Por Diego Bang Bang
Conocí a Samuel Fierro un otoño. Luego de la caída de muchas
hojas. Justo cuando ambos necesitábamos congelar nuestro pasado, algunas penas
y muchas lágrimas. Nunca en mi vida he vuelto a conocer a alguien con tal
fortaleza para congelar sus sentimientos. Quizá por eso nos unió el calor de la
bebida. Porque derritió esa sustancia que de vez en vez debe fluir hasta
inundarlo todo. En algún cartón de cerveza esa esencia nuestra aún espera.
De él recuerdo sus pómulos y las yemas de sus dedos. Músculos
redondos intercambiables en su biología. Lo mismo los forzaba para abrir una
caguama que para reír mientras la tomaba. Ambos tejidos se juntaban cuando en
el punto más alto de nuestra embriaguez las lágrimas brotaban. La redondez de sus
yemas se extendía sobre la biología redonda de sus pómulos.
Fue en una de esas noches de derretimiento cuando conocimos La Boca del Lobo. La trampa perfecta de la droga. Diseñada por una máquina
esquizofrénica repleta de banalidades. Porque no hay nada más absurdo que pagar
por algo sin importar el precio y además correr el riesgo de ser castigado por
ello. Quienes no conocen este artefacto chiflado, no conocen el fundamento de
los últimos quinientos años.
Aquella noche habíamos bebido en exceso, como de costumbre.
Amparados por cajas de refresco y cartones de cerveza. Por el negocio familiar
de Fierro, por el carisma de Jonás y de su tienda. Como en todo coctel,
necesitábamos la parte final. La cereza, más bien el chantillí. Entonces
subimos en un taxi por segunda o tercera vez en la noche.
Nuestras voces cortadas precedían el sólido carraspeo indetenible
de nuestras placas dentales. Las fosas para entonces ya eran flautas
desafinadas. Mientras avanzábamos las luces/sirenas también cortaban nuestra visión
o, mejor dicho, la visión. Samuel miraba el retrovisor del lóbulo lateral del
cerebro; yo, el retrovisor central del corazón. Un hilo blanco iba de la cruz
blasfema de la nariz al oído fino de mi acompañante también amigo. En ese
entonces, pero quién sabe ahora.
Para cuando bajamos del taxi ya éramos la presa perfecta. Habíamos
entrado en la zona roja. Cualquier mano de arbusto, cualquier nervio de piedra,
cualquier animal insecto podía tomarnos. Desgarrarnos, penetrarnos o
simplemente engullirnos. Por diversión o por genuino placer, eso francamente ya
no importaba.
Poco tiempo después se confirmo, lo confirmamos. Sombras de la
máquina chiflada, del artefacto esquizofrénico comenzaron a avanzar hacia
nosotros. Forcejearon con la poca conciencia de nuestros cuerpos. Con la inútil
flexibilidad de nuestras mentes. Poco después caímos en cuenta: aquel lobo, el
único lobo, el de la trampa perfecta, nos masticaba a sus anchas… Con placer y
a placer.
Nunca más volví a estar tan cerca de Samuel, como
ese día en La Boca del Lobo. Fuimos la misma sustancia, una combinación de
cerveza, cocaína y amistad genuina. Afortunadamente, el apetito de la máquina
estaba saciado. Por eso nos escupió. Desgraciadamente, no trascendimos a las
entrañas del Lobo. Pudimos haber sido algo, casi antihéroes, en esta nefanda
trampa perfecta.