La caída de nuestro imperio
Por Diego Bang Bang
En ningún otro ámbito,
como en la terminación del amor y la caída de algún imperio, las
cosas son tan absolutamente trágicas. Siempre me ha gustado pensar
el amor como una especie de imperio. Y, comencemos con la analogía,
se sabe que ningún imperio ha sobrevivido al paso del tiempo.
Fuimos imperio en el
sentido irrestricto del término. Porque hay algo en los imperios que
los hace trascendentes e insoslayables. Hay algo en esas
conformaciones totales que penetra en cada uno de nosotros hasta
convertirse en una huella indeleble e irrastreable.
Todo imperio tiene un
principio.
Los imperios en su forma
primigenia son un momento, una coyuntura de fuerzas y pulsiones. Una
alocada tendencia de deseos y caricias. De charlas explícitas y
devaneos subrepticios. De sueños inflamables y canciones
providenciales. Los imperios se forman por la necesidad de saberse
parte de otro; de saberse indefenso en un terreno de hiedras y lodo.
Los imperios viven
momentos gloriosos. Ganan grandes batallas y conquistan territorios.
Nuestro imperio le ganó la batalla a la estulticia y a cualquier
tipo de deterioro inmediato. Nuestro imperio conquistó los odiosos
territorios de los celos y la posesión.
Y en los templos se
cantaba de alegría y los poetas componían con sus letras las muchas
cosas descompuestas. Porque en los imperios también hay
desencuentros y rupturas.
Todo imperio vive alguna
crisis.
Lo primero en crisis en
cualquier imperio son los vasos comunicantes. Nuestras clases en un
silencio progresivo. Nuestras castas en luchas intestinas. Nuestros
cafés en ruina y las plazas públicas en abandono continuo. Nuestras
instituciones amorosas perdidas. Nada más triste que negarnos la
mirada, nada más impotente que resignarnos en caída.
Y, entonces, la guerra.
Las luchas intestinas y las atroces despedidas. Los llamamientos a
las armas y los enconos de las castas. Nuestra pequeña burguesía y
la nada noble nobleza. Las trampas de la aristocracia del corazón:
una diplomacia llena de dolor. Los primeros cañonazos y, por fin, la
táctica y la estrategia. Mentir, escindir: cualquier verbo en
infinitivo como incentivo de nuestra cisma.
Es hora de mover las
piezas. Regimientos de rencor, parafernalias como artillerías.
Nuestros antiguos cuartos como cuartos de guerra. Ya es hora de sacar
a los soldados, ya es hora de luchar cuerpo a cuerpo. No es sólo el
final del amor, querida, es también el inicio de nuestra guerra y la
pronta despedida.
Todo imperio es historia.
Primero una verdad de
guerra: nunca nadie gana la bélica. Tanto me dolió matar a tus
cabos del recuerdo, tanto me costó dejar las costumbres de tus
capitanes. ¡Generales del amor no se marchen todavía! Les pido, al
menos, una linda despedida. Una última llamada amorosa a la guerra
placentera.
Ya las carretas recogen a
los muertos. Ya los últimos tanques abandonan la zona roja de
guerra. Nos miramos de lejos, separados por las batallas enfermas,
como enemigos que nunca pensamos seríamos. Allá vas con la cara
hacia sol, en retirada. Yo también me retiro: con las entrañas
hechas corazón y el corazón hecho trizas. Y pensar que creímos en
nuestro imperio como algo imperecedero. De ahora en adelante,
tendremos que pensárnoslo más antes de querer formar algún imperio.