> Arcanum VI: 2013

domingo, 29 de diciembre de 2013

Dolencias II (Cruda existencial)


Por Diego Bang Bang

Las sienes me pulsan como un par de cuerdas mal afinadas, en mis ojos se desplazan manchas Rorschach de manera indefinida. Me duelen las articulaciones: me siento como un cúmulo de engranajes sin aceitar. En mitad del pecho siento un ardor resquemante y mi pestilencia es tan sulfurosa que es digna de cualquier alcantarilla. Después de dormir algún tiempo, mi sudor se ha vuelto más viscoso y mi piel estomacal yace tumefacta. La horma de mis tendones está descompuesta, distendida. En mi cabeza las imágenes se suceden de manera silenciosa y aleatoria; por momentos me doy cuenta de lo absurdas que son.

Entonces mi cuarto se comienza a llenar de una atmósfera muy peculiar: las tonalidades de los colores se vuelven más opalinas. Sin embargo, el brillo de las cosas es más penetrante. En los rojos se percibe la sangre, en los verdes la podredumbre de los canales abiertos, en los amarillos hay algo de orines. No importa cuántas posiciones haya ensayado sobre mi cama, el cuarto lo inunda todo con estas sensaciones. Cuando cierro los ojos, los colores permanecen en la oscuridad, se mueven en volutas circulares que hacen presentir una sórdida locura.

En el baño la sensación se vuelve más húmeda, pero no menos pérfida. Abro la boca frente al espejo sólo para corroborar la sensación de mi lengua pastosa. Mis ojos están más amarillos que de costumbre y delgados ríos rojos extienden sus cauces sobre ellos. Me dan ganas de arrancar las uñas, una a una. De reposar mi brazo derecho en el tracto digestivo de la taza de baño y de permanecer ahí hasta volverme uno con la mierda.

Vuelvo al encierro de mi cuarto y, con ello, al de la cruda. Mi madre desliza un cuchillo de carnicero por debajo de mi puerta. Mi padre pasa un martillo por el umbral de mi ventana. Ambos me piden que extienda las manos en la superficie de la mesa. Acto seguido tengo que comenzar a picar y martillear entre los espacios de los dedos. Cada vez más rápido, cada vez más ríspido. Decido prender la luz antes de perderme en sus carcajadas.

Con la luz encendida tengo la sensación de que una rata se ha metido a mi cuarto. Un sonido de carraspeo así me lo hace sentir. Una pequeña garra de fauna urbana que escarba entre mis neuronas. Se mueve: ahora está entre mis libros. Su boca roe mis libros favoritos. Imagino sus ojos grisáceos que no pueden verme, pero pueden comerme. Se ha metido a mis ropas: descansa a sus anchas en mi chamarra de pana. Y entonces es cuando escucho los ciempiés de las cucarachas, un centenar de manchas cobrizas que palpitan sobre las paredes de mi cuarto. La cruda, alguna vez escribió Ruvalcaba, es tirarle tu sensibilidad a las cucarachas. Pues, mi sensibilidad se pasea con las cucarachas ahora mismo y se escurre por las rendijas de mi ventana.

Escucho los pasos de los vecinos, sus risas, sus canciones de domingo. Es cuando más pienso: ¿soy igual de patético? Alguna vez pensé en entrar a hurtadillas a sus casas y corroborar quiénes son en realidad. Aunque son entes “cercanos”, la sensación es que son los más absolutos desconocidos. Me asomo por la ventana y veo su ropa interior movida por el viento. Veo a sus mascotas, sus antenas y sus coches. Veo la pura y auténtica náusea. No quisiera ser ellos y sé que ellos no quisieran ser yo. Hay un odio mutuo que nos hace sobrevivir y tener algo en común. El amor es una forma negativa del odio. La cruda así me lo ha hecho ver mientras las moscas panteoneras me persiguen a todas partes.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Dolencias I (El juicio de las muelas)


Por Diego Bang Bang

Cada día la vida me duele más y ese dolor es, cada día, más tangible. Después de pasar la incómoda crisis identitaria de la adolescencia hay un momento en el que todo es muy (¿cómo decirlo?) fenomenológico. Así lo siento ahora, mientras aún tengo gasas en el departamento trasero de mi dentadura. Mientras la garganta toda me sabe a hierro y las sienes me pulsan; mientras la anestesia se apoltrona sobre mi rostro.

Sabrá el sentido común y el sentir popular así como la conciencia milenaria el porqué de llamarles muelas del juicio. No dudo que tengan relación con un período antropológico (simbólico, por ende) en el que la aparición de ese conjunto de keratina significara algo denominado juicio. Sin embargo, en nuestras días y dada nuestra condición líquida, pienso que es una superchería seguir llamándolas de ese modo.

La verdad es que la aparición de dichas muelas no me han traído nada del mentado juicio. No me siento ni más lúcido ni más centrado y, mucho menos, en el rumbo de “sentar cabeza” como dirían las personas chapadas a la antigua. Tampoco lo he visto en ninguno de mis amigos... bueno, no al menos en el caso de que juicio se encuentre en el remolino semántico de criterio, serenidad y cierta paz interna.

Y en el hipotético caso de que juicio se mueva en el terreno semántico de “convención”, “lugar común”o “buena conciencia”, entonces conozco a muchas personas juiciosas. No los juzgo, cada quien sus muelas. Lo menciono como mero mecanismo de fuego amigo, por el principio de inseguridad que encierra mi personalidad.

Regresemos, si las caries me lo permiten, a lo fenomenológico; es decir, a los sacamuelas. Pocos actos anatómicos pueden considerarse verdaderamente fenómenos como la extracción de una muela. La extracción es un acto de violencia pura. Un atentado a la desfachatada boca, un escarnio a la fuente de habladurías y mentiras (para cuando suceda dicha extracción habrás dicho muchas pinches mentiras). En ese caso, dejan de ser las muelas del juicio y se convierten en agentes de un acto volitivo: el juicio de las muelas.

Juicio que te llevará a pensar en lo mierda que ha sido toda tu vida. En las tonterías familiares (halagos principalmente) que has creído. En los fracasos amorosos que te han llevado a un momento de escepticismo infranqueable. A darte cuenta de lo poco promisorio que se antoja tu carrera profesional (mejor ser el sacamuelas que el escritor al que le sacan las muelas). Juicio que se colgará más en tu conciencia si la anestesia es realmente buena.

En fin, al salir del dentista todo se arremolina en un mismo centro: el sabor amargo, la parálisis facial y el pensamiento quebrado. Entonces, lo único que queda es apretar el paso en busca de varios analgésicos: una pastilla de naproxeno, mucha pornografía y un poco de poesía: “Lo cotidiano podrá ser una manifestación modesta de lo absurdo, pero aunque Dios ―encarnado en algún sacamuelas― nos obligara a localizar todas nuestras esperanzas en los escarbadientes, la vida no dejaría de ser, por eso, una verdadera maravilla”.

domingo, 8 de diciembre de 2013

D. (el) F. (os) [III]


Por Diego Bang Bang


Danieri pasea los ojos por los tubos oxidados de los puestos de la Lagunilla. A esa hora parecen un cementerio de metal, un esqueleto derruido sin carne. En el muro grisáceo de polaroids vehiculares son pocos los carros de color rojo. Un rojo que se escurre por el sistema digestivo de Danieri. Más allá del dolor de brazos y piernas, le duele la cabeza. Pero no como un dolor físico propiamente, se diría que le duelen los pensamientos que son recuerdos e imágenes. Cierra por un momento los ojos y comienza el carrusel: un charco de sangre en Garibaldi, uno en Tepito y el último en la Lagunilla. La luz de los establecimientos nocturnos, según esta lógica memoriosa, los hace más vívidos. Una sensación de asfixia, entonces, revolotea en su cabeza. Los recuerdos se le han subido a la cabeza. Por su garganta la sangre sigue su paso cansino. En su estómago imagina un lago de sangre: un signo inequívoco de destrucción, de muerte. Ahora esa quimera formará parte del carrusel sangriento. Danieri cede a la debilidad de sus piernas. Posa las entumidas nalgas sobre el concreto y su espalda absorbe la frialdad de la cortina de hierro. Cierra los ojos y se vuelve a dejar llevar por el carrusel sangriento.

¡Recuerdan la canción del homosexual en el primer disco de La Maldita Vecindad? Pues, resulta que no se llamaba Rafael, sino Mario. Cuando la escribieron decidieron cambiar el nombre para no revelar la identidad del personaje. Aunque a Mario no le hubiera importado, pero ya ven que los integrantes de esa agrupación eran respetuosamente disidentes. Lo supe en una cantina de la calle Palma, muy cerca de la calle Madero y a poca distancia de la calle Donceles. Aquella tarde llegué con Fernando León y Erick Arqueles a La Montañesa. A falta de un lugar exclusivo, nos invitaron a sentar en la mesa de un viejo de lentes grandes y barba blanca. Al principio todo era cordialidad y preguntas protocolarias: ¿de dónde son? ¿cuántos años tienen? ¿vienen muy seguido a este lugar? Posteriormente, con 1.5 litros de alcohol en las venas, comenzaron las confusiones y confesiones. Mario, quien de principio no lo aparentaba, era una loca. Aseguraba que su target preferido eran los hombres casados: “después de los cuarenta se les hace agua la canoa”. Nos preguntó si alguna vez nos habían metido un dedo y, de pasada, nos ofreció su habilidad dactilar en ese particular. Unos cuantos mililitros de alcohol después, Mario nos confesó su mayor desgracia. El amor de su vida, un hombre casado de la Juárez, había muerto de cáncer prostático. Nos confesó que se encontraba devastado. El silencio de su boca fue acompañado por un brillo meláncolico en sus ojos. En el epílogo de aquella tarde-noche, Mario nos contó sus peripecias amorosas con un integrante de la Maldita Vecindad. Nunca reveló la identidad del susodicho. Su último comentario fue: “La Maldita Vecindad hace tiempo que se fue a la mierda”. Y pues sí...

... el cuarto de Ricardo en la Portales, un mural invisible en Chapultepec, Los Coronas en el Centro Cultural España, Doña Bertha en la calle Moneda, el respiradero del metro Pino Suárez, el concierto de Café Tacuba en el Zócalo, un poco de Coyoacán (el kiosko, sobretodo), el recuerdo de Alceste en Tlatelolco, la aeronáutica de los ojos de Mónica, el castillo kafkiano de la Guerrero, la tímida catedral del Franz Mayer, el hoyo skinhead de Don Fausto, las banquitas de Bellas Artes, la cúpula del Fondo de Cultura Económica en Eje Central, el corazón de Nancy en el centro del Templo Mayor, un trío en un hotel de Garibaldi, besos a una mujer catalana en Xochimilco, el fantasma de Yari en La Vaquita, el cuarto de Jorge a un lado del metro Juárez, las miradas perdidas en los callejones de Donceles, el primero y último beso con Samantha en El Zaguán, debut y despedida en el oleaje circular de México, Distrito Federal... Camino y camino en este viaje de revisitación citadina.

jueves, 28 de noviembre de 2013

D. (el) F. (os) [II]


Por Diego Bang Bang

¿Qué quiero de ti, Ciudad?

Río Churubusco, unidad habitacional “Mujeres Ilustres”. Eran los tiempos de la cocaína. Lulú aún se encontraba en la Ciudad. Era una tarde normal, gris como todas. Decidimos comprar un gramo y algo de marihuana. De pronto el monstruo citadino asomó: las nubes se descolgaron, los conductores enloquecieron y los dealers comenzaron a cerrar los pasillos. Aquello se convirtió en un laberinto con decenas de bestias al acecho. Las ventanas se golpeaban contra el concreto. Parecía que todos los rincones gritaban el nombre de mi hermana. En algún momento tuve la sensación de sangre en mis manos, en mi vientre, en mi nariz. Golpes invisibles, contusiones de la desesperación. Corrimos y corrimos mientras los corredores se asfixiaban. Todo laberinto tiene algo de alcantarilla. Por fin salimos, afuera estaba Lulú con su tono de voz afable. Los carros seguían su pasarela indiferente. Incluso algunas exhalaciones solares se colaban de entre las nubes.

Calle Buentono, cerca de metro Salto del Agua. En cuanto a esta Ciudad lo único que sé es que hay que vivirla dos veces. En esta Ciudad nada es estático, ni siquiera el recuerdo de Bolaño. Por eso volví a ir a los lugares que frecuentábamos: Uta Bar, Las Escaleras, aquel rincón de Reforma, alguna azotea de la Guerrero, los pastos del CNA, el elevador de la Narvarte, el salón Bombay, El Alicia, las escaleras de la Cámara de Diputados... La calle Buentono con sus tarjetas explicativas: “DIEGO: Es romántico y un poco posesivo”. Camino y camino en este viaje de revisitación citadina.

Desnivel de Viaducto, ellos pasan mientras nosotros nos petrificamos. Los carros son peces que se desgranan segundo a segundo. A esta hora de la mañana todo parece vivo, hasta las sombras de los perros. Me basta, entonces, cerrar los ojos para imaginar un escenario. Después imaginarte a ti a mi lado. Vamos a arriesgarnos, vamos a enamorarnos sin tocarnos. El escenario se divide en dos, una línea invisible lo separa. Somos peces enfrascados en espacios contiguos, citadinos. Somos seres extraños que necesitamos de la distancia para gustarnos. Por momentos a alguno de los dos nos gana la ansiedad y expresamos de más el gusto mutuo. Me siento en algún rincón del escenario y vuelvo a imaginar: “Me gustas en superlativo”, te digo en un recuerdo futuro. Abro los ojos y sigues en esa distancia cercana. Una lejanía cercana tensada por el deseo. Lees y hueles los libros que lees. Quiero decirte que el polvo es compañero inseparable de los libros, pero me contengo. Eres tan hermosa (“me gustas en superlativo”) en la utopía. En mi utopía. Abro los ojos y los coches siguen con su pasarela indiferente. Las sombras de los perros ya no parecen tan vívidas. Me basta sonreír para digerir tu futuro recuerdo.

Calle Lucerna, muy cerca del Museo del Chocolate. A las tres o cuatro de la tarde todos descienden a las fondas de la colonia. Comen mientras tratan de no remojar las corbatas en los diferentes caldos de comida. Algunos otros hacen círculos alrededor de la canasta de tacos o del comal de las garnachas. Las nubes casi no se ven debido a los múltiples edificios. Los parquimetros son el nuevo objeto de enojo: mujeres que pelean con los botones de la máquina; franeleros que ahora son lagartijas que toman el sol de tiempo completo. Es un tanto chocante que la mayoría de las calles de esta zona ostenten nombres europeos. Nada más aspiracional y engañoso. Más de uno las habrá imaginado con nombres prehispánicos. Extremo, de igual manera, ridículo. Si se mira esta calle, amable Lucerna, desde la avenida principal (Reforma) parece la punta de una lanza. ¿Se podrá conocer una calle por completo? Conocer cada uno de sus rincones, cada uno de sus gatos, cada una de sus aceras. En algún lugar leí acerca del personaje de la cámara, aquel que grabaría todo el tiempo una calle del centro de la Ciudad. Tendré que buscarlo para hacer algo parecido con Lucerna.

lunes, 18 de noviembre de 2013

D. (el) F. (os)

Por Diego Bang Bang

¿Qué quieres de mí, Ciudad?

Para mí la ciudad se presenta como un juego de azar. Para mí no hay nada más serio que un juego. Luego entonces: la ciudad es la rayuela, la escenografía, la arquitectura, la caligrafía, incluso... la superestructura. Mientras deambulo encuentro miles de motivos para imaginar miles de mitologías; miles de vestigios para recobrar antiguas chamanerías.

Por ejemplo, Izazaga. Es diciembre, aunque es noviembre. Los fríos ya rayan las mejillas y entumen los pómulos. Tengo cerca de una hora y media para caminar. Avanzo y me doy cuenta que me ha hecho mal, pero bien leer a Robert Walser. Mal porque mis ojos no encuentran la belleza que él sí podría; bien porque, al menos, ahora he comenzado a buscar esa belleza escondida.

Chapultepec, por ejemplo. Acá las cosas son un poco más lujosas. Hay mujeres hermosas en bicicleta y sus bufandas ondean como elegantes pendones. Este juego en serio me ha llevado a una pequeña plaza que no parece mexicana. Pienso, de pronto, en lo caro que deben ser las rentas en esta colonia. En el centro de la pequeña plaza, una gigantesca estatua rodeada de agua fuente. Es una escultura griega. Me dan ganas de mojarme, pero recuerdo que son las nueve de la mañana. Mejor no, mejor otro día...

República de Chile o Salvador, no me acuerdo. Este personaje decide no pasear. Ha comprado una cámara de video y vive de los ahorros que generó mientras trabajaba para una empresa explotadora. Ha decidido grabar todo lo que sucede frente a su balcón: las viejas locas, los viejos pervertidos, las mujeres ninfómanas y los borrachos de tiempo completo. Hasta ahora sólo ha grabado a un pájaro que caga mientras cuelga de los cables de la luz. Hizo un paneo a la derecha y se detuvo en un par de tenis colgados. Ha decidido bajarlos...

Niños Héroes: el olor es de tamal con alcantarilla. Camina, camina y vuelve a caminar... Se encuentra con un escaparate giratorio. Tarjetas pequeñas rotuladas con cientos de nombres. Se detiene: Ariadna, Itzel, Damina... El primero es hebreo, el segundo es prehispánico, el tercero algo tiene que ver con los gitanos. Viene cada uno de los horoscopos de esas damas. Mientras lee, niega con la cabeza. “Ellas no eran así”, se dice. Aún así, saca su teléfono celular. Fotografía cada uno de los nombres especiales. Llega a la oficina e ignora la bandeja de entrada con los pendientes del día. Manda a cada una de ellas el nombre con su explicación. Algo se mueve y se remueve en su pecho. ¿Es la nostalgia?

Allende, verbigracia. Se saludan de beso, casi en la boca. Él pide una cerveza mientras ella pasea, ¿involuntariamente?, su lengua ávidamente. Se retira y él mira el suculento trasero. Piernas fornidas, nalgas bien paraditas. Chichis puntiagudas. Y pensar que no ha cogido en tanto tiempo. Ya hasta ha perdido la cuenta. Poco recuerda de una vagina (a lo mejor y sí tienen dientes), sobre todo en cuanto al olor de la misma. Ella regresa y saca el cambio de su cangurera. Él tiene la verga enhiesta y recuerda cómo gemía aquella perra. Recuerda el tacto de su tanga y también la sensación húmeda de aquella vagina. Bebe de la cerveza... de pronto recuerda a Ariadna embarazada. Mira cómo pasan los coches por la avenida (Allende, verbigracia). Sabe que es un castrado a voluntad.

Cítrico con cafeína fue el sabor de nuestro encuentro. ¿Reforma o Garibaldi? Ambas, por ejemplo. Siento que algo se ha descuadrado: ¡malditas endorfinas! Mientras hablas tus dientes se vuelven un hermoso vals. Vuelves a mancillar tus labios con un penetrante carmín. Sigues riendo y nuestras manos ya conspiran. ¿Fuera de lugar? Nunca, nunca. Cruzas la pierna, la necesidad es mucha. Cierro los ojos y vuelves a estar ahí o, más bien, allá... Mejor no te digo lo que pienso. La sensación es mucha. ¡Cuidado! El amor se acerca. ¿Alguien podría decírselo? Porque yo no puedo y ya debería...

domingo, 29 de septiembre de 2013

Ortotipografía amorosa


Por Diego Bang Bang

Últimamente no me he podido concentrar. He estado pensando en los inevitables espacios dobles y en las nunca del todo comillas cerradas. Los espacios dobles, lagunas involuntarias de la memoria, han sido la causa de tantos desvelos. Insomne deambulo por los momentos decisivos e incisivos de mi viaje a Femeneidad. Me he dado cuenta que no he cambiado en nada: sigo admirando, con arrojo melancólico, a la Mujer. No importa si fue en la primaria mientras Ella pegaba su rostro a la ventana sin vidrio; tampoco si fue en nuestra última entrega en un sillón ajeno. En la coyuntura nocturna, aquellos momentos (la risa desparpajada en la Cineteca o la muñeca raspada por la navaja) se vuelven uno mismo. Reconcentran (el vacío es una totalidad) un dolor que no acaba en lo físico y se traslada a la anemia metafísica.



Miro a los gatos que ya no son pardos. Me doy cuenta de lo reduccionista de aquella máxima. Se piensa a la noche como unidad para no advertir la riqueza de sus monstruos. Entonces empieza el concierto de voces, a capella. Y veo cómo se abren las comillas, pero no siempre como se cierran. Y no se trata de una cuestión, lugar común de los amables amantes, de promesas no cumplidas. Se trata más bien, si se me permite esta lujuria hermenéutica, de la sensación funesta de continuidad. De pensar que el amor, al igual que la amistad, estará ahí. Un recurso renovable de las relaciones humanas. El problema es que el ser humano, de ahí la lucha prometeica, basa su esencia en la no-renovabilidad. Por eso nos preocupa tanto la caída del pelo y el final de la regla.



La noche repta conforme los minutos avanzan. La sensación de asfixia se renueva palmo a palmo. De mi techo se ha colgado una humedad catastrofista: el cielo llora porque llorar es su forma natural de expresión. De repente, la siguiente laguna. Otro espacio doble en esta composición: en medio de este párrafo camina una mujer llamada Mirna. Es bella, muy bella. A veces platicaba conmigo, pero mi síndrome de exilio me hacía contestar con monosílabos. Justamente, lo mismo me pasaba en la secundaria. Y ahí viene el otro recuerdo que llena el duplicado espacial: una mujercita con un lunar a la altura de la comisura del astrolabio. Estefany, así se llamaba. El día que nos presentaron me dio el síndrome del mudo. Me dio el mudo, testarudo y simple. Nunca más volví a intercambiar palabras con ella, aunque nunca me quité la manía de esperar a que pasará frente a mí a la entrada del turno vespertino.



Cuando los gatos se aparean es un verdadero berenjenal. He escuchado a mis amigos tener sexo, pero nada se compara con los gatos. El acto sexual de los gatos es una batalla estentórea. Un ritual a muerte que permite la procreación de la vida. Así mis gatos comienzan su pelea lujuriosa: las frases en el acto sexual son las que menos cierran sus comillas. Esto se debe a que el sexo es un oasis, un espejismo en mitad del desierto de la condición humana. Y uno nunca sabe: ¿los gemidos se convierten en onomatopeyas? ¿el ruido de las articulaciones respeta el canon de las interjecciones? Y cuando cierras los ojos y el orgasmo no se ha dispersado del todo, entonces piensas que alguien más escribirá en aquella hoja. Alguien más arreglará el interlineado del amor de tu vida.



El amanecer no llega. En algún punto de La Mancha es de noche todo el tiempo. Los gatos ya se han recogido detrás de las patas de los muebles viejos. He buscado los espacios dobles de este texto y me he percatado que no he abierto ningún par de comillas. Finalmente, los espacios dobles no son otra cosa que caprichos de alguna realidad paralela. Quizá el amor de tu vida no lo fue del todo y aquella niña que te sonreía en la primaria pudo haber sido tu Dulcinea. Las comillas siguen abiertas, por lo demás, para arropar algún día las palabras de Dulcinea. Algún día.

domingo, 25 de agosto de 2013

Lado B

II

Por RadiAn Luna

En un futuro no muy distante será escrita una novela de título Octubre. El nombre del autor no tiene trascendencia, la obra lo rebasará como suele suceder con los trabajos iniciáticos. Arrastrado por las intenciones de fabricar un monumento y una obra literaria digna de sus predecesores y maestros[1] escribirá por las noches sólo con la luz de una vela como un santo o, con la luz de su computadora, como un adicto a las anfetas su delirio hecho palabras. Llevará su escritura a los límites de la representación[2] buscando el artilugio adecuado para cada uno de los distorsionados capítulos[3]. El trabajo lo encontrará recorriendo lecturas y citas que lo iluminaron o lo atormentaron a lo largo de la metamorfosis de su labor literaria y lo formaron como criatura retadora y creadora de su propio Universo Literario, camino anhelado por todo aquel que porte la vocación de escribir los textos de la noche.
La labor escritural de la novela no se verá atada a ningún sitio en particular ni a ninguna disciplina impuesta por su autor, simplemente estará repartida en varios episodios que tendrán lugar a lo largo de una ruta que recorrerá a través de su país. Un colapso de lucidez en la playa Punta Incendios, patrocinado por varios micropuntos de LSD, dará pie a la primera serie de letras que conformarán el poema central. En la carretera, buscando la perla Beat, escribirá caminos  por los cuales entramar a sus personajes, visiones que llegarán con cada puesta de sol y caída de las estrellas. Alucinaciones en la selva, fiestas de pueblo y de ciudad, sueños de desierto, luces de frontera, recorridos del juego Turistas y Vagabundos, del que será participe activo, acabarán por moldear la idea total, anagnórisis, que será transcrita a una notebook en los ratos libres que tendrá, de vuelta en la capital, entre trabajos eventuales, drogas legales e ilegales y amores imposibles. La tarea de buscar casas editoriales no se vestirá con las prendas de la suerte. Optará por las plataformas electrónicas para subir en entregas algunos capítulos. Finalmente, después de varios intentos en la red, una casa editorial pequeña[4], aceptará, un 19 de octubre, publicar el libro bajo su sello.    
Un manual para el abismo; instrucciones para transitar por los caminos de la incertidumbre del amor, deambular por los laberintos rotos de la locura y perderse tras abrir y cerrar cada puerta que resguarda un recuerdo desempolvado por las manos de la gracia o la desventura. Una colección de historias ideadas como pistas para un soundtrack que toca y canta sobre el camino que recorremos en busca de una verdad que nos resulta impostergable para vivir una existencia plena de significado y trascendencia, serán las palabras de la crítica más optimista tras la publicación de Octubre en los círculos literarios de la Ciudad de México. Tendrá varias reseñas en publicaciones culturales, digitales e impresas. Será mencionada en algún programa de difusión cultural en radio, tv e internet. Venderá un número reducido de ejemplares los primeros meses y después se perderá en las librerías como saldo vencido y será desechada a los estantes de ofertas y descuentos. Algunos ejemplares terminarán en la calle de Donceles a merced del polvo y la entropía, unos pocos en las manos de  lectores apasionados por los relatos desesperados. Lo demás será intrahistoria.
            La novela no revelará ningún misterio. Nadie se condenará por leerla y viceversa. En lo absoluto, jamás recibirá un premio de la crítica. Tendrá a bien ser recordada por un puñado de secretos seguidores que la mantendrán como lectura de cabecera para esos días inclementes en los que las nuevas tecnologías harán cada vez más irreal el paso del tiempo y las relaciones humanas. Algunos ejemplares tendrán el mejor de los destinos: la sección de literatura latinoamericana en alguna biblioteca.




[1] En alguna carta a su amigo, cofundador de Movimiento&Sombra, declarará una lista de autores y obras de influencia evidente para la creación de su primera novela. Aquí el fragmento de las menciones: Buscando en todos esos años de delirio y escritura pude clarificar las señales y los ejes por donde se movieron mis letras para conformar mi texto. El orden de los textos y los autores  que menciono a continuación  no tiene escondida intención alguna, solamente es como  recuerdo cada obra apareciendo en mi vida. Empiezo con El tarot de Marsella, por razones obvias.  Quevedo, por ese soneto que versa sobre el polvo (Amor constante, más allá de la muerte). Bernardo Couto Castillo y sus tres niveles de Asfódelos. Franz Kafka,  por el absurdo posible que es El proceso. Juan Rulfo, por el fantasma de Pedro Páramo. Jack Kerouac por su Tristessa mexicana y por el desencanto total de Big Sur. Adolfo Bioy, y los primeros atisbos Sci-fi en La invención de Morel. Phil K Dick, Fluyan mis lagrimas dijo el policía, plagado de drogas, desdoblamientos, alucinaciones y revelaciones.  Salvador Elizondo, Farabeuf y su crónica del instante. Julio Cortázar, por obvias razones (más obvio aún, por el capítulo 73 de Rayuela). José Agustín, por el colapso y la catarsis muy Cerca del Fuego. Morirás lejos de José Emilio Pacheco. El borracho de Charles Bukowski limpiándose el delirium con La manta. Al poemario Tres de Roberto Bolaño le debo todo. Rodrigo Fresán, por las primeras letras (y las últimas) desde El fondo del cielo. A la fragmentación y a la estética de la tristeza en Nocilla Experience de Agustín Fernández Mallo. Mario Santiago y su Jeta de Santo (recopilación). Mitología Perpetua de Fernando León Baltazar. Y cómo no incluir tu poema Elipsis Borrascosas
[2] Auerbach-Baudrillard
[3] El libro se dividirá en dos partes de cinco capítulos cuya lectura irá de izquierda a derecha para una mitad de los apartados y de derecha a izquierda para la mitad restante. Ambas partes tendrán como punto de unión un poema que se inscribirá en las páginas centrales y dará el final a la obra.  Esta será la ordenación de los capítulos según la última edición que se conocerá (Habrá otra en la que cada apartado contendrá un subtitulo entre paréntesis) :

1 Arcanum XV : LE DIABLE
2 Vino desde el mar
3 El porqué de los tiempos
4 Bolero o La creación de los monstruos
5 Mándala
LADO B (Poema central)
5 Espiral
4 Nudo órfico
3 Canibalismo perihélico
2 Granada de-fragmentación
1 Enrayuelado
 
[4] Ex-tinta-Editorial

domingo, 11 de agosto de 2013

Vendavales de arrabal I

El pasado más distante 

Por SonnyDe_Lorean
El olvido es el hermano ausente de la memoria
pero siempre es reconocido en su presencia”
Cees Nooteboom

La oscuridad abnegaba la parte trasera de aquella bodega hasta dejarla desnuda de color, sólo un hilito de voz se logró colar por el haz de luz que proyectaba aquella televisión, se escuchaba el sonido monocorde y tétrico de las personas que no se inmutan por callar la verdad y ofrecer la mentira como el mejor sedante tan bien aceptado por la ignominia social: elecciones libres y transparentes, combate inteligente contra la delincuencia, cruzada nacional para erradicar el hambre, economía mexicana a la alza…
 
Solovino, mote inmerecido que sobrevive más tiempo que su nombre y lo único que conservó de la travesía * sin retorno; estaba sumergido en ese letargo que causa la vida del encallado y la monotonía del presente. Tal vez por eso muchas veces sintió que el patrimonio de su despilfarro consistía en colocar el número de envases vacíos sobre la mesa cuando engullía la última gota; de aplastar las colillas de cigarro después de que la nicotina fuera consumida y las volutas se disolvieran en la nada como todas las personas que habían entrado y salido de su vida; y exprimir los limones en su boca con tal saciedad para cicatrizar las palabras y los besos que sólo la lengua herida puede dar. Como si tales acciones apaciguaran la continuidad de las decisiones que estacionaron lo que imaginó sería su vida, dejándolo sustraído en el presente como un ebrio a la deriva.  

(Quince años transcurrieron para que volviera a retumbar en su consciencia el epitafio que su padre le dijo con el que dejó atrás su pueblo: “puedes huir del pasado, pero el pasado nuca te deja”. De no ser por esa frase que acaba de recordar, pensaría que el parto de su vida comenzó en la adolescencia, cuando dio el primer paso con el que cortó el cordón umbilical que lo separaba del nombre que alguna vez existió, y después otro paso más en el que aún palpitaba su pretérito, y así de pasos fue dando hasta que borró la historia cuando ya no hubo nada que se la recordara.  

El alcohol ha entrado como narcótico en sus neuronas, es un muerto contento; aunque tiene la desazón de que el motivo por el que está aquí no es su pasado remoto, sino su pasado inmediato, intentando  poner una dimensión justa al tiempo). Trata de recordar que lo trajo aquí… y como la suerte o como la muerte, que para el caso es lo mismo, cuando uno menos la espera, le llega. Subrepticiamente la memoria desempolva el recuerdo perdido… 

se ha sentido mal porque desde que tiene uso de memoria siempre quiso errar para perderse en el culo del mundo, arrogarse a/en la nada para seguir una dirección de viaje sin brújula y ser como esos seres mágicos que son capaces de aparecer en todos los rincones del planeta: los extraviados extraños o los extraños extraviados; cuando ve escenas tan miserables y desproporcionadas como la muerte de un vagabundo cuesta creer que le duela tanto. Fue el motivo que lo orillo a hacerle un homenaje fúnebre al futuro que ya no será, al fantasma del porvenir que vivió debajo de los puentes o donde la noche le vomitara, a los viajeros eternos y sin reparo. El único cementerio que pudo encontrar para tal ritual no es gratuito que se llame Los Olvidados

… y parece algo increíble porque tan sólo han pasado tres horas desde que vio aquel hallazgo e hizo un esfuerzo terrible por recordar. Después de todo cumplió con un doble sepelio, porque Solovino con el paso de la sequía ha desarrollado una desaforada virtud, es capaz de enterrar y cantar un réquiem a su memoria cuando así lo desea, nuevamente ha sepultado su pasado.

Se está haciendo tarde y es hora de regresar a casa en donde lo esperan su esposa y sus dos hijos,  los tres clavos que lo crucificaron en el madero de sus decisiones y su presente. Golpea la mesa maldiciendo que el amor  sea capaz de arruinar el futuro de la nada y que Solovino no le advirtiera que estacionarse por amor lo dejaría varado para siempre. Aún queda un diminúsculo y desproporcionado trago en la botella. Lo toma para no recordar el trago que lo trajo aquí…


________________________________________________________________________* en la que muchos familiares y desconocidos se embarcaron para cumplir con los designios del viaje tradicional, clásico, épico, triunfal y convertirse en los pletóricos Ulises modernos para regresar a casa con la desfase de la Historia, con las ilusiones destrozadas, con la piel vetusta y los sueños desalmados y ya para siempre con la mirada cuesta abajo… Fue aquella noche impávida y absorbida por la memoria cuando platicó con Solovino, un anciano que vivió unos meses en Resignación de las Peñas; siempre fue mal visto, no sólo porque era extraño, sino porque en los meses que estuvo parecía insensatamente feliz, pueblo al que le era difícil compartir tal estado de ánimo. En ese extracto en que la tarde se convierte en noche, Solovino caminaba por el escampado y vislumbró un punto que al acercarse se convirtió en persona, no sabía si contemplar a la persona o lo contemplado por  la persona, ambas escenas dignas de fascinación. Solovino miraba a Venus, cuerpo celeste que es ocaso de la tarde y alba de la noche. No deseaba distraerlo pero el ruido que ocasionó al pisar las hojas secas lo hicieron volver hacia él. Solovino vio a un chico flaco y correoso, tostado por la inclemencia del Sol. Sin saber porqué, el anciano le platicó que el único lugar al que no ha viajado es al espacio, pero que estaba seguro que esos puntos refulgentes que se ven en la noche si nos acercáramos más veríamos otras formas de vida, y lamentaba que este tipo de hazañas y proezas ya no tendrían cabida para él, el único consuelo que alberga es que siempre habrá viajeros sin reparo que escribirán la Historia del Futuro; que él sólo es un hombre destinado a seguir perdiendo y vagando con esta forma de vida, que si lo veían feliz los demás es porque es muy fácil malinterpretar la desdicha y que lo único que lo reconforta es vagar en línea recta, “una especie de peregrinaje, de viaje que procede siempre hacia adelante, hacia un punto imposible del infinito, como una recta que avanza titubeando en la nada”, como perro sin dueño; le era ajeno la dicha del viaje circular contemporáneo, que este pueblo y todas las ciudades han corroborado lo que piensa, que el volver solo paraliza y hace más insoportable la vida, hace que la pesadumbre sea eterna y a pesar de que él también tenga la desdicha encima nada más por ser humano, le pesa menos, porque no hay pasado

lunes, 5 de agosto de 2013

Lado B

I


por RadiAn Luna

Después de todo este tiempo sigo encontrando gatos en todas partes; en marquesinas, jardineras, bajo la cama, en portadas de discos, a media noche en grandes avenidas. Inclusive los he notado cerca de la ventana abierta cuando escucho Flores sobre las piedras, juego a que me entienden y supongo que es a ti a quien buscan y les digo entre risa y lamento que nadie está aquí, no hay nadie aquí, nada hay aquí. Fingen no entender, ronronean, sueltan dos o tres vocablos gatunos fuera de mi comprensión y se alejan en busca de una gata, de una rata, de algún veneno o de una llanta que los reviente lejos de este lado. Mientras caen las hojas y Octubre no acaba por instalarse del todo en este rincón del cuarto y la lluvia sigue con los últimos estertores, leo el libro que olvidaste o dejaste a propósito. Un bonito separador abre el libro en la página 19 y aparece tu nombre escrito con la noche. No hay mucho que leer. Es una lectura que no disfruto. Tediosa y pretenciosa. Con todo y su epígrafe que cita y recita a un Fresán realmente enloquecido por la nieve. Supongo que al escritor le llama la atención tal palabra que en su latitud ecuatoriana adquiere una dimensión irreal e inalcanzable. Niña punk ¿en qué brazos duermes ahora?/ ¿Quién te lee esos cuentos mientras te penetra? vomita una canción de Los Bajones Eléctricos en mi computadora justo cuando el ocaso se presenta y el último rayo de luz cae en la nota que viene al final de tu libro olvidado, La amistad crece en tres soles y una luna y permanece a través de los mundos…

martes, 23 de julio de 2013

La mujer dormida


La mujer dormida

Por Diego Bang Bang 

Este escrito se lo robé a Fernando León Baltazar. O, mejor dicho, la idea que navega a través del río de estas letras fue lo que le robé. Cuando uno pretende emprender vuelo en el arte de la tura literaria, uno se acostumbra a hacer ese tipo de cosas. Robar, plagiar, parafrasear... verbos, todos, referidos a un mismo eufemismo: hacerse pasar por otro. La misma idea precedente la tomo prestada de Enrique Vila Matas, quien a su vez -seguramente- la tomó prestada de otros escritores; quienes a su vez...

León Baltazar me contó, hace muchísimos años luz, de una mujer que amaba hasta el tuétano. Me contó que tenía muchos planes con ella: bailar descalzos en los anillos de Saturno, saltar los aros de fuego de los infiernos dantescos y vencer las peripecias kafkianas de Tar. Me contó, tristemente, que habían intentado el cultivo de un jardín y se había marchitado. Que ni siquiera Isidro había podido salvar la vida. Me contó que había hecho un recorrido por el sur más denso (repleto de quimeras de un dinosaurio tricolor, el Reptil) y planeaba hacer un recorrido de vuelta hasta el norte más tórrido. Me dijo, como en un susurro electrónico, que planeaba hacerle una última ofrenda a aquella mujer. Un poema tallado en piedra en las entrañas de la Mujer Dormida. No volví a saber de él... por un tiempo. 

En el ínterin sucedieron algunas cosas: compartí una mujer con Clavijero, fracasé en mis intentos de vida intelectual y me obsesioné con una gitana. En alguna de las junturas de estos avatares, también comencé a leer a Kawabata. Recordé tiempos antaños a lado de Ariadna; me recordé lleno de esperanzas y utopías. Después del ejercicio en retrospectiva, vino el ejercicio en prospectiva. Me vislumbré triste y acabado, solitario. Nada extraño en el escenario de alguien que desea desgranarse en letras.

Pasaron así varias semanas: entre saltos de espacio (***) y elipsis borrascosas. Leía a Kawabata y se me antojaba una anfetamina. Leía a Kawabata y pensaba en la Mujer Dormida. En algún momento, todo se convirtió en sincronía.

León Baltazar me envió un correo. Me contaba algunas cosas acerca de su vida: mujeres, trabajo y mucha literatura. Sin embargo, lo más importante era un poema que había anexado y otros textos periodísticos. Los recortes eran acerca del mito volcánico de la Mujer Dormida (Iztaccihuatl). Cronologías y relatos diversos acerca de la tradición oral. El poema, por otro lado, era una reinterpretación muy íntima y portentosa; merecedora del premio Andrés Henestrosa.

Era un poema larguísimo, en la vena de “Howl” de Ginsberg, que mezclaba de manera exquisita la tradición oral prehispánica y la cosmovisión más profunda de la ciencia ficción. Un oxímoron dedicado al mito, pretérito y futuro, de la eterna Mujer Dormida.

El poema, ese mosaico tralmafadoriano, se apoderó de mí en los días sucesivos. El mito, según recuerdo dice Campbell, es de quien lo vive. Comencé a vivir aquel mito de manera intensa: todas las noches ella llegaba a mi cabeza y dormía mientras yo la soñaba durmiendo. Eran sueños largos y con mucha textura. Eran sueños para el tacto. Las cortinas de seda, su terso kimono, sus suaves pestañas...

Una noche, en alguno de esos sueños táctiles, alejaba la mirada de ella. En un rincón yacía un ejemplar de Kawabata. Las pastas estaban carcomidas y en el lomo se leía “La casa de las bellas durmientes”. En el sueño caía en cuenta del porqué de los rasgos orientales de la Mujer Dormida. Entonces, me desnudaba y, con una sonrisa de complacencia en el rostro, me tendía a un lado de ella. Tocaba su pelo y lo olía. Cerraba los ojos y pensaba en el poema de León Baltazar. Le decía (entre ecos de ensueño) : “Amigo, permíteme este haiku onírico acerca de Iztaccihuatl”.

martes, 2 de julio de 2013

La deformación del escritor


La deformación del escritor

Por Diego Bang Bang  

Fue una tarde lluviosa de verano en la que los conocí. Con seguridad ya nos habíamos visto, pero nunca dirigido la palabra. Las minucias de nuestro inminente encuentro fueron las siguientes.

Caminé por la calle de Allende hasta el pequeño expendio coloreado en azul. Las sillas de plástico oxidado se disponían como de costumbre. En el fondo del pequeño cuarto el perenne ruido de la vetusta televisión y los recurrentes gritos en sordina de los fantasmas en putrefacción que lo habitan. Ese día leía un libro sobre los horrores de la guerra y decidí acompañarlo con una cebada. En verdad el libro era mi único interés, sin embargo uno de los fantasmas en putrefacción terció aquella lectura.

–¿Tú también eres escritor?, preguntó mientras sus mandíbulas temblaban.

–No..., contesté mientras un exabrupto de cerveza mojaba mis dientes.

Una de sus piernas cruzaba a la otra y sus mejillas mostraban un relieve escaldado por jirones de una barba cana. Infló por un momento ambos cachetes y tensó las hileras de dientes en un gesto de caja registradora esquizofrénica. Volteó, un segundo más, para ver a la pareja de punks sentada frente a nosotros.

–Ese pinche viejo de allá es escritor, sentenció displicentemente.

Volteé inmediatamente y sólo pude ver una larga madeja de cabello coloreada en blanco y negro. Percibí, también, su vaso de plástico medio lleno y un morral tan desgarbado como si lo hubieran utilizado de tapete por una semana. Cuando regresé la mirada a mi interlocutor, éste ya no se encontraba frente a mí.

Traté de no desviar mi concentración del relato de guerra. Me importaba terminarlo porque me parecía un proemio inmejorable para comenzar con “For whom the bell tolls”. Seguí, pues. El relato se desgajaba en capas con una ruta hacia la deshumanización. Mi mente estaba en aquella línea de fuego, en las catacumbas y captando los aterradores sollozos de la caballería agonizante en el campo de batalla. Volteaba de a ratos hacia una de las esquinas del cuarto mientras la cerveza pasaba por mi garganta. Cuando volteé hacia la entrada, pude ver la cara del viejo. Entonces sí, el horror de la guerra ante mí.

El viejo tenía marcadas facciones autóctonas; rasgos indios inocultables. Una frente amplia en donde caían algunos hilos blancos de su madeja, una boca ancha como tallada en una piedra antigua y una nariz destrozada, sumida por los cartílagos a la altura de los pómulos. Fue inevitable, entonces, pensarlo guerrero antiguo de una raza antigua pisoteada. Imagen que, a la postre, devinó en metáfora. Metáfora que aderecé con otro largo trago de cerveza.

Traté, posteriormente, de no mirarlo para no provocar una incomodidad indebida. Sobra decir que contenía aquel impulso morboso. Ese impulso por querer mirar la ruina, la carne roída. Repentinamente, otro pensamiento saltó a la cancha de mi mente. Recordé, por morbo más que por pericia, un pasaje de Jung en el cual cuenta las razones de la deformación facial de un sabio hindú. Según el místico suizo, aquel hindú había podido percibir la omnipotencia de Dios sin ningún símbolo mediador. Aquella visión religiosa contenía tal potencia que el místico hindú había deformado su rostro hasta el punto de quedar irreconocible.

Después de esa abrumadora digresión –amén de otro trago de cerveza– mi atención regresó al diálogo sostenido entre el fantasma en putrefacción y el guerrero pisoteado. Mencionaban algo de irse a vivir juntos: el primero a causa de la defección de su hija; el segundo, de la muerte de su madre. A la sazón, el fantasma volteó hacia la pareja punk y convidó nuevamente el oficio del viejo. El viejo de la nariz aplastada respondió, a pregunta expresa de la punk, que contaba con trece libros de poesía publicados. Anotó, casi en el misma sílaba, que si ella llegaba a encontrar uno, él estaba dispuesto a comprarlo a cualquier precio. Ella, una mujer regordeta de lentes plagada de horribles tatuajes, respondió que también era escritora. Contaba con un libro de poesía publicado y el esfuerzo editorial, apuntaló con un dejo de falsa modestia, había sido iniciativa de “la banda”. Casi en la misma sílaba también, conminó a su colega a venderle su propia obra si llegaba a encontrarla. El viejo, indiferente y distante, regresó con al fluir de su acompañante originario. La mujer de los horribles tatuajes, complacida por dentro e impávida por fuera, también regresó a su fuente primigenia de atención.

Otro trago de cerveza. En mis manos las acolchonadas tapas del libro de guerra. Sus letras refulgían al imperceptible tacto de la luz de aquella catacumba azul. Por mi mente, escurriéndose por entre la maraña neuronal, una breve reflexión; bueno dos. 1) La fijación que ambos escritores, autoinsuflados en ese horrible oficio por derecho propio, por la publicación de las obras literarias. El número de páginas, el número de párrafos, el número de letras... el número de ventas. 2) Una percepción del escritor, manido término en detrimento, como alguien en perpetua competencia. Seres con egos incontrolables alimentados por la tragedia. El escritor, parafraseando a Bukowski, tiene madera para tal si y sólo si es un fracasado.

Un chorrito final de cerveza. Todo lo anterior se corroboró cuando la mujer regordeta se levantó al baño. Toda esa sensación de que los pretendidos escritores somos seres en constante deformación: arruinados a nivel físico (feos por antonomasia), arruinados a nivel estético (frustrados endémicos), arruinados a nivel ético (incapaces de reconocer los méritos de otros). Decía que todo se corroboró, porque aquella “poeta” caminaba chueco. Tenía torcida una de sus piernas y eso la hacía aún más fea.


jueves, 6 de junio de 2013

Los gigantes de lava


Los gigantes de lava

Por Diego Bang Bang

Primero fue la desaparición mutua de nuestras lenguas. Llamitas puntiagudas que ardían en los recovecos de nuestras oscuras bocas. Esa lucha milenaria por robarnos mutuamente el fuego del alma. Caminar y caminar con las manos trazadas por flamas... Relucientes como metal en ignición, hogueras paganas de la clandestinidad cotidiana. Prometeos pequeñitos, gigantes de lava.

Fuego tú, fuego yo... Nubes incendiadas y los dragones ya en marcha. Te recuerdo las infinitas citas en aquel café, la sonrisa de balsa y los ojos de luna. Poco a poco el aire del alma se entreveraba. Con esas trenzas de viento en el pecho, con los candelabros de la razón incendiada... Tus senos, las nalgas, nuestra mirada.

¡FUEGO! La gramática, la arquitectura, los planos... Tus pies en mis bisagras, mi llama en tu catedral. Mi mano se convierte en tu piel, las respiraciones una forma de la amalgama. Ese animal nocturno que ruge a bocanadas... ¡FUEGO! Tus piernas se estremecen, tu espalda se amaga y ese rostro se ha vuelto una espada. La fuerza decae, la luz atraviesa nuestra neblina.

Dislexia, mi amor, así le llaman... Un extinguidor y una llamada a nuestros bomberos. La lluvia moja a manera de lágrimas. Y cada día te veo menos de frente, algo me ha arrancado tu mirada. ¿De qué sirve arrastrarse cuando ya no hay savia?

Sintaxis, mi amor, dicen que es necesaria. Cada día nos hablamos menos porque los defectos no cambian. ¿Y los gigantes de lava? ¿El fuego del alma?

Una vez me contaron una historia sobre la lengua del alma. Me contaron que los hablantes se amaban a ultranza. Ellos, los hombres de la verdadera lingua franca, la escribieron en viejos pergaminos. La estudiaron y construyeron en sus más mínimos detalles. Era perfecta, mejor que cualquier arma. Un día esa lengua se extinguió.

Llegó una peste. Barrió las casas y los muelles. Encontró las camas y todos los muebles. Aún en aquel sufrimiento profundo ellos respetaron su lengua (con su gramática y sintaxis perfecta), se amaban. Dicen que sus palabras aún vuelan por las montañas y están grabadas en las piedras.

Mi amor, si me lo permites, deseo que aun en esta peste de lluvia de ranas no olvides nuestra llama. Espero que algún día los gigantes de lava se vuelvan piedra y en ellas nuestra lengua viva iletrada.

lunes, 27 de mayo de 2013

La caída de nuestro imperio


La caída de nuestro imperio 

Por Diego Bang Bang 

En ningún otro ámbito, como en la terminación del amor y la caída de algún imperio, las cosas son tan absolutamente trágicas. Siempre me ha gustado pensar el amor como una especie de imperio. Y, comencemos con la analogía, se sabe que ningún imperio ha sobrevivido al paso del tiempo.

Fuimos imperio en el sentido irrestricto del término. Porque hay algo en los imperios que los hace trascendentes e insoslayables. Hay algo en esas conformaciones totales que penetra en cada uno de nosotros hasta convertirse en una huella indeleble e irrastreable.

Todo imperio tiene un principio.

Los imperios en su forma primigenia son un momento, una coyuntura de fuerzas y pulsiones. Una alocada tendencia de deseos y caricias. De charlas explícitas y devaneos subrepticios. De sueños inflamables y canciones providenciales. Los imperios se forman por la necesidad de saberse parte de otro; de saberse indefenso en un terreno de hiedras y lodo.

Los imperios viven momentos gloriosos. Ganan grandes batallas y conquistan territorios. Nuestro imperio le ganó la batalla a la estulticia y a cualquier tipo de deterioro inmediato. Nuestro imperio conquistó los odiosos territorios de los celos y la posesión.

Y en los templos se cantaba de alegría y los poetas componían con sus letras las muchas cosas descompuestas. Porque en los imperios también hay desencuentros y rupturas.

Todo imperio vive alguna crisis.

Lo primero en crisis en cualquier imperio son los vasos comunicantes. Nuestras clases en un silencio progresivo. Nuestras castas en luchas intestinas. Nuestros cafés en ruina y las plazas públicas en abandono continuo. Nuestras instituciones amorosas perdidas. Nada más triste que negarnos la mirada, nada más impotente que resignarnos en caída.

Y, entonces, la guerra. Las luchas intestinas y las atroces despedidas. Los llamamientos a las armas y los enconos de las castas. Nuestra pequeña burguesía y la nada noble nobleza. Las trampas de la aristocracia del corazón: una diplomacia llena de dolor. Los primeros cañonazos y, por fin, la táctica y la estrategia. Mentir, escindir: cualquier verbo en infinitivo como incentivo de nuestra cisma.

Es hora de mover las piezas. Regimientos de rencor, parafernalias como artillerías. Nuestros antiguos cuartos como cuartos de guerra. Ya es hora de sacar a los soldados, ya es hora de luchar cuerpo a cuerpo. No es sólo el final del amor, querida, es también el inicio de nuestra guerra y la pronta despedida.

Todo imperio es historia.

Primero una verdad de guerra: nunca nadie gana la bélica. Tanto me dolió matar a tus cabos del recuerdo, tanto me costó dejar las costumbres de tus capitanes. ¡Generales del amor no se marchen todavía! Les pido, al menos, una linda despedida. Una última llamada amorosa a la guerra placentera.

Ya las carretas recogen a los muertos. Ya los últimos tanques abandonan la zona roja de guerra. Nos miramos de lejos, separados por las batallas enfermas, como enemigos que nunca pensamos seríamos. Allá vas con la cara hacia sol, en retirada. Yo también me retiro: con las entrañas hechas corazón y el corazón hecho trizas. Y pensar que creímos en nuestro imperio como algo imperecedero. De ahora en adelante, tendremos que pensárnoslo más antes de querer formar algún imperio.

martes, 14 de mayo de 2013

Galaxias nocturnas de café


Galaxias nocturnas de café 

Por Diego Bang Bang 

¿Cuánto tiempo llevo aquí? No podría decirlo.

Los días han dejado de pasar desde que volviste la mirada y la pusiste en mí. Los ojos sí, la fuerza centrípeta de los ojos, nos hacen girar como ruletas rusas: un día sí y otro también. Subíamos y volvíamos a subir, montados en los besos de menta y las caricias con olor a perla. Las sonrisas como balsas plateadas en mitad de la bruma, de la niebla y del smog. Un cigarrillo y carnívora comida vegetal, también un poco de whisky y diez cuentos de literatura espacial... Un mucho de sexo matinal.

Tardes de lluvia y volvíamos a salir. Leyendo los puntos y las comas de la ciudad, llevados por la sintaxis de arrabal. Un beso aquí y los semáforos nuestro azar. Un poco más de lluvia y la fuente de nuestra atracción que nunca se agobia. Caminar de puntillas, arrostrar las manías y decantarse en melodías...

Las nubes cambiaron y los perros migraron. Nuestros sentimientos menguaron. Nuestras líneas, geometría elemental, nunca más se cruzaron. Y no está nada mal, pero todo es tan igual. Los dolores de cabeza, las tapas del pan integral, los cervezas y el mezcal...

Me he cansado de arrastrar las mejillas, me he cansado de traer el grito ahogado de la melancolía. Algo me quema y es la ansiedad. La maldita soledad y cualquier expresión de “edad”. Sufro la tensión de la migraña existencial.

Ya las aguas descorren sus torrenciales velos: capas y más capas de acero. Ya escucho los pasos líquidos de ese gigante de acero. Miro por la ventana y la ciudad no te trae de regreso. ¿Dónde ha quedado, mi amor, la sintaxis de arrabal? ¿A dónde ha ido a parar? Vuelvo al cuarto (nuestro) la mirada. Sólo las grietas a manera de cuento, los colores del encierro y las cartas como ungüento. Acá estoy y no sé por cuánto tiempo, acá estaré mientras las galaxias nocturnas de café tracen su derrotero.