> Arcanum VI: noviembre 2013

jueves, 28 de noviembre de 2013

D. (el) F. (os) [II]


Por Diego Bang Bang

¿Qué quiero de ti, Ciudad?

Río Churubusco, unidad habitacional “Mujeres Ilustres”. Eran los tiempos de la cocaína. Lulú aún se encontraba en la Ciudad. Era una tarde normal, gris como todas. Decidimos comprar un gramo y algo de marihuana. De pronto el monstruo citadino asomó: las nubes se descolgaron, los conductores enloquecieron y los dealers comenzaron a cerrar los pasillos. Aquello se convirtió en un laberinto con decenas de bestias al acecho. Las ventanas se golpeaban contra el concreto. Parecía que todos los rincones gritaban el nombre de mi hermana. En algún momento tuve la sensación de sangre en mis manos, en mi vientre, en mi nariz. Golpes invisibles, contusiones de la desesperación. Corrimos y corrimos mientras los corredores se asfixiaban. Todo laberinto tiene algo de alcantarilla. Por fin salimos, afuera estaba Lulú con su tono de voz afable. Los carros seguían su pasarela indiferente. Incluso algunas exhalaciones solares se colaban de entre las nubes.

Calle Buentono, cerca de metro Salto del Agua. En cuanto a esta Ciudad lo único que sé es que hay que vivirla dos veces. En esta Ciudad nada es estático, ni siquiera el recuerdo de Bolaño. Por eso volví a ir a los lugares que frecuentábamos: Uta Bar, Las Escaleras, aquel rincón de Reforma, alguna azotea de la Guerrero, los pastos del CNA, el elevador de la Narvarte, el salón Bombay, El Alicia, las escaleras de la Cámara de Diputados... La calle Buentono con sus tarjetas explicativas: “DIEGO: Es romántico y un poco posesivo”. Camino y camino en este viaje de revisitación citadina.

Desnivel de Viaducto, ellos pasan mientras nosotros nos petrificamos. Los carros son peces que se desgranan segundo a segundo. A esta hora de la mañana todo parece vivo, hasta las sombras de los perros. Me basta, entonces, cerrar los ojos para imaginar un escenario. Después imaginarte a ti a mi lado. Vamos a arriesgarnos, vamos a enamorarnos sin tocarnos. El escenario se divide en dos, una línea invisible lo separa. Somos peces enfrascados en espacios contiguos, citadinos. Somos seres extraños que necesitamos de la distancia para gustarnos. Por momentos a alguno de los dos nos gana la ansiedad y expresamos de más el gusto mutuo. Me siento en algún rincón del escenario y vuelvo a imaginar: “Me gustas en superlativo”, te digo en un recuerdo futuro. Abro los ojos y sigues en esa distancia cercana. Una lejanía cercana tensada por el deseo. Lees y hueles los libros que lees. Quiero decirte que el polvo es compañero inseparable de los libros, pero me contengo. Eres tan hermosa (“me gustas en superlativo”) en la utopía. En mi utopía. Abro los ojos y los coches siguen con su pasarela indiferente. Las sombras de los perros ya no parecen tan vívidas. Me basta sonreír para digerir tu futuro recuerdo.

Calle Lucerna, muy cerca del Museo del Chocolate. A las tres o cuatro de la tarde todos descienden a las fondas de la colonia. Comen mientras tratan de no remojar las corbatas en los diferentes caldos de comida. Algunos otros hacen círculos alrededor de la canasta de tacos o del comal de las garnachas. Las nubes casi no se ven debido a los múltiples edificios. Los parquimetros son el nuevo objeto de enojo: mujeres que pelean con los botones de la máquina; franeleros que ahora son lagartijas que toman el sol de tiempo completo. Es un tanto chocante que la mayoría de las calles de esta zona ostenten nombres europeos. Nada más aspiracional y engañoso. Más de uno las habrá imaginado con nombres prehispánicos. Extremo, de igual manera, ridículo. Si se mira esta calle, amable Lucerna, desde la avenida principal (Reforma) parece la punta de una lanza. ¿Se podrá conocer una calle por completo? Conocer cada uno de sus rincones, cada uno de sus gatos, cada una de sus aceras. En algún lugar leí acerca del personaje de la cámara, aquel que grabaría todo el tiempo una calle del centro de la Ciudad. Tendré que buscarlo para hacer algo parecido con Lucerna.

lunes, 18 de noviembre de 2013

D. (el) F. (os)

Por Diego Bang Bang

¿Qué quieres de mí, Ciudad?

Para mí la ciudad se presenta como un juego de azar. Para mí no hay nada más serio que un juego. Luego entonces: la ciudad es la rayuela, la escenografía, la arquitectura, la caligrafía, incluso... la superestructura. Mientras deambulo encuentro miles de motivos para imaginar miles de mitologías; miles de vestigios para recobrar antiguas chamanerías.

Por ejemplo, Izazaga. Es diciembre, aunque es noviembre. Los fríos ya rayan las mejillas y entumen los pómulos. Tengo cerca de una hora y media para caminar. Avanzo y me doy cuenta que me ha hecho mal, pero bien leer a Robert Walser. Mal porque mis ojos no encuentran la belleza que él sí podría; bien porque, al menos, ahora he comenzado a buscar esa belleza escondida.

Chapultepec, por ejemplo. Acá las cosas son un poco más lujosas. Hay mujeres hermosas en bicicleta y sus bufandas ondean como elegantes pendones. Este juego en serio me ha llevado a una pequeña plaza que no parece mexicana. Pienso, de pronto, en lo caro que deben ser las rentas en esta colonia. En el centro de la pequeña plaza, una gigantesca estatua rodeada de agua fuente. Es una escultura griega. Me dan ganas de mojarme, pero recuerdo que son las nueve de la mañana. Mejor no, mejor otro día...

República de Chile o Salvador, no me acuerdo. Este personaje decide no pasear. Ha comprado una cámara de video y vive de los ahorros que generó mientras trabajaba para una empresa explotadora. Ha decidido grabar todo lo que sucede frente a su balcón: las viejas locas, los viejos pervertidos, las mujeres ninfómanas y los borrachos de tiempo completo. Hasta ahora sólo ha grabado a un pájaro que caga mientras cuelga de los cables de la luz. Hizo un paneo a la derecha y se detuvo en un par de tenis colgados. Ha decidido bajarlos...

Niños Héroes: el olor es de tamal con alcantarilla. Camina, camina y vuelve a caminar... Se encuentra con un escaparate giratorio. Tarjetas pequeñas rotuladas con cientos de nombres. Se detiene: Ariadna, Itzel, Damina... El primero es hebreo, el segundo es prehispánico, el tercero algo tiene que ver con los gitanos. Viene cada uno de los horoscopos de esas damas. Mientras lee, niega con la cabeza. “Ellas no eran así”, se dice. Aún así, saca su teléfono celular. Fotografía cada uno de los nombres especiales. Llega a la oficina e ignora la bandeja de entrada con los pendientes del día. Manda a cada una de ellas el nombre con su explicación. Algo se mueve y se remueve en su pecho. ¿Es la nostalgia?

Allende, verbigracia. Se saludan de beso, casi en la boca. Él pide una cerveza mientras ella pasea, ¿involuntariamente?, su lengua ávidamente. Se retira y él mira el suculento trasero. Piernas fornidas, nalgas bien paraditas. Chichis puntiagudas. Y pensar que no ha cogido en tanto tiempo. Ya hasta ha perdido la cuenta. Poco recuerda de una vagina (a lo mejor y sí tienen dientes), sobre todo en cuanto al olor de la misma. Ella regresa y saca el cambio de su cangurera. Él tiene la verga enhiesta y recuerda cómo gemía aquella perra. Recuerda el tacto de su tanga y también la sensación húmeda de aquella vagina. Bebe de la cerveza... de pronto recuerda a Ariadna embarazada. Mira cómo pasan los coches por la avenida (Allende, verbigracia). Sabe que es un castrado a voluntad.

Cítrico con cafeína fue el sabor de nuestro encuentro. ¿Reforma o Garibaldi? Ambas, por ejemplo. Siento que algo se ha descuadrado: ¡malditas endorfinas! Mientras hablas tus dientes se vuelven un hermoso vals. Vuelves a mancillar tus labios con un penetrante carmín. Sigues riendo y nuestras manos ya conspiran. ¿Fuera de lugar? Nunca, nunca. Cruzas la pierna, la necesidad es mucha. Cierro los ojos y vuelves a estar ahí o, más bien, allá... Mejor no te digo lo que pienso. La sensación es mucha. ¡Cuidado! El amor se acerca. ¿Alguien podría decírselo? Porque yo no puedo y ya debería...