> Arcanum VI: 2012

jueves, 27 de diciembre de 2012

Caleidoscopio


Caleidoscopio 

Por Diego Bang Bang 

En el principio fue un mañana, como diría Spinetta. Una manía inesperada de ciencia ficción. Una entrada subrepticia a la dimensión desconocida. ¿Que no es posible? Todo es posible. 

Un desterrado a voluntad con el corazón hecho jirones. En un desierto plano y ramplón, deambulaba con el albornoz del mendigo cósmico. Los pies le ardían de día y le estrujaban por las noches. Alucinaba con la mujer espacial que daba vueltas sobre el camino de arcoíris. Ella no necesitaba la escafandra en el desierto, él, se decía para sus adentros, necesitaría la tecnología sonar en el arcoíris. Acaso un encuentro casual los habría de colocar en la misma órbita. 

El arcoíris desembocó, providencialmente, en una de las orillas del desierto después de una tarde de cortinas de arena y aullidos de coyote. El mendigo hundía sus pies en el oasis de horror mientras la mujer espacial ya dibujaba en el aire su primera sinfonía. Él la miró a lo lejos como el paisano mira la frontera autóctona. Si el desierto le planteaba preguntas a borbotones, aquella mujer le ofrecía la respuesta absoluta: el movimiento en medio de la nada. Por fin desembarcó en su cisne de jengibre el cual brillaba en un dorado incontenible. ¿Que no es posible? Todo es posible. Las variables de tiempo y espacio en concomitancia, la nubes con sus bordes desbordados. La cromática del arcoíris desdoblada. Para el mendigo la visión comenzó a flaquear. Había tropezado y la miraba de detrás de una cortina movediza. Quizá fuera la sed o el hambre o sólo la altísima temperatura del desierto, pero su imagen se presentaba irreal. Se iba con cada segundo que pasaba, se hacía más borrosa. Y, de golpe, la profundidad del éter. La plena oscuridad.

Una densa gota de sudor, quizá de vida, lo despertó de un sueño profundo. Los huesos le dolían a más no poder. Las manos las tenía engarrotadas. En lo alto un par de lunas brillaban centelleantes. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que se lanzó aquel cohete? ¿Cuánto tiempo desde esa inesperada mañana de despedida? ¿Cuánto tiempo desde el último baile y la señal de despedida? La sequedad de la boca y el ardor de las rodillas lo sacaron de las hendiduras mentales. El viento cantaba con un flautín endemoniado. ¿Y la mujer espacial?, se cuestionó repentinamente. Trató de mover el musculo principal de la pantorrilla sin poder lograrlo. En ese momento era un alma errante en un cuerpo engarrotado. Recordó una canción, la canción de su larga estancia de hibernación. “Young Folks”, tan precisa para el momento de debut y despedida. La había encontrado en el momento menos perfecto, pero más perfectible. Él no envejecería y ella tampoco, según los dictados de la tecnología en boga. Y de la música se pasó al olor. Ese olor a hierba, a fresa, a pléyade. El albornoz se sacudió en aquel momento y de alguna de las lejanías se escuchaba un sonido rastrero. Después los cascabeles sonaron. En lo alto el par de lunas semejaban luminarias artificiales, de algún modo lo eran. De algún modo todo aquello lo era.

En el horizonte despuntaban los primeros hilos del amanecer. Sus ojos sintieron la marea dorada de luz y se abrieron con un resquemor levemente hostil. A lo lejos, otra vez podía verse el arcoíris. Era una especie de fractal. Los ramales crujían ante el azote del último grito del anochecer. Ahí estaba, ahí seguía en la hora más oscura antes del amanecer. Con el teatro de la mirada lleno de recuerdos terrenales. Y entonces, al fondo como un punto de fuga, apareció ella. La enviada por azar o la profeta por convicción. Cabalgaba en el lomo de jengibre y su semblante se miraba despreocupado. Ni idea de dónde venía ni adónde iba. Pasó de largo del camino multicolor. A cada segundo se acercaba más y más. Hasta que se detuvo ante sus ínfimas pestañas. Tuvo que cerrar los ojos en primera instancia porque el resplandor era insoportable. Entonces, ella estiró su cuerpo con soltura en dirección al suyo. Su mano se posó en su frente. Después de hurgar en uno de los bolsillos de su traje luminiscente, le dio en la boca una hierba. El sabor era fresco como una menta. Sin más, aquel hermoso accidente de colores, se alejó. Por fin recobró un poco de fuerza. Las luces del día despegaban con más brío. Las lunas eran ya un boceto de gis espacial. Ella montaba el primer tramo del arcoíris que se replegaba en la dirección de su paso. La última visión de aquel hermoso accidente sideral fue la estampa de un caleidoscopio en lo más alto del cielo.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Las aves de presa en la soledad

 
Las aves de presa en la soledad

Por Diego Bang Bang 

La soledad sabe a ajenjo, huele a humedad y se escucha a ritmo a go-go. Es una frontera, un cruce, una amalgama. Es un espacio que se comparte sólo con la sombra. Los metales y las voces crecen, poco a poco. El ajenjo hace lo propio: comienza a marear. Una gotera se une a la sección de las percusiones. Golpea, tamborilea en la superficie de plástico de una vieja consola de videojuego. En la soledad los coches suenan a buques en alta mar, los árboles son monstruos de la oscuridad. La humareda de la ciudad es el telón preferido para las aves. Aves de caza. En este cuarto de azotea aún merodea el hilillo de tu perfume natural. También la perfidia de tu sangre vaginal. Debajo del colchón están los viejos periódicos, las viejas noticias. Noticias lejanas para nuestro mundo de ensueño: sexo oral y anal todos los viernes por la mañana. Los sábados, eléctricos, nacían con el sonido a go-go de The Bostweeds y, por las tardes, películas de Bergman. Aunque, es necesario hacer la aclaración, nunca vimos la más importante: “Escenes from a marriage”. Las zapatillas, con olor a sudor y a cuero, descansaban en la alfombra el resto de la semana. Los viernes desde temprano, antes de lo oral y lo anal, música soul (siempre nos pareció adecuado aquel epíteto musical). Antes de cualquier perversión (volvamos a lo oral y lo anal) una plegaria: la música de Salomon Burke o Aretha. Y, a manera de acotación de baile, me dijiste que recordabas pocas novelas en las que los personajes bailaran. En cambio, muchas escenas de películas. Comenzaste, entonces, a bailar como la rubia de “Faster, Pussycat! Kill! Kill!”. Tus manos siempre estaban resecas. Lo noté, con más exactitud, la primera vez que me masturbaste. Acostados en los pastos del Parque Hundido. Mientras las personas hacían lo suyo: deambular como parte de una escenografía. Fue en esta oscuridad solitaria de azotea que te mostré mis calzoncillos fosforescentes. Los compré vía internet y siempre te aseguré que, muy probablemente, los integrantes de Kraftwerk usaban alguna prenda así. Tu risa fue apoteósica, una apoteosis que me llenaba de seguridad. Una apoteosis con sabor a cereza, con olor a eucalipto, de sonido indefinido por melodioso. La soledad es una silepsis con el mundo; una concordancia con tu recuerdo. Y, ahora lo noto, las aves de caza no son tal. Se han convertido en aves de presa. Vienen por los restos de mi soledad. Tomaré el último trago de este ajenjo. Sentiré una vez más la picazón nasal de la humedad. Subiré el volumen del pegajoso a go-go. Las malvadas aves ya se encuentran en el umbral de mi ventana.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Los detalles de la hoja

Los detalles de la hoja 

Por Diego Bang Bang 

Casi en la mitad de la hoja hay un pequeño hoyo. Reparo en él porque últimamente he pensado en la inmensidad de cualquier espacio. He estado perdido por mucho tiempo en los espacios de la hoja. Creo, ahora que lo pienso, que todo ha sucedido por la larga maratón que he decidido emprender en el mundo de las letras. Pero las letras son otro universo, quizá uno alterno. Me gusta imaginarlo como un universo con grosor, con volumen, donde las letras se inflan e insuflan de tinta mágica. Se forman con cualidad ingrávida de nube y terminan en la solidez de un molde. Y, sin embargo, eso no es lo que me ocupa. Por el momento.

En algún lugar leí que los signos de puntuación no intentaron ser tal hasta el siglo VII de nuestra era. Antes de ese intento de ordenamiento ortográfico, sólo existía palabra/palabra. Es decir, palabra sobre palabra. Nohabíaningúntipodeseparación. Y, por ende, la computadora lo subrayaría en rojo. En un rojo muy vivo que encendería una alarma en esa policía ortográfica que todos hemos introyectado. Pero eso tampoco es lo que me ocupa. Por el momento.

Los espacios entre cada una de las palabras en tus cartas, por ejemplo. Caligrafiadas a mano, esos espacios me decían tanto de ti. De tu pulso trémulo al aceptar que estábamos destinados a estar alejados, a ser ajenos. Recuerdo que percibí el astigmatismo en el borde de las letras. Y, entonces, el espacio entre cada una de las palabras, incluso de las letras, se hizo más evidente. Más exquisito. Porque entonces recordé el espacio que recorrieron nuestras cabezas para poder fundirnos en un beso. Un beso expectante, en vilo. A la orilla del precipicio. Sin embargo, esos besos no es la materia de este escrito. Por ahora.

Llegaste una tarde con un libro de Quintero. No del monero, sino de Ednodio. Me dijiste que en cierta página se escondía una hoja de marihuana. En tres puntas, un tridente de cannabis. Al abrirlo, se desprendió el olor refrescante de la planta. Y también vimos el pigmento impregnado en aquella hoja. Un verde suave, con sabor a jade, dijiste. Esa página se volvió nuestra página. En ella se hablaba, se escribía, de los perros de presa. La leímos sentados en alguno de los rincones de la Alameda. Hicimos caso omiso, sin embargo ya se anunciaba. Se anunciaban nuestros perros de presa. Alimentados con sendas raciones de soledad y rabia. No obstante, ese no es tema. Al menos por este párrafo.

Si usamos el recurso del retruécano, la Olivetti de Sacheri sí tenía aquella vocal. Sí podía impregnar la A, sin embargo la hoja se rehusó a imprimirla. A cada A merecía un espacio. Era una broma de la hoja. La hoja nos hablaba a todos aquellos enamorados de esas mujeres que tienen una doble A en el nombre. Una especie de broma con doble filo. Esos enamorados suelen tener problemas de alcoholismo. Un a ironía con tintes de epifanía. La epifanía de la doble A. En esta parte de la hoja ya no sé cuál es el tema.

Es curioso cuando encuentras alguna parte de una hoja subrayada. Visto desde cierta perspectiva, es una cicatriz. O, al menos, eso intenta ser. Una cicatriz en la hoja que pretende ser una rúbrica en nuestra memoria. El recurso cicatriz. Un recurso nemotécnico que pretende hacerse nomotético. Aunque después de ver tantas Rayuelas subrayadas en “Andabámos [...]” uno termina por desencantarse. El recurso cicatriz está en peligro. La injusta memoria tiene la culpa. ____________________________________

La única mujer que he amado con locura, una vez me escribió un pensamiento de amor sin palabras. O, mejor dicho, con la ausencia de palabras. En un texto que le regalé, borró las letras y las sílabas que debían faltar. Trabajó en ello toda la noche. A la mañana siguiente, sabía con total certeza que ella me amaba. Ese detalle de la hoja me lo comunicaba de la mejor manera. Hoy encontré esa hoja, debajo de un lindo caleidoscopio, antes de prepararme un mate. Mientras el agua se calentaba, leí de nuevo esa hoja. En verdad nos amábamos. Pero, ésta es la materia del texto, la ausencia ya estaba anunciada desde el comienzo.

jueves, 15 de noviembre de 2012

El mito primigenio (Primera parte)

Testimonio de un desesperado

Por Sonny DeLorean 

“La vida se desliza como una serpiente a través del universo
y tú seguirás dormida hasta que te plante un beso”

Hay pocas sensaciones que podrían preferirse en la vida antes de tomar esta decisión; por ejemplo, sería maravilloso que se me condenara al olvido antes de saber que buscaré a la Muerte cuando amanezca. No pensé que al ver mi nombre tallado en la tumba de las aparentes verdades y las supuestas mentiras gozaría de tal felicidad, pero los humanos no estamos acostumbrados a la inmortalidad. Paulatinamente siento como la angustia se apodera de mí  a través de palabras imprecisas y temerosas; nunca debí participar en el cautiverio del mito primigenio.

No quisiera justificarme, pero yo como simple mortal, qué podía hacer ante la amenaza de los hijos del Tiempo y la Ciudad, de las invenciones fantásticas que deambulan en las calles citadinas con la única intención de atemorizar, de la encarnación espectral de los mitos urbanos. Hace tanto tiempo que se hospedan en esta buhardilla porque el destierro los trajo hasta aquí; pudo haber sido otro pero el sopor de la noche y sus andares soterrados por la decepción los condujeron a este hotel de paso. 

Uno a uno llegó por su cuenta. Los humores de la noche fueron cambiando, si antes la noche fue su dominio y las calles su conquista, ahora sólo son una huella empobrecida de los ayeres. Tan solo el rumor de algunas voces piadosas logra que sus nombres sean recordados por decir menos. Leproso, Robachicos, Candigas, Trailaraila, Degenerado y así se acumula la lista infame de los huéspedes (hasta ahora eternos) que pernoctan en los cuartos derruidos y desesperanzados del Centro Histórico. Un olor nauseabundo ha perfumado con el rocío fétido de su presencia cada uno de los rincones y los intersticios. Lo que fueron personajes seductores y estrafalarios se convirtieron en personajes fácilmente olvidables y decrépitos. Al menos antes se animaban a salir a las calles porque percibían el aspecto lunar y desértico de antaño, pero se dieron cuenta que sus pistas fueron sustituidas por verdaderos comensales del horror y de la violencia, ellos no tienen nada de funambulesco.  

Algunas vez me dijeron que los mitos nunca mueren y sólo se reinterpretan; el Progreso lo ha desmentido totalmente. La terrible condición de estos hijos desa(l)mados los hizo perpetrar el mayor de los crímenes: robar su pasado para seguir viviendo, atentaron con la creación. Si la sustancia de los mitos urbanos es el Tiempo de/y la Ciudad, el Progreso con su desvalijada memoria los estaba matando. Nunca creí ver como una madre y un padre se empeñaban en dar muerte a sus hijos de una manera tan encarnizada.

Tal vez pueda ser exculpado si el falso refugio de la verdad no resulta tan inalcanzable, después de todo, la culpa la tiene Gerardo Murillo y su libro Cómo nace y crece un volcán. El Itz. Quién más podía ser sino el más intrigante de estos mitos inofensivos el que me lo dijo todo…

martes, 13 de noviembre de 2012

6 26 29

6 26 29

Por Diego Bang Bang 
Últimamente en todos lados se me aparece la cualidad inconclusa de las cosas. De las personas, de las formas amorosas y, sobretodo, de los destinos amorosos. Y es que en nuestra manera de pensar, si se me permite la arriesgada disquisición, occidental se mantiene escondido el eje de la inconclusión. En algún libro, una novelita rock, leí que todas las cosas deben tener un comienzo y un final y que así debía de ser… pero eso no pasa, al menos no es lo más frecuente que suceda. Y no hablo, escribo más bien, de procesos sociales latinoamericanos o tal vez sí hable de ello pero no es mi intención. Mi intención es describir, o tratar de hacerlo, la manera en que los latinoamericanos vivimos en un limbo y tenemos esa manía de no cerrar nunca nada. Somos personas que nunca terminamos por hacer que sus destinos coincidan.
De sí, entonces, fue como poco a poco caí en la cuenta que no había olvidado a mi primer gran amor. La busqué tramposamente. Fingí una sorpresa nerviosa, con una sonrisa nerviosa. Platicamos. Supe que tenía una relación sólida y que seguía perdida en los médanos literarios. Leía y leía y me contó que leía para encontrarse porque con el tiempo se había dado cuenta que las personas comprenden menos. Que vivir era un acto de confusión inminente.
Hicimos el amor.
Deshicimos los corazones. Porque después de verla y de que se marchara de mi cuarto de azotea, en mi pecho comenzó a sentirse un precipicio. Uno muy escarpado y rugoso. Con las manos en ese pecho en vilo, me acomodé a llorar como no lo había hecho en mucho tiempo. Y de súbito me di cuenta que todo se derrumbaría a mi alrededor.
Poco tiempo después intenté buscarla de nuevo. Sin embargo, un algo me decía que se la había tragado la tierra. Súbitamente, no contestaba en su celular y nadie hacía lo propio en su teléfono de casa. Decidí ir a su domicilio y el intento fue vano. La casa parecía una liebre momificada. Nada se movía en sus adentros y tampoco nada emitía ruido alguno. Sentado debajo del árbol que daba la bienvenida, me hice las más extrañas preguntas.
Su presencia por segunda ocasión me había ultimado una especie de malestar. Caminaba a diario como con una herida ininteligible en el pecho. Una herida que se tragaba cualquier intento de sosiego. Una especie de vorágine en la que permanecían sus recuerdos, nuestros recuerdos.
Fue, entonces, cuando comencé a sentirme más extraño. Mis sueños eran cada día más vívidos. Y, de golpe, las cosas se doblaban o tomaban un extraño color. Las calles, Madero por ejemplo, eran de un verde opaco. Guerrero, por ejemplo, era de un sepia desértico. Era, a su vez, como si mis huesos y mis músculos comenzarán a reblandecerse como migajón en café con leche. Mis pies flaqueaban y, solamente, ella aparecía en colores. Sus cabellos eran hilos de neón, sus uñas como anfetaminas y sus ojos como botones de marfil. En verdad algo me pasaba y se paseaba en mí. Un buitre de mal agüero o una medusa con tentáculos de plastilina. Y, al final, otra vez ella. Con un canto en Esperanto.
Días después comenzó la cuestión del número. Un número raro aparecía todas las noches en mi cabeza. 62629. Y no sólo en mis sueños. Por ejemplo, en placas de coches aparecía 6 AN 29. En las cuentas de pago, en los boletos del metro o tickets de otros servicios. Ese número comenzó a volverse una constante insoslayable.
Una noche más extraña de lo normal, me di cuenta que mi número de afiliación a la universidad también contenía, de manera sucinta, ese número. Y, que de alguna manera azarosa, era el día en que había conocido (después de investigarlo lo supe) a ese primer gran amor. Lloré el día que lo supe. Más aún, quedé prendado de la misteriosa manera cómo la numeralia se significa en la vida cotidiana. Reflexioné acerca de la manera cómo los números nos pasan desapercibidos y, sin embargo, un día se manifiestan.
El fin de semana inmediato le conté mi historia a RadiAn. Le conté de la manera cómo ella había desaparecido. La última vez que hicimos el amor y otros detalles. Y, con su tono visceral, me dijo que me había sucedido un final bolañiano. Que ella había salido de mi vida como los personajes de Archimboldi saltan de las páginas. Que ella había rajado mi pecho para que manara sangre indefinidamente (¿infinitamente?)... Que ella se había marchado y me había dejado a cuestas la maldición de Enrique Martin. Que no es otra que la maldición de la inconclusión.

lunes, 15 de octubre de 2012

La complicidad del juego



La complicidad del juego 

Por Diego Bang Bang 

¿Te gustan los juegos?, dijo A. Sólo en los cuentos de Cortázar, contestó D. Bueno… y jugar conmigo, ¿lo harías?, propuso A. Todo el tiempo, repuso D. Primero, lo primero, el glíglico, la nadja y el nadsat; es decir, una lengua propia, enlistó A. Creo que los gemidos, los gestos, los olores erógenos y las zonas de guerra corporal ahí van como ese lenguaje, afirmó D. Sí, en parte: tu lengua en la parte interior de mis muslos y tu pecho en mi espalda, recordó A. Pero, creo que te referías a otra cosa, alertó D. Algo más complicado y menos instintivo, aseguró A. Eso lleva más tiempo, por el momento me quedó con las zonas de guerra corporal, declinó D. ¿Y si fuéramos sombras?, asestó A. Sería más difícil reconocerte, reconoció D. ¿Cómo lo harías?, ahondó A. Construiría una máquina que reconociera las huellas luminosas de tu sombra, aventuró D. Vaya, Roberto Artl estaría orgulloso de vos, ironizó A. Deja ya al magnánimo de Artl descansar en paz que es cosa de locos evocarlo ahora, terció D. Ya pues y si fuera un reflejo, ¿qué harías?, apresuró A. Iría con la abuela de Elvira que es un médium reconocida por la Organización Internacional de Médiums y Brujos, bromeó D. Detente ya con eso de las esoterías y el organismo multilateral de brujos y nahuales, espetó A. ¿Sabes que juego ha de ser lindo?, conminó D. Ahí vas con tu Bolaño y sus aburridos wargames, adelantó A. Aún no estamos en los juegos del terror, recriminó D. ¿Entonces?, preguntó A. El jueguito ese de la botellita que menciona Bersuit en su canción, apuró D. ¿Y de qué va eso?, inquirió A. La botellita, según entiendo, es un reloj o, mejor dicho, una máquina capaz de manipular el tiempo. Esa máquina, según mi interpretación, congela a los personajes de la canción. Los pasa de un recreo cualquiera en el colegio a una charla dolorosa después de muchos años sin verse. El intersticio que hay entre los dos momentos no lo perciben. O lo sintieron como un sueño o una vigilia engañosa. Lo más triste, después de tantos años, es que caen en cuenta de que sus derroteros no se empalmaron.  Caen en cuenta de que esa complicidad del juego en la infancia es imposible encontrarla en algún otro momento de sus vidas, excepto por la complicidad que el jueguito les recrea en dolor al final de sus vidas. ¿Y eso para ti es lindo? Según no estábamos en los juegos del terror, interrumpió A. Bueno, es lindo por ser un juego que inmiscuye al tiempo, pero el tiempo es el juego más traicionero, aseguró D. De acuerdo, pero lo más notable no es eso, sostuvo A. ¿Entonces?, preguntó D. Diste en el clavo sin querer, lo más importante y rescatable de tu perorata lúdica no es ni el tiempo ni su cualidad traicionera. Lo más importante es que ya sea en la alegría o en el dolor del juego, uno siempre necesita a un cómplice, aseguró A. Mira ahora que lo dices… dijo D. ¿A qué jugamos nosotros?, inquirió A. Esa es la gran pregunta, contestó D. No, la gran pregunta es la siguiente: ¿a qué juegan los amantes?, sentenció A.   

domingo, 30 de septiembre de 2012

De cuando fuimos criminales...


De cuando fuimos criminales… 

Your soul is in heaven, but your memory remains.
Por Diego Bang Bang 

No sólo por las novelas negras que asomaban, consuetudinariamente, en nuestros escritorios. Tampoco por la manía conjunta de buscarnos en las alcantarillas y los meandros más viles de nuestra mitología. Y, quizá, más específicamente por tu hipótesis acerca de toda esa tradición literaria: "los mejores relatos de novela negra son aquellos que mejor saben esconder su violencia", me dijiste mientras tomábamos cerveza en alguna terraza o balcón de la Ciudad. Y fue precisamente en ese momento donde podemos encontrar, si me lo permites, los indicios de esta pesquisa. Nuestra noir history o noir tale que tantos sinsabores y placeres dejó en el Nocturno mexicano.

Y entonces el indicio se convirtió en causa. Una causa, no está de más decirlo, perdida. Una causa donde los roles tanto de policía y criminal se vinculaban como el águila y el sol de cualquier peso mexicano. De poco o nada nos sirve recapitular e inculpar automáticamente: ya sea que fuera el tiempo o nuestras más viles pasiones. Nadie tiene la culpa ni nada. Sólo eso, la vida. Alguien tenía que disparar y a veces el que lo hace no es quien sostiene el cañón en la cabeza del otro. Así de fácil e impredecible e impresentable.

Y entonces te digo desahoguemos las pruebas como te diría desahoguemos las penas... mi amor:

 
Prueba # 1
De camino al hospital, inesperadamente, todo me parecía aséptico. Incluso tu delgada blusa blanca. Y algo dentro de mí, un no sé qué, imaginaba chorros de sangre. Y aunque pudimos hablar por teléfono toda la noche, la sensación era de abandono. Imaginaba los movimientos de tu vientre. Y me imaginaba a mí debajo de alguna mesa. Escondido de mi dolor, pero infundido en tu dolor. Sin embargo, aquella mesa no quedó en una vaga quimera del terror. Después, cuando nos encontramos en la instalación médica nos avisaron. Y la mesa, esa mesa que flotaba en mi cabeza, se hizo tangible. Se convirtió en una mesa de quirófano con penetrantes luces a los lados. Al menos eso me dijiste que recordabas antes de caer en el vacío de la anestesia. Y ya en ese vacío la atmósfera remitía a peluches en tu cabeza, a peluches con deformaciones. Deformaciones de figuras alargadas y que de alguna manera anunciaban un terror mutuo. Un cierto tipo de limbo.

Prueba # 2
Me contaste el final de La tumba. Mi respuesta fue una sonrisa nerviosa, una sonrisa ladeada. Una sonrisa que apuntaba hacia la culpa. Nos fundimos en un abrazo. Fuimos, los dos lo sabemos, una amalgama culposa. Culpa por convertirnos, repentinamente, en un par de corazones sangrantes. Los espacios se curvaban, entonces, porque nuestro dolor no cabía… Por eso muchas veces lloramos no sólo para fuera, sino también para adentro. Y la mano, la maldita mano, que se abría paso por el sistema digestivo. Esa mano, aciaga mano, que tomaba el lugar del rostro y se hundía en tus ojos y en tu nariz. Que arrancaba tus senos y no era otra cosa que un sueño. Pero un sueño más real que nuestros besos. Besos ineptos. Besos que alejaban y daban pie a querer mordernos. A comernos hasta desaparecernos.

Prueba # 3
Y entonces empezamos a estamparnos en las paredes de la Ciudad. Como las sombras en una película grabada en blanco y negro. De alguna forma, la historia del último Orson Welles explica nuestra situación. Es algo así: después de la tragedia que vivió con Citizen Kane, Welles no volvió a ser el mismo. Sí, el ciudadano Kane fue la perdición para Welles. Creo que por eso se dedicó a grabar películas noir. Porque se sentía como la mierda. De alguna manera, nosotros teníamos en Él a nuestro Citizen Kane (incluso pudimos llamarlo así). Después de lo acontecido nos sentíamos como la mierda o, peor aún, como sus restos en picada hacia la tasa del baño. Por eso en lo sucedáneo nos dedicamos a contarnos historias de verdugos.

Prueba # 4
Después de tantos años, después del silencio, después de Rocamadour…

Acá estamos aún, en la pared que nos hace criminales. Con las manos en alto llenas de recuerdos de amor y de furia. Nunca de fortaleza.

Acá estamos aún, con la mirada volteada a flancos opuestos. La tuya en el ocaso de nuestra historia; la mía en el crepúsculo de la misma.

Acá estamos aún, sentados en aquel árbol de C.U. Con mi cabeza sobre tu vientre: antes del dolor, antes de la ansiedad, antes de las lágrimas.

Prueba # 5
Me dueles/Te amo. Somos culpables.