Caleidoscopio
Por Diego Bang Bang
En el principio fue un
mañana, como diría Spinetta. Una manía inesperada de ciencia
ficción. Una entrada subrepticia a la dimensión desconocida. ¿Que
no es posible? Todo es posible.
Un desterrado a voluntad con el
corazón hecho jirones. En un desierto plano y ramplón, deambulaba
con el albornoz del mendigo cósmico. Los pies le ardían de día y
le estrujaban por las noches. Alucinaba con la mujer espacial que
daba vueltas sobre el camino de arcoíris. Ella no necesitaba la
escafandra en el desierto, él, se decía para sus adentros,
necesitaría la tecnología sonar en el arcoíris. Acaso un encuentro
casual los habría de colocar en la misma órbita.
El arcoíris
desembocó, providencialmente, en una de las orillas del desierto
después de una tarde de cortinas de arena y aullidos de coyote. El
mendigo hundía sus pies en el oasis de horror mientras la mujer
espacial ya dibujaba en el aire su primera sinfonía. Él la miró a
lo lejos como el paisano mira la frontera autóctona. Si el desierto
le planteaba preguntas a borbotones, aquella mujer le ofrecía la
respuesta absoluta: el movimiento en medio de la nada. Por fin
desembarcó en su cisne de jengibre el cual brillaba en un dorado
incontenible. ¿Que no es posible? Todo es posible. Las variables de
tiempo y espacio en concomitancia, la nubes con sus bordes
desbordados. La cromática del arcoíris desdoblada. Para el mendigo
la visión comenzó a flaquear. Había tropezado y la miraba de
detrás de una cortina movediza. Quizá fuera la sed o el hambre o
sólo la altísima temperatura del desierto, pero su imagen se
presentaba irreal. Se iba con cada segundo que pasaba, se hacía más
borrosa. Y, de golpe, la profundidad del éter. La plena oscuridad.
Una densa gota de sudor,
quizá de vida, lo despertó de un sueño profundo. Los huesos le
dolían a más no poder. Las manos las tenía engarrotadas. En lo
alto un par de lunas brillaban centelleantes. ¿Cuánto tiempo ha
pasado desde que se lanzó aquel cohete? ¿Cuánto tiempo desde esa
inesperada mañana de despedida? ¿Cuánto tiempo desde el último
baile y la señal de despedida? La sequedad de la boca y el ardor de
las rodillas lo sacaron de las hendiduras mentales. El viento cantaba
con un flautín endemoniado. ¿Y la mujer espacial?, se cuestionó
repentinamente. Trató de mover el musculo principal de la
pantorrilla sin poder lograrlo. En ese momento era un alma errante en
un cuerpo engarrotado. Recordó una canción, la canción de su larga
estancia de hibernación. “Young Folks”, tan precisa para el
momento de debut y despedida. La había encontrado en el momento
menos perfecto, pero más perfectible. Él no envejecería y ella
tampoco, según los dictados de la tecnología en boga. Y de la
música se pasó al olor. Ese olor a hierba, a fresa, a pléyade. El
albornoz se sacudió en aquel momento y de alguna de las lejanías se
escuchaba un sonido rastrero. Después los cascabeles sonaron. En lo
alto el par de lunas semejaban luminarias artificiales, de algún
modo lo eran. De algún modo todo aquello lo era.
En el horizonte
despuntaban los primeros hilos del amanecer. Sus ojos sintieron la
marea dorada de luz y se abrieron con un resquemor levemente hostil.
A lo lejos, otra vez podía verse el arcoíris. Era una especie de
fractal. Los ramales crujían ante el azote del último grito del
anochecer. Ahí estaba, ahí seguía en la hora más oscura antes del
amanecer. Con el teatro de la mirada lleno de recuerdos terrenales. Y
entonces, al fondo como un punto de fuga, apareció ella. La enviada
por azar o la profeta por convicción. Cabalgaba en el lomo de
jengibre y su semblante se miraba despreocupado. Ni idea de dónde
venía ni adónde iba. Pasó de largo del camino multicolor. A cada
segundo se acercaba más y más. Hasta que se detuvo ante sus ínfimas
pestañas. Tuvo que cerrar los ojos en primera instancia porque el
resplandor era insoportable. Entonces, ella estiró su cuerpo con
soltura en dirección al suyo. Su mano se posó en su frente. Después
de hurgar en uno de los bolsillos de su traje luminiscente, le dio en
la boca una hierba. El sabor era fresco como una menta. Sin más,
aquel hermoso accidente de colores, se alejó. Por fin recobró un
poco de fuerza. Las luces del día despegaban con más brío. Las
lunas eran ya un boceto de gis espacial. Ella montaba el primer tramo
del arcoíris que se replegaba en la dirección de su paso. La última
visión de aquel hermoso accidente sideral fue la estampa de un
caleidoscopio en lo más alto del cielo.