Por Diego Bang Bang
¿Qué quiero de ti, Ciudad?
Río Churubusco, unidad
habitacional “Mujeres Ilustres”. Eran los tiempos de la cocaína.
Lulú aún se encontraba en la Ciudad. Era una tarde normal, gris
como todas. Decidimos comprar un gramo y algo de
marihuana. De pronto el monstruo citadino asomó: las nubes se
descolgaron, los conductores enloquecieron y los dealers
comenzaron a cerrar los pasillos. Aquello se convirtió en un
laberinto con decenas de bestias al acecho. Las ventanas se golpeaban
contra el concreto. Parecía que todos los rincones gritaban el
nombre de mi hermana. En algún momento tuve la sensación de sangre
en mis manos, en mi vientre, en mi nariz. Golpes invisibles,
contusiones de la desesperación. Corrimos y corrimos mientras los
corredores se asfixiaban. Todo laberinto tiene algo de alcantarilla.
Por fin salimos, afuera estaba Lulú con su tono de voz afable. Los
carros seguían su pasarela indiferente. Incluso algunas exhalaciones
solares se colaban de entre las nubes.
Calle Buentono, cerca de
metro Salto del Agua. En cuanto a esta Ciudad lo único que sé es
que hay que vivirla dos veces. En esta Ciudad nada es estático, ni
siquiera el recuerdo de Bolaño. Por eso volví a ir a los lugares
que frecuentábamos: Uta Bar, Las Escaleras, aquel rincón de Reforma,
alguna azotea de la Guerrero, los pastos del CNA, el elevador de la
Narvarte, el salón Bombay, El Alicia, las escaleras de la Cámara de
Diputados... La calle Buentono con sus tarjetas explicativas: “DIEGO:
Es romántico y un poco posesivo”. Camino y camino en este viaje de
revisitación citadina.
Desnivel de Viaducto,
ellos pasan mientras nosotros nos petrificamos. Los carros son peces
que se desgranan segundo a segundo. A esta hora de la mañana todo
parece vivo, hasta las sombras de los perros. Me basta, entonces,
cerrar los ojos para imaginar un escenario. Después imaginarte a ti
a mi lado. Vamos a arriesgarnos, vamos a enamorarnos sin tocarnos. El
escenario se divide en dos, una línea invisible lo separa. Somos
peces enfrascados en espacios contiguos, citadinos. Somos seres
extraños que necesitamos de la distancia para gustarnos. Por momentos
a alguno de los dos nos gana la ansiedad y expresamos de más el
gusto mutuo. Me siento en algún rincón del escenario y vuelvo a
imaginar: “Me gustas en superlativo”, te digo en un recuerdo
futuro. Abro los ojos y sigues en esa distancia cercana. Una lejanía
cercana tensada por el deseo. Lees y hueles los libros que lees.
Quiero decirte que el polvo es compañero inseparable de los libros,
pero me contengo. Eres tan hermosa (“me gustas en superlativo”)
en la utopía. En mi utopía. Abro los ojos y los coches siguen con
su pasarela indiferente. Las sombras de los perros ya no parecen tan
vívidas. Me basta sonreír para digerir tu futuro recuerdo.
Calle Lucerna, muy cerca
del Museo del Chocolate. A las tres o cuatro de la tarde todos
descienden a las fondas de la colonia. Comen mientras tratan de no
remojar las corbatas en los diferentes caldos de comida. Algunos
otros hacen círculos alrededor de la canasta de tacos o del comal de
las garnachas. Las nubes casi no se ven debido a los múltiples
edificios. Los parquimetros son el nuevo objeto de enojo: mujeres que
pelean con los botones de la máquina; franeleros que ahora son
lagartijas que toman el sol de tiempo completo. Es un tanto chocante
que la mayoría de las calles de esta zona ostenten nombres europeos.
Nada más aspiracional y engañoso. Más de uno las habrá imaginado
con nombres prehispánicos. Extremo, de igual manera, ridículo. Si
se mira esta calle, amable Lucerna, desde la avenida principal
(Reforma) parece la punta de una lanza. ¿Se podrá conocer una calle
por completo? Conocer cada uno de sus rincones, cada uno de sus
gatos, cada una de sus aceras. En algún lugar leí acerca del
personaje de la cámara, aquel que grabaría todo el tiempo una calle
del centro de la Ciudad. Tendré que buscarlo para hacer algo
parecido con Lucerna.