorar el encuentro inmediatamente
anterior: ¡Jesús!
Un momento antes le encontramos. Lo encontramos. No al Hijo de
Dios. Sí al Mesías. También al Judas. Supimos su nombre luego de haber dado las
primeras caladas a su cigarro de marihuana.
Instalados en su pequeño automóvil. Se había acercado a nosotros a
la luz de un Oxxo. Nos invitó a beber una cerveza de manera efusiva. Por el
dinero no debíamos preocuparnos. No lo hicimos. Subimos y aparcamos justo
frente a la casa de mis padres.
“Amo demasiado a mi hija”, dijo abruptamente. “También a mi
esposa”, completó. Después de los primeros 5 minutos ya no nos miraba. Ni
siquiera en el reflejo del espejo retrovisor. Su mirada se encontraba en un
hoyo negro incrustado en medio del parabrisas.
Clavijero bebía de manera desfachatada. El viento rojo avanzaba
lentamente. Radián volteado hacia su propio reflejo en el vidrio lateral.
Jesús, así se llamaba. Amaba en superlativo a su hija. También a su esposa. El
viento rojo ya era para entonces el sudario del Hombre de la Luna.
Sus manos hormigueaban sobre el volante. Silencio entonces. El
coche era un desorden total. Basura en todos sus recovecos. Las circuitos eléctricos colapsados igual que los nervios. Su chamarra olía a pólvora. Su sexo estaba marchito.
La palidez parduzca de su cara: un vivo reflejo del viento rojo. Rojo como el coyote inmenso que aullaba debajo de aquella noche.
La mirada de Radián se posa en la mía. Esta historia está
desenfocada. Es una línea amarilla trazada en medio de la gran capa roja. Un
ojo noctambulo cruzado por una paja de cristal lacerante. Pensamos lo mismo.
Clavijero fuma marihuana desgarbadamente. Nos despedimos mientras Jesús regresa
de sí. Dos legañas brillan con el furor de lágrimas. Bajamos del pequeño
automóvil.
Antes de abrir la puerta, Clavijero nos manda al diablo. Su cuerpo
necesita droga. También el nuestro, pero somos drogos pudorosos. Cobardes.
Nuestro amigo, entonces, se confunde con el punto de fuga rojizo desdibujado en
el horizonte.
Cerramos la puerta. Con aliento alcohólico lo decimos: “Acaba de
matar a alguien”. Jesús era un asesino a sueldo. Amaba a su hija en
superlativo. Un sicario de la Isla de Filoctetes. Amaba a su esposa también.