Por Diego Bang Bang
La
colonia Guerrero siempre me ha parecido un terruño citadino habitado
por fantasmas. De cuando en cuando, no obstante, me he dado cuenta
que otro tipo de númenes asoman. Entes acatrinados se pasean por
antiguas vecindades, pachucos de bombín y traje de lentejuela.
Pequeños hombres lobo asomados sobre los epitafios del Panteón de
San Fernando.
Esta
historia comienza con un aullido sordo. El aullido de un pequeño
hombre lobo homosexual. Aterido de miedo, en plena agonía. Un
aullido sordo que transmina por entre los cimientos y los ladrillos y
las alcantarillas. Un aullido convertido en lamento cuando se monta
en los rieles de la historia de esta Colonia. Lamento escuchable sólo
en los distintos salones de baile que atiborraban la avenida Guerrero
en los años sesenta. Un lamento jolgorio.
Un
lamento que ha perdurado a lo largo de la historia particular de la
colonia. Muchos podrán escribir y reflexionar la historia de sus
calles, de sus personas, de sus personajes. Aún así el lamento
permanece inconmensurable, potente. Un ruido de fondo colgado de la
pequeña boca de una lata que narra el terror subyacente en todas sus
vecindades, en todas sus azoteas y en todas sus bocacalles.
El
desarrollo de mi adicción se dio en este contexto. Contexto: esa
palabra tan gris y fuera de foco porque cuando la decimos no decimos
nada. Porque cuando por fin rasgo el envoltorio de la crackatoa no
pienso en ella. No pienso en los laboratorios ni en los buques
marítimos ni en la cuentas bancarias necesarios para poder tenerla
en mis neuronas.
Hubo un
tiempo, un lapso de este contexto que les cuento, en el que todas las
noches me paraba en algún punto de la calle Héroes. El tiempo me
atravesaba, pero el tiempo era la última cosa importante en la vida.
El tiempo lo medía por la distancia entre una dosis de crackatoa y
la siguiente. A veces los días los terminaba con la garganta llena
de cobre y los intersticios de los dientes y las muelas llenos de
semen.
El
desarrollo de mi adicción se dio bajo la consigna de ese derrotero.
Nunca imaginar la vida más allá de los 35, nunca imaginar un cuerpo
esbelto y bonito, nunca dejar que las tentaciones de la
convencionalidad se apoderaran de mí. No al príncipe azul, no a la
casa bien amueblada, no a la mascota y no a la perpetuación de la
especie humana.
Conforme
el humo cobrizo corría por entre mis pulmones la vida iba secando
esas tentaciones frescas. Para cuando llegaba el amanecer con sabor a
látex, mi ideario ya formaba parte de la Vox Thanatos. Los
primeros hilos de luz me contaban la muerte de mi madre, el destino
trágico de mi padre ausente. El dolor inmenso del amor.
Más de
una vez desperté rodeada de cartones y chatarra en el cruce de
Reforma y Eje 1. Entre vestigios de botellas de Tonayán y cobijas
con olor a mierda. Más de una vez me platicaron mis escapadas a los
hoteles con viejos de la tercera edad. Más de una vez la rodilla
raspada, los codos amoratados, los ojos cerrados. En plena oscuridad
abisal, sin asomo del caleidoscopio.
Ciertas
tardes podía comprender el aullido; algunas otras el lamento
jolgorio.
El
aullido lo comprendía en las noches de compañía. Cuando el
escritor Juan Antonio Castañeda doblaba la esquina de su voluntad y
se decidía a estar entre mis piernas. Eran noches hermosas. Juan me
contaba de sus otras mujeres y de su vida en familia. Sin embargo, lo
que más me gustaba era cuando me escuchaba. Le contaba mis
pesadillas, mis sensaciones, mis recuerdos. Él fruncía el ceño
mientras fumaba o bebía un poco de cerveza. Siempre terciaba mis
relatos con monosílabos o pequeñas onomatopeyas. Juan siempre ha
sido un gran tipo. Incluso cuando sólo me dejaba $ 20 pesos para
seguirmela. Me decía que ciertas semanas ganaba más en el periódico
para el que escribía. En otras menos y por eso sólo tomábamos
tepache y comíamos garnachas antes de tenerlo entre mis piernas.
Cuando
Juan partía por la mañana, comenzaba el aullido. Muy vivo en mi
cabeza, se colgaba de todos los aparejos viejos de los hoteles.
Reptaba por las paredes y se desprendía de los azulejos derruidos.
Muy vivo en mi cabeza, se lanzaba desde mis entrañas y en pequeños
espasmos me sacudía todavía en la cama. Entonces el aullido ya no
sólo era interno. Comenzaba a extenderse al salir a la calle y al
vislumbrar las rejas mal pintadas. Un aullido no sólo convertido en
sonido, sino también en imagen y sensación. La sinestesia propicia
para alguien como yo, quien ha vivido toda la vida entre fantasmas,
pachucos pervertidos y hombres lobo homosexuales.