Por SonnyDe_Lorean
“Las brujas tienen que ser malas.
Yo quiero ser la más mala de todas.”
Veneno para las hadas
“Cuando la noche y las brujas se
juntan nada bueno puede suceder”. No recuerdo si fue algo que aprendí de un cuento
que mi madre me leía para dormir con la inclemencia del miedo o la compasión, de
un consejo apremiante dicho por un vagabundo para darle unas monedas o un beso,
o de la introspección vivencial de un futuro para el olvido, pero fue una frase
que me sedujo y aprendí a perseguir contra toda voluntad.
Escribir, hablar, recordar,
pensar, idealizar, imaginar de ella la primera vez que la vi, es hacer del
infinitivo la sustracción de un tiempo inacabado y etéreo, es convencerte de
que nunca más volverás a ver el mundo de la misma manera y creer que el principio
y fin nunca existieron.
Lejos de la confabulación que se ha
encerrado en el imaginario popular de que las brujas son seres que despiertan
el arte de la seducción por su cuerpo de fábula y su cara de ensoñación, nada
está más lejos de ser cierto cuando dirigió su presencia con un “Buenas noches”.
Formalidad o conjuro diabólico para que la noche se estremeciera con la profecía
de pertenecernos y con la videncia de saber que albergaríamos nuestras
diferencias naturales, yo como simple humano, ella como médium de la
inmortalidad.
Su conjuro fue un llamado
entrañable al instinto de la bestia agonizante. Desde el momento que la miré
supe que en las brujas lo inusual es hacer renacer el instinto de nuestra
existencia porque despiertan un sentimiento moribundo: la lucha de la pasión
contra la conciencia para perderse en el camino del encuentro. Ambos -pasión y
conciencia- enseñan los dientes, destellan bravura, muestran sus armas para
aniquilase, pero ante la presencia de la adivinadora de suertes no queda más
que conciliar texturas y limar perezas, ser un tapete de su designio.
Pudiera describirla como un
sincretismo de la diversidad existencial: ascendencia judía, descendencia
eterna, piel fantasmagórica, complexión sustancial y hermeneuta de nuestras
necesidades. Su soltura y estilo sólo eran reflejo de su carácter felino, la recuerdo
siempre elegante y cautivadora. Pero lo que más me perturbó y fascinó aquella
noche, fue la conjugación de su mirada y su nariz, tenían la perplejidad
siniestra y amenazante de los cuervos.
Una charla casual, sin muchas
banalidades, pero su cercanía y presencia me revelaron misterios que no
conocería ni viviendo mil vidas. Todos sus movimientos fueron de una sutileza
digna del erotismo. Incluso la manera como tomaba su vaso, lo meneaba
imperceptiblemente hasta llevarlo a sus labios, sin dejar de mirarme. Una gota
escurrió de su boca y me invitó a que la limpiará con mi lengua. Lo hice. Con
ese beso aprendí que desear y recordar a una bruja es lo mismo, porque se bebe
del mismo río ya que la cura está en el veneno: me convirtió en un ser
maldecido que buscaría una pócima de amor para el olvido.
Me tomó de la mano y salimos de
aquel lugar. Mentiría si dijera que volamos mientras caminaba a su lado, pero
con la soltura de su andar sentí mis pies ligeros y mi existencia liviana. Cuando
llegamos a su casa la oscuridad era un aliado de ella, por algún momento sentí
miedo aunque yo me alié de la excitación quien nunca me abandonó.
Situados en medio de su cama, el
atisbo de luz que entraba por la ventana era perfecto, irradiaba todo por lo
que pasaba a su encuentro, fue en el momento de postrarse en ella cuando
declinó a la gracia de la imperfección de un cuerpo envuelto en el deseo más
incontrolable. Sólo con ver su piel irresistible e irreprochable supe que una
bruja nunca fue una hereje de Dios, sino de los humanos. Las brujas sólo
decidieron ser apostatas de la sociedad, no de su fe.
Esa noche fui un aquelarre de la
libertad humana. Cuando la desnudé e hicimos el amor, me convertí en un
vagabundo cenando en el Banquete de Platón, un animal milenario metiéndose en
la Cueva de las Maravillas, un nigromante desencriptando la luz mortecina de
las estrellas y un astrologo buscando nuevas constelaciones en el espacio
corporal.
Ser una bruja es un don y un
castigo, todo se debe a la lucidez de la que son cautivas. Y es que qué bruja
no es Lucifer, ese al que Alejandra Pizarnik dijo que… “está todo en la
palabra, lúcido viene de Lucifer, el arcángel rebelde, el demonio. Pero también
se llama Lucifer, el lucero del alba, la primera estrella, la más brillante, la
última en apagarse. Lúcido viene de Lucifer, y Lucifer viene de Lux y de Fergus
que quiere decir, el que tiene luz, el que genera luz, el que trae la luz que
permite la visión interior, el bien y el mal, todo junto; el placer y el dolor.
La lucidez es dolor y el único placer que uno puede conocer, lo único que se
parecerá remotamente a la alegría, será el placer de ser consciente de la
propia lucidez, el silencio de la comprensión, el silencio del mero estar, en
esto se van los años, en esto se fue la bella alegría animal."
Antes de que despuntará la mañana
ella quiso adivinar mi futuro en su bola de cristal. No fue necesario, porque sus
caricias trazaron mi suerte y sus ojos vislumbraron mi muerte, pero qué acaso
ese no es el destino de los hombres que siguen apostando a perder(se) en la noche.
Escribo esto pensando que no fui
presa de una quimera de la ensoñación y que algún día los infinitivos tendrán
género, modo, aspecto y un tiempo para ser reales. Se rebelarán como el sueño
de mi augurio.