Nuestra
historia fue de esas canciones impredecibles. De ritmo descuadrado, de
estructura derramada, de armonía coloreada por un solo larguísimo pergeñado a
través de colores pálidos.
‘¿De
qué sirve un corazón que no ha sufrido?’, me decías siempre. Mientras apoyabas
los codos sobre alguna mesa de bar o cantina. Luego supe de la raigambre de esa
pregunta. Un plagio voluntario a tu dramaturgo favorito. Esa pregunta ya la
habías hecho antes, con otros amantes, en otros tiempos. No importaba entonces,
como no importa ahora, porque lacerar el corazón es una tarea inacabada todo el
tiempo. Aunque en aquellos tiempos no lo supiéramos. Como no lo sabemos ahora
tampoco.
‘¿De
qué sirve un corazón que no ha sufrido?’, vuelvo a escribir en la orilla de una
hoja rota. La pregunta invisible para los neófitos del dolor. Pregunta perdida
que regresa a las manos del zapatero; a los pies del triste amanuense. Por
magia volitiva, la llevo en lo más alto de las manos y en la parte más baja de
los pies. Repta a lo largo de todo mi cuerpo. Llega al corazón y vuelca. Como
vuelcan las olas en su naturaleza más ignota.
Y,
sin embargo, alguien siempre debe hacerlo. Desde la punta más impúdica hasta la
base más furibunda. Romper el corazón. Partirlo, dividirlo, escindirlo… ¡Oh
Jesús… etcétera!
Desde
aquel día fuiste invierno fantasmal, un pequeño infierno presencial. ‘¿De qué
sirve un corazón que no ha sufrido?’, para entonces sólo un espejismo tramado
por las flores de invierno del Río Nevá. Entonces lo supimos: el amor es una
plaga y deja marcas criminales en la piel. ¡Oh Jesús… etcétera!
No
te equivocas cuando aseguras que he estado bebiendo. Tampoco te equivocas al
pedirme que asesine la avenida del pasado. Pero antes debía desaparecer en el
resplandor citadino. Para poder
desvestirte nuevamente. Raina, deseo vehementemente volver a brillar en tus
hermosas pupilas. ¿En qué estaba pensando el día que decidí romper tu corazón?
Nuestra
historia fue una de esas canciones llena de versos tristes, construida a través
de cuestionamientos pueriles. De ritmo descuadrado, de estructura derramada, de
colores pálidos. Y, sin embargo, siempre alguien debe volver a ejecutarla.
Te
amo, Raina. Tan sólo soy ese hombre que te ama.