Por Sonny DeLorean
A nadie le gusta que lo
interrumpan cuando manifiesta un diálogo interno que le pueda dar una
respuesta, por más tentativa que pueda ser, a su resabia perdida amorosa; pero
hay tres aspectos que se vuelven inevitables e imprescindibles para aceptar la
plática de un desconocido: los ojos de
una mujer con anteojos que reparen en el instante preciso para saberme
sorprendido mas no interrumpido, que su compañía sea la grata soledad y una
cerveza que atenué y haga más solemne su soledad.
Y esto resulta aún más
complaciente y aceptable cuando no es uno el que procura la charla de una mujer
simpática, insatisfecha y dolosa. A decir verdad, su acercamiento podría haber
sido la técnica que ha perfeccionado un seductor cualquiera al grado de
convertirla en maña, pero nada de eso, sólo fui testigo de que las penas con
pan no son dulces, más bien las penas con alcohol son más fáciles de compartir.
-Todavía me resultas tan extraño,
Manuel- asintió la mujer que por motivos desconocidos llamaré Claude. Logré dilucidar
la sentencia que se confundía en la ebriedad y una lengua extranjera.
-No sé a qué te refieres. Además
yo no me llamo… Es la oración de principio a fin que dije en esta historia, por
mucho mi mejor intervención.
-¿Sigues leyendo a Apollinaire
para ahorrarte los protocolos hirientes de la separación?-. Hasta ese momento
no me había fijado que sus ojos eran un imán de atención al libro que se
encontraba sobre la mesa y la carta que la invitaron a sentarse a mi lado.
-Dicen que la historia se repite,
sin embargo la vida no me alcanzaría para vivir de duelos-. Sus manos
torpemente se acercaron a las mías para descubrir que hay personas que
comienzan sus historias con las manos. No pude evitar recordar el cuento en
donde la mano de un individuo seducía con dedos vacilantes y gráciles la mano cortesana
de una sordomuda.
Claude continuaría con su
monólogo externo en automático. -Recuerdas que gracias a tu romanticismo
simbólico acordamos que el candado sería la consigna para sellar o liberar nuestro
destino, más bien tú lo acordaste, yo sólo fui parte de tus decisiones. No bebí
aceptar esa farsa, mira que abandonarme sin despedirte. Colocar un candado en
las rejas de aquella casa infestada de olvido por la que siempre pasábamos antes
de llegar a mi hogar para ahorrarnos la bochornosa e infame charla de la
separación parecía tan romántico y de lo más inteligente. Lo sé, pude hacer lo
mismo antes de que tú abrieras el candado y desaparecieras, pero tire la llave
porque estaba segura que nadie de los dos abriría ese candado.
Sus manos eran un acompañante perfecto de la historia, parecían ser los efectos espaciales que se adaptaban a las palabras afrancesadas que salían de su boca. Eran dedos retráctiles que cuando se acordaban lo mucho que odiaba a Manuel se desprendían inmediatamente, pero sabía que aún lo seguía amando porque hubo ráfagas de palabras que pretendían darle respiración de dedos a mis manos.
Con la misma provocación que
Claude se unió a mi soledad, ninguna, soltó mis manos como epílogo de nuestro encuentro
para decirme: "Nunca terminamos por despedirnos". Se levantó y se marchó.
La ausencia de Claude había sido
el signo perfecto de la representación simbólica de la realidad impuesta por Manuel.
Yo no era Manuel, eso era obvio, pero los dos ocupamos en algún momento la
personificación del extraño. Manuel fue un conocido que le resultaba extraño,
yo terminaba de ser un extraño que le
parecía conocido. De igual manera, las pocas veces que llegó a mirarme a los
ojos pareciera que los extraños son personas solitarias por naturaleza, porque
su mirada traspasaba mi cuerpo como la ausencia misma.
En mi vida he leído a Apollinaire,
el libro que se encontraba en mi mesa era Los
vasos comunicantes de André Breton. Pudo haber sido cualquier libro de
vanguardias artísticas, pero Manuel hizo de Claude un ser que empezaba a vivir
más del otro lado, en la metafísica, que aprendería a sobrellevar la vida por las representaciones simbólicas antes que
la realidad.
Y tal vez lo más significativo, a
falta de candado, repare en el sentido de la perdida que ella había adjudicado
al tomarme de las manos confundiéndome con la persona por la que había empezado/dejado
de amar. Ella entrelazo mis manos como si
fueran un candado humano, por eso muchas veces soltó de ellas con el descuido
perceptible de la voluntad: ella tenía las maletas hechas para despedirse antes
de querer conocerme.
Pagué la cuenta y salí con una
respuesta tentativa que me hizo sentir mejor: Lo auténtico y real puede venir
de la comparecencia ajena, por ejemplo, que la “última” despedida de toda
relación sólo es la antesala de un principio de memorias remotísimas; y esa
historia almacenada en archivos llamados recuerdos se irán sin la necesidad de
despedirse.