Por Diego Bang Bang
Anoche soñé que volvía a verte. Nos encontrábamos de nuevo, a la vera de un arroyo seco. Estancado en el tiempo. Lleno de basura emocional. Salías de entre las sombras nocturnas. Tus pasos se acercaban al ritmo de la pequeña estampida de un vaso de unicel abandonado. Te pedía, entonces, que me imaginaras como un fantasma. Para poder escucharte, para volver a mirarnos.
Te hablaba del tiempo. De cuando me dijiste “es tiempo”. De las pocas historias nuestras pergeñadas en el diario impersonal de Ciudad Monstruo aka Distrito Ficcional.
Te contaba de la sintaxis intestina entre Raina, Sleeping pills y Stanyan Street. Nuestras tres canciones favoritas. En ellas, el autor, regresaba a una época particular de su vida. Un tórrido amor, un apartamento sobre una avenida aledaña y un tormentoso exilio amoroso. Es decir, la mujer mencionada en la tercera canción es Raina. La misma a la que sueña bajo el influjo de somníferos.
Extrañamente, porque así son las cosas en el infausto mundo onírico, transmutabas en alguien más. Pronto me decías tu nuevo nombre: Tan Triste. Menudo nombre aparejado al mío: Monstruo Enamorado. Condenados a habitar entre la Dimensión Desconocida y el Espejo Oscuro. Así yacíamos en el universo del Arenero.
Agarrados por las manos nos desvanecíamos. Para aparecer, de espaldas, en China Town. Un pequeño jardín nos arropaba en su calor incómodo. El pequeño infierno de nuestro amor. En el centro tú llorabas, luego de 16 pastillas para dormir y 23 días de hospital. En los márgenes, en el movimiento centrípeto de la vida breve, yo destilaba culpa. Fenecía a fuego lento acechado por los perros románticos.
Black Out.
Tiempo después, una entrevista en nuestro programa de radio favorito reactivó la fuerza centrífuga de la historia más larga. “No sé si eres sueño todo el tiempo…”, te decía con el pensamiento.
Caminaba contigo por senderos pueblerinos y conforme avanzábamos se convertían en rellanos citadinos. “La canción que cierra el disco, nuestro favorito de nuestro último año, se llama así porque Elvis Presley tomaba anfetaminas en sus giras para aguantar, para no dormir”, me decías con las manos.
En los flancos de nuestra caminata, en la intuición yacente en los rabillos de los ojos, se abrían las puertas de los cientos de lugares no visitados. Los pequeños universos paralelos de la imposibilidad. Vestigios prehispánicos, pueblos mágicos, ciudades exóticas, naturaleza viva y en vivo. “La única letra impresa en el librillo del disco corresponde a la única canción instrumental del mismo. Como ya lo sospechábamos”, creo que ambos enunciamos.
De pronto percibimos, a nuestras espaldas, una fuerte presencia intermitente. Un hombre de lentes gruesos, camisa elegantemente dibujada a rayas y un saco a medio morir nos dio alcance. Se colocó frente a nosotros. Olía a cigarrillo barato y a alcohol de segunda. “Nunca te enamoras dos veces igual”, sentenció.