> Arcanum VI: enero 2013

martes, 29 de enero de 2013

Uno y Dos

Uno y Dos

Por Diego Bang Bang 
K'un/Lo Receptivo

1 conoció a 2 por casualidades de la aritmética. Por los usos y costumbres de la llamada era de los números enteros (Z). 1 no tuvo la coherencia para hablarle a 2: todo el tiempo imaginó las imposibilidades decimales que los separarían. Sobretodo, los obstáculos que planteaban los números irracionales (la imperfección del círculo amoroso, por ejemplo) y las excentricidades de los números imaginarios. “Dentro de estas excentricidades, pensaba 1, se encuentra mi prematura separación de 2”. La inevitable separación y el regreso al estado de extrañeza (odd number) con que la soledad matemática flagela.



1 se dio cuenta muy pronto que el mito de la Unidad, muy predicado por aquellos tiempos, era una rotunda mentira. El mito en cuestión clamaba la salvación de la estirpe numérica. La salvación a través del descubrimiento de la naturaleza divina del número entero (0=Z). Sin embargo, 1 sólo observaba infiernos decimales en el orden numérico. Un infierno mezcla de irracionalidad y creencias obtusas. 1 optó, más por necesidad que por albedrío, por el encierro. “Donde habita un solo objeto no puede existir la crueldad de la soledad”, se repetía todas las mañanas al vislumbrar el cielo binario.



Algo cambió poco tiempo después. Los meandros de la aritmética se expresan de manera misteriosa: un día vio entrar a la Plaza de los Antepasados Naturales (N) las curvas y bellas sutilezas de 2. Sintió música en cada una de sus extremidades: algo se detuvo en la línea numérica del tiempo. Ahí estaba la prueba irrefutable de la rotunda mentira del mito de la Unidad. En otras palabras, desde aquella mínima expresión sexagesimal (un sublime segundo de amor) supo que la Unidad se encontraba en la divina existencia de 2. No obstante, a razón de su cobardía, supo que estaba destinado a deambular por la pampa de los radicales. Lugar conocido por ser el espacio cartesiano más engañoso de todo el orden matemático.



Cada unidad sexagesimal que pasaba, 1 era un conjunto (según los cánones de la teoría de conjuntos anímicos) de expresiones ansiolíticas y adrenalínicas. Por las noches, la ausencia de 2 se hacía más voluminosa. Crecía de manera exacerbada (geométrica) en su cabeza: su perfecto trazo curvo superior y el acabado precioso de la base. De manera inversa, también la pampa se apoderaba de su cabeza: √-2. Los pérfidos decimales le atormentaban con sus fatídicas repeticiones y los radicales hacían apariciones cortantes, angulosas.



Cada unidad de tiempo de base veinte se hizo insoportable. “¿Dónde estarás mi hermoso 2?”, pensaba a la luz fractal del padre Cero. Sin respuesta a esa pregunta, con la incertidumbre pendiendo en un hilo de Dámocles, se arrellanaba en la sombra más fría de su espacio vital (1/1). Temblaba en la imaginaria cama de clavos de los decimales y se fraccionaba hasta el punto de perder consistencia.



Pasaron los eones, se descubrió el álgebra: el arte de la relatividad de los números. Sin embargo, para 1 nada cambió. La respuesta a cada incógnita era 2. Con los primeros trazos de la geometría, 1 diseñó un acucioso retrato de 2. El día que se unió al padre Cero, encontraron el retrato en una de sus extremidades.

viernes, 18 de enero de 2013

El mito primigenio (Segunda parte)

Distrito Futurista

Por Sonny DeLorean
   
                     “Lo que pasó, está pasando todavía”
Octavio Paz

Ninguno de los encuentros más importantes de nuestra vida ha sido pactado, son gratuitos. La fama lo precedía y recordé que siempre fue visto en las azoteas de los edificios, ronroneando como lobo o aullando como gato a la Luna (los mitos generalmente nos asombran por su incomprensión). Precisamente ahí lo encontré una noche de invierno en el terrado del hotel. Su rostro curtido por la inclemencia de los años se atenuaba aún más por las luces de neón que irradiaba ese letrero destartalado, latiendo con el titileo candente y atractivo de los astros que buscan afanarse a la vida. Sus manos siempre resguardadas en los bolsillos del overol desarraigado y la capucha de aviador detonaban el aspecto inusitado que había perdido desde hace tiempo. Esa mueca siniestra y esos ojos pétreos no disimulaban la maravilla del horror.

Los ojos lunáticos del Candigas miraban el relieve que componían aquellas estructuras metálicas de altibajos y bajoaltos, cuerpos gigantes y multigrises (eran robots en cajas incubadoras), mutilados de sus extremidades pero siempre  erguidos y colosales. Vi la manera como él veía a la Ciudad y vi cómo la Ciudad dejaba verse por el que lo veía. Ella posaba con un rostro terrible y desafiante, ese gesto que hacen las personas cuando saben que no les costará mucho obtener lo quieren sin dejar de manifestar el dejo de burla para los que la fotografían. Realmente vi a la Ciudad a través de los ojos del Candigas porque no recuerdo haber visto más que sus ojos.

Cuando los cuerpos grises se mezclan en su totalidad el horizonte se convierte en algo  inexistente.  Estábamos en el centro del D. F. (antes Distrito Federal, hoy y después Distrito Futurista), en el atolladero donde todos los muertos, dementes, ángeles, borrachos, viciosos, prostitutas y gente incomprendida se reúne plácidamente. Somos el badajo en la boca de un animal que abre y expone atrozmente sus mandíbulas mostrando la dentadura imperfecta sin deja de brillar en plena noche. De sus fauces se prolongan gritos urbanos e histéricos que son amansados por las ráfagas vertiginosas de luces rojas tranquilizando un poco sus pulmones, pero ni aun así dejan de escucharse ecos sordos y susurros estridentes. El D. F. es una ciudad que nunca se calla, su idioma interminable de acero y cemento hace que todas las noches sombras clandestinas hablen y caminen dormidas.     

Resultaba inquietante el hecho de que no dijera nada y yo siguiera mirándolo, se había convertido en una estatua clavada en los cimientos del mundo para ser contemplado y simular un aire de triunfo inminente. Pensé que esa actitud era la respuesta del fotógrafo que momentos antes retrataba a su modelo para capturar la imagen que ella no quería ser y seguiría siendo. La  dualidad de la idolatría en las fotografías, en donde ella piensa que él es un subordinado a su disposición, pero sabiendo que él tendrá la última decisión, el último click. Bastaron algunos minutos para que virara sus ojos hacia donde yo me encontraba y sentirme petrificado, sin ninguna posibilidad de escapar al espectro visual de su mirada. Y no es que me mirara a mí, sino a la totalidad del espacio de concreto. Su boca pesada y entumida por el frío comenzó a moverse.

-¿Escuchas?... (¿ocupamos frases en tercera persona para no sentirnos tan solos?) El Tiempo y la Ciudad están revolcándose, hacen mucho ruido, es un constante y belicoso latido eléctrico. Y no es que el sexo no deba de ser salvaje, pero no hay ritmo, ni siquiera hay instinto. Han olvidado cómo hacer música. Aun sin ser un humano, lo sé. Es evidente que el Tiempo pasa y las cosas cambian con él, pero eso no debería ser el Tiempo, creo que tan sólo es una parte del Tiempo la que quiere disfrutar y la que se escucha.

El reflejo natural de la incomprensión hizo que mi ceño se frunciera tratando de concentrar sus palabras entre mis ojos para formar algo que se asemejara a una idea. No sé si él entendió mi expresión o prefirió ignorarme y continúo con el soliloquio.

-Por más salvaje que el encuentro pueda llegar a ser, se podría seguir escuchando al menos un suspiro acústico y enamorado. Me hubiera gustado escuchar un chasquido de dedos melodiosos en donde realmente el Tiempo y la Ciudad se entendieran, sobre todo esta Ciudad. Nací de y en ella. Invariablemente todos somos hijos del Tiempo, pero muy pocos pueden ser hijos de ciudades nocturnas. Todo es culpa de la falsa idea del Progreso.

En ese momento conocí la paciguidad de un misterio que no terminaría de entender; hasta hoy. La forma en que lo dijo, su voz tormentosa e implacable no ocultaban la escurridiza nostalgia que lo albergaba. Nunca había sentido la necesidad de romper la abnegación ensordecedora de la Ciudad con el silencio para comprender algo que no entendía, pero que es necesario entender. Inexorablemente el fluir de la perturbación recorría mi sangre. Ahora sé por qué.

Creo que fue la primera vez que sus ojos se concentraron en mi persona.-Es probable que a partir de hoy estés maldito, así como todos nosotros. Además serás uno de los pocos mortales en entrar en los libros de Historia Citadina, debería darte gusto. Serás un humano que burlara su destino, no conocerás a la Muerte por más que la Muerte quiera conocerte, te asediara con sus falsas promesas e incluso te seducirá, pero todo será inútil- esas palabras fueron un golpe agresivo y veloz cual puño de boxeador, me sacudieron.

Quise hablar, preguntarle a qué se refería, pero esa noche (y las noches que seguirían) no pronunciaría palabra alguna.

-Tal vez en estos momentos no me entiendas y no busco que lo hagas. Sólo quiero que sepas que este hotel será la prisión eterna de la Historia y tú será unos de los custodios que la proteja- lo dijo como esas llamadas telefónicas que notifican una cuenta pendiente por pagar.

Fue la primera vez que se movió de su sitio durante el tiempo que estuvimos ahí. Se dirigió hacia mí y saco misteriosamente de la bolsa frontal una libreta roja de apuntes. La portada tenía el diseño de un paisaje panorámico que se ensanchaba sin fin debido a la forma esférica en la que estaban dibujados los trazos. En la parte superior de la libreta se leía un nombre extraño: Dr. Atl.  

-Aunque no lo creas, esa persona podría ser un personaje bíblico en mejor de los casos, y en el peor, un renacentista mexicano. Si quieres entender lo que pasa o lo que pasará, más bien dicho, lo que no pasará, léelo. Después de todo, estarás aquí en calidad de custodio inmortal.

Fue lo último que escuché esa noche. Regrese a mí cuarto y abrí el cuaderno…  

martes, 15 de enero de 2013

De los recuerdos

De los recuerdos

Por Diego Bang Bang 

Inspirado en la libreta de M. R. I., alumna del 621, Prepa 8.

Más de uno hemos emprendido el viaje mar adentro en el océano de los recuerdos de manera accidental y accidentada. Los artefactos inductores de recuerdos son variados: alguna libreta vieja, algún correo electrónico, una llamada inesperada y/o algún número registrado en la agenda del celular. Meros pretextos para echar a andar una maquinaria profunda, enterrada en lo más hondo de la psique. Una maquinaria injusta por ser parcial.

Últimamente he renunciado de mi pasado. He tratado de concentrarme en la solidez y cruda tangilbilidad del presente. Miro con ahínco la pila de libros dispuesta en mi mesa, escucho con interés las melodías que surgen de mi pequeña grabadora. Siento el palpitar de mi corazón mientras me recuesto de manera oblicua en mi cama. El presente está ahí, se encuentra a flor de piel en el umbral de mi ventana: con los ruidos de los vecinos y los crujidos de la casa de mis padres. Si quisiera hacerlo un tanto más plácido, me refiero al trémulo presente, subiría a la azotea y miraría los nubarrones y las azoteas de la colonia. Sin embargo, no es placidez lo que me arrebata en este ejercicio de la empiria. Es, más propiamente, una especie de liquidez. Un derramamiento. Eso es: el presente es un derramamiento constante.

Comencé por el presente, pero el tema es el pasado. En algún lugar del primer capítulo de “Esculpir el tiempo” de Andrei Tarkovski, el enigmático director asegura que las imágenes de las películas deben estar conectadas con la sensación romántica de los recuerdos. No sé si fue esa frase o ese pensamiento lo que me llevo al viaje primigenio descrito en el primer párrafo. Quizá no, quizá sí como en “Inception”. Una frase que deviene pensamiento y que crece constantemente. Lo lees un viernes y miras el resultado en lunes o el martes próximo.
*
A la sazón, estás ahí debajo de la mesa de tu cuarto. Buscas en los tres niveles de un mueble viejo que contiene sólo papeles. ¿Papeles solamente? Dífícil saberlo. Das vuelta a los tres niveles. Libros de inglés, libros de ortografía, alguno de química y hasta una vieja constitución. Nada que podamos considerar detonante hasta el momento. Hay otra pequeña mesa de madera con las patas muy flojas. Te sumerges poco a poco: tareas de la secundaria, trabajos de la prepa, escritos de la universidad. Algo comienza a florecer en tu cabeza. Es una sensación vaga (a lo mejor la tinta con la que se imprimió el libro de Tarkovski comienza a materializarse) porque ya se encuentran los primero garabatos. Son algunos teléfonos, algunos dibujos muy monos productos del ocio de las clases, nombres de tus grupos de rock favoritos de aquella temporada. Toses, en el momento de finalizar, a causa de las capas de polvo que has levantado.

Te paras a la luz de la ventana y, poco a poco, algo se empieza a formar en tu cabeza. Apenas está dando vueltas, apenas está tomando fuerza. El agua cruza el tobogan de la garganta y moja tu pecho hasta asentarse en algún lugar que siempre has imaginado como el estómago. El polvo se muestra con más caos a esas horas de la mañana, los rayos que entran tiránicamente parecen hacer flotar las pelusas y motas de polvo en todo el cuadrado de la estancia. Miras el ropero y ahí también hay recuerdos: recortes, boletos de tus conciertos, algún poster de la adolescencia (cuando la flama estaba en el punto más alto).

Falta sólo un mueble. Se encuentra justo en la parte más alta de tu cabeza. Es una pequeña repisa con libretas, diccionarios y libros manuales de todo tipo. Desde el clásico libro monero de Rius, el diccionario de sinónimos y antónimos, hasta las letras del “Blood on the tracks” escritas en las últimas hojas de un cuaderno de forma francesa. El polvo es el único inquilino constante de este concubinato. El rubro libretas, el más difícil. Ahí está la tinta de muchos recuerdos. No de las clases, tampoco de los maestros. Son, en su mayoría, recuerdos de cómo te sentías o cómo crees que te sentías. Son recuerdos de tus amigos, del olor de sus suéteres, de sus muletillas. Son recuerdos de los juegos coquetos que se colaban a las cuadrículas. Un gato, un ahorcado, alguna declaratoria indirecta. Las miradas inconexas pero embebidas de deseo. Una pequeña lucha por ganar territorio. Algún toqueteo torpe pero delicioso. Un regaño compartido en la dirección. También, es triste decirlo, están las páginas en blanco. Esas que no se pudieron llenar con juegos ni declaratorias insulsas. ¿Las razones? Las largas vacaciones de verano y el imposible (el de ella también) retorno a la misma escuela. Las promesas, los planes echados por la borda. No por ti ni por ella...

martes, 8 de enero de 2013

La distancia

La distancia 

Por Diego Bang Bang 

Desear a una mujer no es un crimen...

Todas las tardes me acomodaba a la orilla de mi puerta para, a través de una ínfima rendija, espiarla. Sabía todos sus horarios y conocía, hasta el más íntimo detalle, a sus visitantes. Siempre que la encontraba en la calle era incapaz de cruzar palabra alguna con ella. Aunque mi corazón latía de manera excesivamente acelerada, mi boca se trababa y mi mirada se ofuscaba. Por las tardes, mientras bebía mi acostumbrado café con ron, imaginaba nuestro primer encuentro. También reflexionaba en la posibilidad de habernos conocido en otras vidas. A pesar de la carga romántica de este pensamiento, una carga incómoda se instalaba en mi ánimo. ¿Y si esta vida era la destinada al desencuentro perpetuo? ¿Y si el códice de nuestro demiurgo dictaba el silencio y la cisma en nuestro tiempo? Inseguridad hecha preguntas y preguntas convertidas en minas de la seguridad.

Tiempo después, una serie de hechos y noticias habían derramado una tristeza insoportoble en el zócalo de mi alma. Mi mascota favorita, un pez japones dorado, contrajó una infección rarísima en la piel. A pesar de los cuidados señalados por el veterinario, el golden fish agonizó de una manera inevitable. Por las noches soñana un constante deja vu en el cual el pez moría de amor. Por las mañanas, pensaba en la teoría de un gurito que había conocido en una aburrida reunión de los amigos de la niñez. Su teoría establecía que nuestra energía se movía en círculos concentricos y afectaba de manera gradual a los seres animados a nuestro alrededor. Cuando se trataba de energía negativa, el gurito recomendaba buscar uno de los llamados no-lugares, un aeropuerto por ejemplo, y desactivar mediante gritos o sollozos aquella energía destructiva. A decir verdad, me había parecido una superchería digna de Walter Mercado o cualquiera de esos ocultistas de pacotilla. Sin embargo, todas las mañanas amanecía con aquella teoría en la cabeza. Y, a la postre, el pececillo murió lleno de manchas blancas y verdes en piel y ojos.

La noticia más oscura de aquel tiempo me la dio una mujer con la cual compartí algunas experiencias sexuales. Aquellas experiencias no habían representado gran cosa. Tampoco eramos amigos, pero de vez en cuando sabíamos algo el uno del otro. Aquella tarde, mientras miraba un cielo despejado, se filtró su voz por el auricular para decirme que Raúl estaba internado en un hospital psiquiatrico. Raúl había sido mi mejor amigo de la preparatoria, mi mejor amigo en la vida. Por azares de convención social, nos habíamos separado hasta el punto de perdernos el rastro. Se dedicaba a su mujer y a su trabajo en un café del centro de la Ciudad. Debido a mi encierro obligado, no tenía tiempo para visitarlo. Ahora ni siquiera podríamos compartir memorias adolescentes. Después de aquel pensamiento, una impotencia vil me aprisionó. Sentí ansiedad, vacío y muchas ganas de llorar. Colgué el teléfono sin decir palabra alguna. Lo desconecté de inmediato.

Lo que al principio me pareció claustrofobia, después se convirtió en soliloquio. Comencé a dormir menos y a soñar demasiado. Sueños malvados, pesadillas incandescentes. Algunas noches eran lobos, otras no sabría definir con exactitud a aquellas figuras. Me levantaba en mitad de la noche, a veces, con la frente llena de sudor y la boca reseca. Las paredes parecían doblarse y los sonidos de la calle eran cuchillos sónicos que retumbaban en mis sienes. Muchas noches me tiré al suelo en un llanto incontenible. Algo en mí se estaba ahogando.

Hubo un sueño que lo cambio todo: me encuentro en la antigua casa de una de mis tías. Es un domingo cualquiera con una mesa dispuesta de alimentos. Los rayos del sol asoman por la ventana y una plática cualquiera de sobremesa se desarrolla. Todo marcha bien. En mis terminaciones nerviosas se acumula una tranquilidad elástica, expansiva. De repente, uno de los comensales mira fijamente el ventanal por donde el sol esparce su brillantina. En el acto dice: “ahí va, ahí está nuestro asesino serial”. Volteó, mientras una sensación efervescente de ansiedad se apodera de mí, y veo a un hombre mayor sonriendo de manera mordaz en una escalera de caracol. El hombre lleva en la mano un muñeco de ventrílocuo. Nos mira de frente y comienza a descender, casi como un líquido, por los escalones de la escalera. Me acercó al ventanal para seguirle la pista. Veo que de rato en rato voltea para mascullar palabras a través del muñeco que cuelga de su mano. En mi cabeza acecha un pensamiento: “es inevitable, aquel hombre va entrar en nuestro hogar”. La ansiedad en mis terminacones nerviosas crece como lava en ignición. Corro rápido a la puerta para atrancarla. Ya no hay nadie en aquel comedor. Escucho los pasos del asesino acercarse. Cada vez más cerca. Trago un poco de saliva antes de sentir el terror en su forma más vívida, onírica. De golpe, siento que se mueve el picaporte de la puerta. No sé qué hacer. Me dejo caer lentamente al suelo y recargo mi espalda en la madera. El asesino empuja con fuerza. Sé que va a traspasar la puerta en cualquier momento. En el último instante, cubro mi cabeza con mis brazos. Por fin despierto con la clarividencia de la sonrisa mordaz del asesino a la mitad de mi mente.

Quizá fue flaqueza de espíritu o la innegable potencia del sueño, no sabría determinarlo con exactitud. Me acomodé a la orilla de la puerta con una fuerte tensión en mi mandíbula. Cuando vi que llegó y cerró la puerta de su casa, salí de inmediato de mi estancia. Salté la verja que cubría la entrada exterior. Me refundí en la parte de atrás entre muebles olvidados y macetas desvencijadas. Esperé y esperé, escondido en el rincón más oscuro de su alcoba. Cuando vi los primeros puntos de luz provenientes del otro cuarto, corrí hacia ella. Corrí hacia la luz. Aquella luz se convirtió, después de las primeras tasajeadas, en un espectáculo de llamas coloridas. Por fin había recorrido la distancia que separa al deseo de su realización...