En la carta: Las siamesas, Cupido y 9.
La Papisa: C´est l´amour a Marseille, Santiago. Carta sagrada: ¡oh, Fortuna, semper variabilis! ¡El enamorado! Tu amigo te trajo suerte.
13: No bebí suerte. Bebí chartreuse, absynth, pierdealmas... Me llené el buche con el monstruo de los ojos verdes...
La Papisa: Aloxinus en latín papal.
13: Eso, exactamente: alucino.
La Papisa: ¿Pero qué tanto cargas, muchacho, qué cargas en tu equipaje?
9: Carga conmigo, no lo sabe pero me carga, lo intuye secretamente, no sé si acaricia la posibilidad pero yo sí lo sé de cierto: El cruzado loco, me dicen, y soy Santiagueño. A Santiago de Matamoros amo y en Santiago de Matamoros creo.. No hay más palabra que la de Santiago. Él es mi fe y mi justicia y mi espada y mi sangre y mi boca y todo mi cuerpo espera una palabra suya para sanar mi alma. Santiago despierta en mí el respeto del padre que no tuve. Predica con cuentos y a veces me pierdo las palabras pero nunca el movimiento de su boca. Santiagueño soy y por él muero y aunque nunca toque esa boca, por él sería capaz de matar.
Cupido flecha al enamorado y desata sus zaetas. Todo enloquece en un rapto de amor.
[...]
La Papisa (furioso) : Damas y caballeros, aquí se abre un paréntesis. Aparecen Los Amorosos y todo se va al Diablo, y no me refiero al azul del Tarot. El Arcano VI, el amor, es una carta que perturba todo, tiene su imperio y arrasa; y si es capaz de abrir mares, ¿no podrá sacar una trama de su ya de por sí frágil cauce?
Fragmento de La inocencia de David Olguín.
jueves, 20 de agosto de 2015
lunes, 3 de agosto de 2015
El limbo de Lulú
Por Diego Bang Bang
Las sopas
maruchan yacen medio vacías o medio llenas, según se las vea. No tragábamos
nada más en aquel tiempo. En verdad me parece curiosa la palabra tiempo. Decirla,
escribirla y ya no se diga pensarla. Cuando la pienso para referirme a aquel
tiempo es como una espiral de volutas con olor a marihuana. O como un delicioso
mareo posterior a un orgasmo. Así era aquel tiempo: un bello mareo posorgasmico
con olor a marihuana.
De Lulú mucho se
puede decir, pero basta decir que oímos sus gemidos mientras tiraba y también sus cánticos en el
metro para alimentarnos. Nos enseñó expresiones tan particulares como coño de su madre y por ella aprendimos
el sentido y la profundidad de andar pegados.
En algún momento, llegamos a suponer su locura como secuela por conocer México.
O, al menos, de conocer a tres con ese gentilicio. Nadie lo sabe. Ni siquiera
la Psiquiatría.
En más de una
ocasión nos vio volvernos mierda: en su casa o en el terreno irregular de Santo
Domingo. Al palpar el agua de su excusado o también al dormir en su aposento
llorando a causa de alguna traición amorosa. Vimos, bajo su techo, los ojos de
Radián ponerse más rojos que los atardeceres de Marte. Fuimos testigos, a las
afueras de su morada, del trance de Clavijero a causa de una ingesta innoble de
Válium o algo parecido al Diazepam.
Percibimos la
muerte de la mujer en turno, para luego aullar como cisnes negros. De muchas
maneras, en esos cuartos llenos de antipoesía, comenzamos a delinear nuestra
convicción literaria. Miramos a los ojos de los “literatos”. Aquellos que ya lo
son, porque así han decidido declararlo. Ellos, los ganadores de premios de
poesía o narrativa. Ellos, los fundadores de casas de cultura con su nombre.
A decir verdad, sólo
palpamos algunos de los bordes de este exquisito limbo. Nacido del arquetipo de
Auxilio Lacouture. Quizá Lulú no conocía a todos los escritores de nuestra
generación, pero de alguna manera quienes la conocían intuían algo poético en
ella. Esa flama conmovedora que deja malparado a cualquiera. Porque en lugar de
encontrar una madre, encontramos a la mujer compañera. Lulú no como un Auxilio
sino como un Exilio.
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