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miércoles, 6 de enero de 2016

Periferias del Narco II

Por Diego Bang Bang 

Conocí a Samuel Fierro un otoño. Luego de la caída de muchas hojas. Justo cuando ambos necesitábamos congelar nuestro pasado, algunas penas y muchas lágrimas. Nunca en mi vida he vuelto a conocer a alguien con tal fortaleza para congelar sus sentimientos. Quizá por eso nos unió el calor de la bebida. Porque derritió esa sustancia que de vez en vez debe fluir hasta inundarlo todo. En algún cartón de cerveza esa esencia nuestra aún espera.

De él recuerdo sus pómulos y las yemas de sus dedos. Músculos redondos intercambiables en su biología. Lo mismo los forzaba para abrir una caguama que para reír mientras la tomaba. Ambos tejidos se juntaban cuando en el punto más alto de nuestra embriaguez las lágrimas brotaban. La redondez de sus yemas se extendía sobre la biología redonda de sus pómulos.

Fue en una de esas noches de derretimiento cuando conocimos La Boca del Lobo. La trampa perfecta de la droga. Diseñada por una máquina esquizofrénica repleta de banalidades. Porque no hay nada más absurdo que pagar por algo sin importar el precio y además correr el riesgo de ser castigado por ello. Quienes no conocen este artefacto chiflado, no conocen el fundamento de los últimos quinientos años.

Aquella noche habíamos bebido en exceso, como de costumbre. Amparados por cajas de refresco y cartones de cerveza. Por el negocio familiar de Fierro, por el carisma de Jonás y de su tienda. Como en todo coctel, necesitábamos la parte final. La cereza, más bien el chantillí. Entonces subimos en un taxi por segunda o tercera vez en la noche.

Nuestras voces cortadas precedían el sólido carraspeo indetenible de nuestras placas dentales. Las fosas para entonces ya eran flautas desafinadas. Mientras avanzábamos las luces/sirenas también cortaban nuestra visión o, mejor dicho, la visión. Samuel miraba el retrovisor del lóbulo lateral del cerebro; yo, el retrovisor central del corazón. Un hilo blanco iba de la cruz blasfema de la nariz al oído fino de mi acompañante también amigo. En ese entonces, pero quién sabe ahora.     

Para cuando bajamos del taxi ya éramos la presa perfecta. Habíamos entrado en la zona roja. Cualquier mano de arbusto, cualquier nervio de piedra, cualquier animal insecto podía tomarnos. Desgarrarnos, penetrarnos o simplemente engullirnos. Por diversión o por genuino placer, eso francamente ya no importaba.

Poco tiempo después se confirmo, lo confirmamos. Sombras de la máquina chiflada, del artefacto esquizofrénico comenzaron a avanzar hacia nosotros. Forcejearon con la poca conciencia de nuestros cuerpos. Con la inútil flexibilidad de nuestras mentes. Poco después caímos en cuenta: aquel lobo, el único lobo, el de la trampa perfecta, nos masticaba a sus anchas… Con placer y a placer.

Nunca más volví a estar tan cerca de Samuel, como ese día en La Boca del Lobo. Fuimos la misma sustancia, una combinación de cerveza, cocaína y amistad genuina. Afortunadamente, el apetito de la máquina estaba saciado. Por eso nos escupió. Desgraciadamente, no trascendimos a las entrañas del Lobo. Pudimos haber sido algo, casi antihéroes, en esta nefanda trampa perfecta.