Por Diego Bang Bang
La
condición contemporánea apremia que el escritor no tenga nada que perder y, a la par, lo pierda todo. Lo anterior para que no suceda el infame paso del placer al
poder. Me explico.
Cuantiosas
son las historias de escritores que pasan del placer al poder, de vivir para la literatura a vivir de la literatura. Y no hablo de los
premios Nobel, premios Cervantes, premios Benítez, premios Rómulo Gallegos,
premios Herralde y demás casos que no tiene sentido mencionar… por pura mentira
de perogrullo. Hablo, por el contrario, de aquellos que se esfuerzan, se
esmeran con denuedo, por convertirse en figuras públicas, en líderes de opinión,
en manipuladores de la conciencia…
Guillermo Fadanelli, por ejemplo. Antonio Ortuño, verbigracia. Fabrizio Mejía
Madrid, sin duda. De izquierda, según la triste historia de la Izquierda
Mexicana.
¿A
qué me refiero con no tener nada y perderlo todo? No tener hijos, sobre todo.
No tener alcurnia, sin duda. Reconocerse en alguna genealogía, literaria y no
de otra. No tener obsesiones de poder, no querer hacerse de un lugar en la
historia de la LITERATURA… Perderlo todo: la comodidad, ante todo, la buena
conciencia, la corrección política, la seguridad en sí mismo (sobre todo).
Asombrosamente,
esto no sucede en los submundos inmediatos de la dominante cultura literaria.
Incluso en los escritores (aquí sólo aplica como categoría guía) lumpen:
aquellos que se autoproclaman fuera de cualquier sistema.
Desgraciadamente,
incluso entre los intRa hay algo de todos
los anteriores. Nos hemos dado cuenta que la soledad, la marginación, el
ostracismo no son cualquier cosa. Bartleby, visto de este modo, es una quimera
que constantemente se aleja. Todo es un maldito chiste y el chiste es una
mentira rotunda.