La mujer dormida
Por Diego Bang Bang
Este escrito se lo robé
a Fernando León Baltazar. O, mejor dicho, la idea que navega a
través del río de estas letras fue lo que le robé. Cuando uno
pretende emprender vuelo en el arte de la tura literaria, uno se
acostumbra a hacer ese tipo de cosas. Robar, plagiar, parafrasear...
verbos, todos, referidos a un mismo eufemismo: hacerse pasar por
otro. La misma idea precedente la tomo prestada de Enrique Vila
Matas, quien a su vez -seguramente- la tomó prestada de otros
escritores; quienes a su vez...
León Baltazar me contó,
hace muchísimos años luz, de una mujer que amaba hasta el tuétano.
Me contó que tenía muchos planes con ella: bailar descalzos en los
anillos de Saturno, saltar los aros de fuego de los infiernos
dantescos y vencer las peripecias kafkianas de Tar. Me contó,
tristemente, que habían intentado el cultivo de un jardín y se había
marchitado. Que ni siquiera Isidro había podido salvar la vida. Me
contó que había hecho un recorrido por el sur más denso (repleto
de quimeras de un dinosaurio tricolor, el Reptil) y planeaba
hacer un recorrido de vuelta hasta el norte más tórrido. Me dijo,
como en un susurro electrónico, que planeaba hacerle una última
ofrenda a aquella mujer. Un poema tallado en piedra en las entrañas
de la Mujer Dormida. No volví a saber de él... por un tiempo.
En el ínterin sucedieron
algunas cosas: compartí una mujer con Clavijero, fracasé en mis
intentos de vida intelectual y me obsesioné con una gitana. En
alguna de las junturas de estos avatares, también comencé a leer a
Kawabata. Recordé tiempos antaños a lado de Ariadna; me recordé
lleno de esperanzas y utopías. Después del ejercicio en
retrospectiva, vino el ejercicio en prospectiva. Me vislumbré triste
y acabado, solitario. Nada extraño en el escenario de alguien que
desea desgranarse en letras.
Pasaron así varias
semanas: entre saltos de espacio (***) y elipsis borrascosas. Leía a
Kawabata y se me antojaba una anfetamina. Leía a Kawabata y pensaba
en la Mujer Dormida. En algún momento, todo se convirtió en
sincronía.
León Baltazar me envió
un correo. Me contaba algunas cosas acerca de su vida: mujeres,
trabajo y mucha literatura. Sin embargo, lo más importante era un
poema que había anexado y otros textos periodísticos. Los
recortes eran acerca del mito volcánico de la Mujer Dormida
(Iztaccihuatl). Cronologías y relatos diversos acerca de la
tradición oral. El poema, por otro lado, era una reinterpretación
muy íntima y portentosa; merecedora del premio Andrés Henestrosa.
Era un poema larguísimo, en la vena de
“Howl” de Ginsberg, que mezclaba de manera exquisita la tradición
oral prehispánica y la cosmovisión más profunda de la ciencia
ficción. Un oxímoron dedicado al mito, pretérito y futuro, de la
eterna Mujer Dormida.
El poema, ese mosaico
tralmafadoriano, se apoderó de mí en los días sucesivos.
El mito, según recuerdo dice Campbell, es de quien lo vive. Comencé
a vivir aquel mito de manera intensa: todas las noches ella llegaba a
mi cabeza y dormía mientras yo la soñaba durmiendo. Eran sueños
largos y con mucha textura. Eran sueños para el tacto. Las cortinas
de seda, su terso kimono, sus suaves pestañas...
Una noche, en alguno de esos sueños
táctiles, alejaba la mirada de ella. En un rincón yacía un ejemplar de
Kawabata. Las pastas estaban carcomidas y en el lomo se leía “La
casa de las bellas durmientes”. En el sueño caía en cuenta del
porqué de los rasgos orientales de la Mujer Dormida. Entonces, me
desnudaba y, con una sonrisa de complacencia en el rostro, me tendía
a un lado de ella. Tocaba su pelo y lo olía. Cerraba los ojos y
pensaba en el poema de León Baltazar. Le decía (entre ecos de
ensueño) : “Amigo, permíteme este haiku onírico acerca de
Iztaccihuatl”.