Texto basado en el
cuento “Llama el teléfono, Delia”
Por Fernando León
Baltazar
“Pero vuelven,
lloran, se revuelven,
se acomodan y se
quedan.”
Juan Carlos Onnetti
Me duelen las manos tanto como a Delia,
o inclusive más. La espuma del jabón también se ha enconado en las grietas de
mi piel de tanto tallar la loza, los nervios de mis articulaciones mantienen un
dolor áspero y necesario, trizado de pronto por lancinantes aguijonazos.
Al igual que Delia habría llorado, pero
me contuvo la sensación de estar expuesto ante tantas miradas desconocidas aun
cuando nadie me veía y sabiendo que no estaba Babe. Además, el apaciguamiento
del recuerdo de Thelma sucedió en múltiples noches pasadas, cuando juré que no
volvería a llorar por ella, por su ausencia. Sería degradarme por una pérdida
más, como si no hubiera entendido que la vida antes que todo está compuesta de
pérdidas, separaciones y muertes que ocurren a cada instante. Aunque debo reconocer que su ausencia
tenía un peso distinto, el peso de lo infinito. Nunca olvidarla en los
días de insomnio y siempre recordarla en las noches de lucidez: su ausencia se
encontraba en todas partes. El recuerdo de Thelma se había convertido en el
fantasma que se empeñaba en aparecer siempre en la morada de mi ser.
Es preciso que me apresure a tallar los
platos engrasados de comida y desperdicio que ningún mendigo como yo desea
tirar a la basura, porque se apilan cada vez más, al igual que las ollas y
sartenes que parecen bañados de salitre. Aunque es la mirada de los meseros lo
más me apura, siento su odio irreflexivo porque ellos no están para entender mi
temor al agua.
Sé que al abrir nuevamente la llave de
agua su fragancia se traducirá en ese cuerpo que pensé sería mío eternamente,
pero después de que terminábamos de coger y la abrazaba se me escurría porque
su consistencia no estaba destinada para ser poseída (pero sí poesía) por
siempre para alguien como yo, ni como nadie. Tengo miedo de que en el momento
que abra esa llave mi cabeza se anegue de recuerdos y deseos que es la
distancia más grande que ahora hay entre nosotros. Y es que aún con esa cantidad
mínima de agua cuando tallo los platos siento como la espuma del jabón exfolia
mis manos sintiendo las caricias y saciedades que me brindó Thelma.
Cierto, al principio tallaste con
pericia y frenéticamente los trastes porque sentiste que a la par que lo hacías
removías y limpias la sustancia de ella. Querías que tus manos reblandecidas por
el agua sacudieran tu cabeza mientras veías la sangre correr sobre tus dedos,
porque no te habías dado cuenta de que era tu sangre, pensaste que era agua
sucia. En ese momento deseabas que la ausencia de Thelma se convirtiera en una
medusa que serpenteara su historia y petrificara todos los instantes eternos
que habían vivido para después hacerlos añicos.
Pero no pudiste ser el lavaloza
alquimista que te trajo aquí; además fue la pobreza la que te puso en ese
lugar. La verdad no sé porqué te empeñas en convertir todo en literatura cuando
sólo te ha depositado en esos derroches de inmundicia, hostilidad y dolor. Todo
se vino al traste cuando recordaste que las palabras eran la única distancia de
su realidad, porque ahí empezaba la otra, la que ronda por el otro lado y la
que muy pocos saben vivir, o más bien, soportar.
“Cada molécula de mi
ser llevará guardada
una partícula de la
vez en que nos besamos primero.
Y ni el mar de
Veracruz era tan azul como mi alma
ni la noche tropical
brillaba igual que tus ojos.
Cuantos kilómetros
viajé para recorrer despacio
cada milímetro de su
piel en la madrugada.
Y ni el mar de
Veracruz era tan azul como mi alma
ni la noche tropical
brillaba igual que tus ojos.
Déjame oír el rumor
del mar que llevas dentro,
el caracol donde se
enredó mi vida…”
Esa canción de fondo te transportó a
ella como un golpe energético, a los paseos que la intemperie les tenía
destinados mientras caminaban no sé si al principio o fin de la playa, pero
siempre llegaban a ese cúmulo de caracoles. Ella tomaba alguno de ellos y le
susurraba lo que después te diría es el secreto de la vida. Y siempre que le
pedías que te dejará oírlo lo aventaba al mar porque te decía que prefería que
lo oyeran los peces u otros hombres. Eso en verdad a ti te ponía fúrico pero
después con una sonrisa y su voz acuosa te explicaba que si alguien oía la voz
de una sirena podía morir. Tú sabías que sólo trazaba la antesala a tu agonía.
Aunque eso no te importó y seguiste buscando cuál era el secreto de la vida…
Recuerdas cómo disfrutabas verla en
bikini, porque la mujer en el agua es espléndida. Una vez que dejaba el temor
al frío y la veías sumergirse asistías a un acontecimiento inusitado de la
naturaleza. Te acordabas irremediablemente de lo que decía Eusebio Ruvalcaba,
porque comprobabas que era verdad: “parecía
que había caído una estrella fugaz, o una nube con forma de mujer”.
El arte es pasión. Fue justo lo que te
dijo cuando terminaron de ver La
forma del agua. Nunca supiste que esa película se convertiría en el
nacimiento de su historia. Sí, un monstruo enamorado de una muda que sin
resultar ser una sirena te enseñó que el silencio es la mejor forma de
seducción y tortura para los hombres. Ya sin nadie en la sala, chupó sus dedos
y los metió en su sexo. Después te dio a probar su humedad y con una seña te
dijo que guardarás silencio…
Serías un mentiroso si dijeras que te
acuerdas de todas las veces que hicieron el amor (tal vez eso debas
agradecérselo), pero puedo creerte cuando piensas en lo que más disfrutabas.
Siembre disfrutabas lamerle la axila porque de ahí emanaba un sudor diferente
al del resto del cuerpo y eso los excitaba demasiado a los dos. De hecho, te
gustaba hacer una mixtura de todas sus segregaciones. Si había llorado por
alguna pendejada tuya o un malestar emocional también te gustaba chupar sus
lágrimas porque te recordaban a la inmensidad del mar, después dirigirte a su
axila para continuar jugando con tu lengua sobre su cuerpo. En sus senos no
sólo te gustaba concentrar tus manos y lengua, inhalabas ese candor tan
particular que hay debajo de ellos… Ciertamente después nacía una bestia
agonizante.
Sé que has aprendido de muchas mujeres,
pero Thelma es una quimera de la existencia en la vida de los hombres. Con un
beso podía dejarte mudo, con una palabra te hacía enloquecer. Una mujer en la
que gravitaba el talento y la seducción. De su cuerpo emanaban ideas
existenciales y de su boca verdades desconocidas. Thelma es una mujer de edad indefinida
y sensualidad dominadora, capaz de cavar hasta dejarte vacío o de llevarte allí
donde todo es un acogedor y dilatado silencio...
Me gustaría decirles que nos amamos
para siempre, probablemente para mí sí, seguramente para ella no. Pero lo único
que puedo pensar cuando pienso en Thelma, es en las palabras de un hombre que
podría gritar Eureka... Eureka... la encontré, porque todo recuerdo sumergido
en la memoria, de mujeres como ella, experimenta un empuje vertical y hacia
arriba al peso de las sensaciones desalojadas. En la serendipia de mi hallazgo
sólo encontré que mi ser descansa en su espíritu, vive en su razón, goza en su
amor y adquiere conciencia sólo en mi dolor.