Woody Allen tuvo la culpa
Por Diego Bang Bang
Las únicas muertes equiparables
con la muerte de Allen son la muerte de Dylan o la de Scorsese. Al menos en eso
sí coincidimos. Y entonces comenzamos a imaginar las ediciones póstumas y los
interminables homenajes y las zalamerías por tierra, mar y cielo. Los
engorrosos reportajes cronológicos y, por supuesto, el ataúd con las
celebridades a la guardia. Se hizo un silencio de ambas partes. Mirábamos
sendas ventanas de aquel taxi con la intermitencia de las gotas golpeando el
cristal. Las manos se acercaron, en algún punto del sillón se hicieron un nudo.
Volteé sólo para que me regalaras una sonrisa distante, un esbozo de sonrisa
como el tímido dibujo de la silueta de una nube otoñal. De golpe, la voz de la radio capitalina
vaticinó la llegada a nuestros oídos de “I´ll see you in my dreams” de quién
más, de quién menos que Django Reinhardt. Mi jugada era la siguiente: en “Sweet
and lowdown” (gran título por cierto) Allen no había hablado de Emmet Ray sino
de la grandeza de Reinhardt. Y mientras las gotas seguían su tamborileo, tú
respondiste con la evocación de aquella azotea en “Radio Days”. Dijiste,
entonces, algo de las antenas como medios excepcionales para transmitir la
melancolía. Una melancolía telepática, me dijiste. La melodía de Reinhardt se
desgranaba mientras. La línea intermitente del asfalto se reflejaba en mis
pupilas. Se hizo un segundo silencio. Comenzó, entonces, el trajín del
recuerdo: sentados en la sala de tu casa (en realidad la de tu madre) mirando “Crimes
and misdemeanors”, que nos gustaba pronunciar en español, mi mano en tu
entrepierna y tus labios en un vino tinto. Entonces volví a voltear y te dije
que “Crímenes y pecados” me sabía al vino tinto de tus labios y me recordaba un
olor como a fruta venusina o venusiana, me recordaba, en fin, al excepcional
olor de tu entrepierna. Y así, pues sí, me regalaste una sonrisa menos
distante. Una sonrisa que, por fin, orbitaba en el sistema solar como un Cheshire
galáctico. Pero necesitaba una sonrisa más cercana, no me bastaba con esa
sonrisa que bordeaba el sistema solar. Necesitaba una luna si no terrenal, por
lo menos saturniana o saturnina. Entonces fue cuando te hablé de ese chiste
maravilloso en “The purple rose of Cairo” (que también nos gustaba pronunciar
en español), aquel chiste en el que están en lo más prometedor y, por lo tanto,
desastroso-amoroso de una huida. Y en el momento más arrebatador, intentan
robar un coche y él, el galán woodyallinense,
se da cuenta que sus habilidades y demás rasgos de vida no son compatibles con
ese plano existencial. No sabe manejar, su dinero no es fiable y lo único que
tiene es un arrobador amor por ella. Un amor nacido de la posibilidad imposible,
de la posibilidad imposible de traspasar las fronteras de lo que ingenuamente
llamamos realidad y ficción. Dije todo eso y creo que más, sólo para referirme
a una cosa. La posibilidad imposible, que otros llaman Providencia, de que
estuviéramos juntos, en un taxi, amarrados por las manos y hablando de un cineasta
neoyorkino que además está obsesionado con un guitarrista de jazz que en ese
preciso instante había escogido el programador de Horizonte 107.9. Y es que
hace unos días no hubiéramos hablado ni siquiera de Annie Hall. Por eso la
imposibilidad. Y entonces sí, después de la disquisición púrpura, me regalaste la sonrisa cercana (como del
tercer tipo) que orbitaba ya como satélite amoroso, ya como satélite pasional.
Y no sólo eso, también me regalaste un beso astral o sideral con sabor a brandy
sauriano. Un sabor (que no sé por qué)
me trasladó a esa última escena de “Everyone says i love you”; sí, esa en la
que al borde del agua dulce de un río, una mujer vuela en los brazos del
personaje principal. Eso me recordó y supongo que eso es como asegurar que ese
beso sauriano me hizo volar.
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