Por Diego Bang Bang
A veces uno se cierne sobre la tristeza, confina su cabeza en ese recoveco y describe un movimiento estrepitoso a su alrededor. No hay mejor forma de llamar la atención que caminar (cabizbajo) por la línea del dolor, el sufrimiento y/o la tragedia. Vive (ese hombre) enclaustrado en cuatro paredes ilosorias: esas paredes le muestran la esperanza, un horizonte prometedor y, sin embargo, el decurso de la vida --esa abstracción impúdica-- se ajustará al devenir de la melancolía. Alguna vez ese hombre ha padecido una enfermedad, sus huesos afligidos parecen quebrarse, su corazón empequeñecido palpita lentamente, su cabeza parece explotar en diminutos fragmentos... Quizá, ese hombre, piense en la Muerte o: ¿será que sólo pueda pensar en su muerte? Quizá cierre los ojos y encuentre el éter y, como animal entrampado, patalee en un acto inefable de desesperación.
Da vuelta en una esquina (cualquiera), busca algo en sus bolsillos y entra en la cantina más cercana. Busca, a la manera de los viejos tiempos, una mujer digna de ser deseada: una mujer cuya efigie esté labrada por la máscara masculina de Dios. Por supuesto, él no cree en Dios porque en su personalidad no existe la templanza para encontrar ese concepto, esa noción, esa vivencia. Por mucho tiempo formuló preguntas sin encontrar respuestas: ahora la vida se presenta en experientia. Todo su derredor son causas y efectos inmediatos, preguntas banales y sentimientos fugaces, caricias engañosas y promesas resquebrajadas...
En el tercer párrafo encuentra una bebida: la mira desde todas las perspectivas posibles. Una salida del caos sentimental, una entrada al averno animal, la caída de la formas civilizadas, Freud embotellado, el elixir Bukowskiano, el perenne aliento de un perdedor, la alcantarilla perfumada. Por fin bebe aquel líquido, levanta la mirada y la clava en el hombre a su lado: parece un perdedor igual que él. Ese otro hombre no toma whiskey ni tampoco vodka. Prefiere lo sencillo, prefiere un poco de brandy con coca. Su mirada (la de ese otro hombre) describe una línea recta al suelo: parece estar buscando un guijarro con el cual poder desprenderse de sus penas. Su barba escuálida soporta una gota de sudor, su cabello canoso tirita en el instante mismo que su mano desciende su vaso, su camisa desgastada cubre su flácido cuerpo. Ese hombre voltea, entonces, y profiere una sonrisa pusilánime hacia mí, en el instante lo reconozco: ese hombre desgarbado ha estado dentro de mí desde hace mucho tiempo. Su nombre, su nombre ha resonado mucho tiempo en mis tímpanos e incluso sus vivencias han marcado mi existencia... Ese otro hombre, tal vez, soy yo o tal vez es alguien más...
Da vuelta en una esquina (cualquiera), busca algo en sus bolsillos y entra en la cantina más cercana. Busca, a la manera de los viejos tiempos, una mujer digna de ser deseada: una mujer cuya efigie esté labrada por la máscara masculina de Dios. Por supuesto, él no cree en Dios porque en su personalidad no existe la templanza para encontrar ese concepto, esa noción, esa vivencia. Por mucho tiempo formuló preguntas sin encontrar respuestas: ahora la vida se presenta en experientia. Todo su derredor son causas y efectos inmediatos, preguntas banales y sentimientos fugaces, caricias engañosas y promesas resquebrajadas...
En el tercer párrafo encuentra una bebida: la mira desde todas las perspectivas posibles. Una salida del caos sentimental, una entrada al averno animal, la caída de la formas civilizadas, Freud embotellado, el elixir Bukowskiano, el perenne aliento de un perdedor, la alcantarilla perfumada. Por fin bebe aquel líquido, levanta la mirada y la clava en el hombre a su lado: parece un perdedor igual que él. Ese otro hombre no toma whiskey ni tampoco vodka. Prefiere lo sencillo, prefiere un poco de brandy con coca. Su mirada (la de ese otro hombre) describe una línea recta al suelo: parece estar buscando un guijarro con el cual poder desprenderse de sus penas. Su barba escuálida soporta una gota de sudor, su cabello canoso tirita en el instante mismo que su mano desciende su vaso, su camisa desgastada cubre su flácido cuerpo. Ese hombre voltea, entonces, y profiere una sonrisa pusilánime hacia mí, en el instante lo reconozco: ese hombre desgarbado ha estado dentro de mí desde hace mucho tiempo. Su nombre, su nombre ha resonado mucho tiempo en mis tímpanos e incluso sus vivencias han marcado mi existencia... Ese otro hombre, tal vez, soy yo o tal vez es alguien más...