> Arcanum VI: Woody Allen tuvo la culpa

domingo, 15 de julio de 2012

Woody Allen tuvo la culpa


Woody Allen tuvo la culpa

Por Diego Bang Bang

Las únicas muertes equiparables con la muerte de Allen son la muerte de Dylan o la de Scorsese. Al menos en eso sí coincidimos. Y entonces comenzamos a imaginar las ediciones póstumas y los interminables homenajes y las zalamerías por tierra, mar y cielo. Los engorrosos reportajes cronológicos y, por supuesto, el ataúd con las celebridades a la guardia. Se hizo un silencio de ambas partes. Mirábamos sendas ventanas de aquel taxi con la intermitencia de las gotas golpeando el cristal. Las manos se acercaron, en algún punto del sillón se hicieron un nudo. Volteé sólo para que me regalaras una sonrisa distante, un esbozo de sonrisa como el tímido dibujo de la silueta de una nube otoñal.  De golpe, la voz de la radio capitalina vaticinó la llegada a nuestros oídos de “I´ll see you in my dreams” de quién más, de quién menos que Django Reinhardt. Mi jugada era la siguiente: en “Sweet and lowdown” (gran título por cierto) Allen no había hablado de Emmet Ray sino de la grandeza de Reinhardt. Y mientras las gotas seguían su tamborileo, tú respondiste con la evocación de aquella azotea en “Radio Days”. Dijiste, entonces, algo de las antenas como medios excepcionales para transmitir la melancolía. Una melancolía telepática, me dijiste. La melodía de Reinhardt se desgranaba mientras. La línea intermitente del asfalto se reflejaba en mis pupilas. Se hizo un segundo silencio. Comenzó, entonces, el trajín del recuerdo: sentados en la sala de tu casa (en realidad la de tu madre) mirando “Crimes and misdemeanors”, que nos gustaba pronunciar en español, mi mano en tu entrepierna y tus labios en un vino tinto. Entonces volví a voltear y te dije que “Crímenes y pecados” me sabía al vino tinto de tus labios y me recordaba un olor como a fruta venusina o venusiana, me recordaba, en fin, al excepcional olor de tu entrepierna. Y así, pues sí, me regalaste una sonrisa menos distante. Una sonrisa que, por fin, orbitaba en el sistema solar como un Cheshire galáctico. Pero necesitaba una sonrisa más cercana, no me bastaba con esa sonrisa que bordeaba el sistema solar. Necesitaba una luna si no terrenal, por lo menos saturniana o saturnina. Entonces fue cuando te hablé de ese chiste maravilloso en “The purple rose of Cairo” (que también nos gustaba pronunciar en español), aquel chiste en el que están en lo más prometedor y, por lo tanto, desastroso-amoroso de una huida. Y en el momento más arrebatador, intentan robar un coche y él, el galán woodyallinense, se da cuenta que sus habilidades y demás rasgos de vida no son compatibles con ese plano existencial. No sabe manejar, su dinero no es fiable y lo único que tiene es un arrobador amor por ella. Un amor nacido de la posibilidad imposible, de la posibilidad imposible de traspasar las fronteras de lo que ingenuamente llamamos realidad y ficción. Dije todo eso y creo que más, sólo para referirme a una cosa. La posibilidad imposible, que otros llaman Providencia, de que estuviéramos juntos, en un taxi, amarrados por las manos y hablando de un cineasta neoyorkino que además está obsesionado con un guitarrista de jazz que en ese preciso instante había escogido el programador de Horizonte 107.9. Y es que hace unos días no hubiéramos hablado ni siquiera de Annie Hall. Por eso la imposibilidad. Y entonces sí, después de la disquisición púrpura,  me regalaste la sonrisa cercana (como del tercer tipo) que orbitaba ya como satélite amoroso, ya como satélite pasional. Y no sólo eso, también me regalaste un beso astral o sideral con sabor a brandy sauriano. Un sabor (que no sé por qué) me trasladó a esa última escena de “Everyone says i love you”; sí, esa en la que al borde del agua dulce de un río, una mujer vuela en los brazos del personaje principal. Eso me recordó y supongo que eso es como asegurar que ese beso sauriano me hizo volar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario