> Arcanum VI: diciembre 2014

domingo, 28 de diciembre de 2014

Introducción a la podredumbre: Gaby's been working for the drug gang


Por Diego Bang Bang

La colonia Guerrero siempre me ha parecido un terruño citadino habitado por fantasmas. De cuando en cuando, no obstante, me he dado cuenta que otro tipo de númenes asoman. Entes acatrinados se pasean por antiguas vecindades, pachucos de bombín y traje de lentejuela. Pequeños hombres lobo asomados sobre los epitafios del Panteón de San Fernando.

Esta historia comienza con un aullido sordo. El aullido de un pequeño hombre lobo homosexual. Aterido de miedo, en plena agonía. Un aullido sordo que transmina por entre los cimientos y los ladrillos y las alcantarillas. Un aullido convertido en lamento cuando se monta en los rieles de la historia de esta Colonia. Lamento escuchable sólo en los distintos salones de baile que atiborraban la avenida Guerrero en los años sesenta. Un lamento jolgorio.

Un lamento que ha perdurado a lo largo de la historia particular de la colonia. Muchos podrán escribir y reflexionar la historia de sus calles, de sus personas, de sus personajes. Aún así el lamento permanece inconmensurable, potente. Un ruido de fondo colgado de la pequeña boca de una lata que narra el terror subyacente en todas sus vecindades, en todas sus azoteas y en todas sus bocacalles.

El desarrollo de mi adicción se dio en este contexto. Contexto: esa palabra tan gris y fuera de foco porque cuando la decimos no decimos nada. Porque cuando por fin rasgo el envoltorio de la crackatoa no pienso en ella. No pienso en los laboratorios ni en los buques marítimos ni en la cuentas bancarias necesarios para poder tenerla en mis neuronas.

Hubo un tiempo, un lapso de este contexto que les cuento, en el que todas las noches me paraba en algún punto de la calle Héroes. El tiempo me atravesaba, pero el tiempo era la última cosa importante en la vida. El tiempo lo medía por la distancia entre una dosis de crackatoa y la siguiente. A veces los días los terminaba con la garganta llena de cobre y los intersticios de los dientes y las muelas llenos de semen.

El desarrollo de mi adicción se dio bajo la consigna de ese derrotero. Nunca imaginar la vida más allá de los 35, nunca imaginar un cuerpo esbelto y bonito, nunca dejar que las tentaciones de la convencionalidad se apoderaran de mí. No al príncipe azul, no a la casa bien amueblada, no a la mascota y no a la perpetuación de la especie humana.

Conforme el humo cobrizo corría por entre mis pulmones la vida iba secando esas tentaciones frescas. Para cuando llegaba el amanecer con sabor a látex, mi ideario ya formaba parte de la Vox Thanatos. Los primeros hilos de luz me contaban la muerte de mi madre, el destino trágico de mi padre ausente. El dolor inmenso del amor.

Más de una vez desperté rodeada de cartones y chatarra en el cruce de Reforma y Eje 1. Entre vestigios de botellas de Tonayán y cobijas con olor a mierda. Más de una vez me platicaron mis escapadas a los hoteles con viejos de la tercera edad. Más de una vez la rodilla raspada, los codos amoratados, los ojos cerrados. En plena oscuridad abisal, sin asomo del caleidoscopio.

Ciertas tardes podía comprender el aullido; algunas otras el lamento jolgorio.

El aullido lo comprendía en las noches de compañía. Cuando el escritor Juan Antonio Castañeda doblaba la esquina de su voluntad y se decidía a estar entre mis piernas. Eran noches hermosas. Juan me contaba de sus otras mujeres y de su vida en familia. Sin embargo, lo que más me gustaba era cuando me escuchaba. Le contaba mis pesadillas, mis sensaciones, mis recuerdos. Él fruncía el ceño mientras fumaba o bebía un poco de cerveza. Siempre terciaba mis relatos con monosílabos o pequeñas onomatopeyas. Juan siempre ha sido un gran tipo. Incluso cuando sólo me dejaba $ 20 pesos para seguirmela. Me decía que ciertas semanas ganaba más en el periódico para el que escribía. En otras menos y por eso sólo tomábamos tepache y comíamos garnachas antes de tenerlo entre mis piernas.

Cuando Juan partía por la mañana, comenzaba el aullido. Muy vivo en mi cabeza, se colgaba de todos los aparejos viejos de los hoteles. Reptaba por las paredes y se desprendía de los azulejos derruidos. Muy vivo en mi cabeza, se lanzaba desde mis entrañas y en pequeños espasmos me sacudía todavía en la cama. Entonces el aullido ya no sólo era interno. Comenzaba a extenderse al salir a la calle y al vislumbrar las rejas mal pintadas. Un aullido no sólo convertido en sonido, sino también en imagen y sensación. La sinestesia propicia para alguien como yo, quien ha vivido toda la vida entre fantasmas, pachucos pervertidos y hombres lobo homosexuales.