> Arcanum VI: octubre 2014

sábado, 18 de octubre de 2014

Lecturas del Sótano

Por Diego Bang Bang

Uno nunca espera que un dedo te pueda salvar la vida. Pero, deben creerme, un dedo correctamente usado en el culo de una perra puede salvarte la vida. No importa qué tan perra sea; tampoco qué tan ponzoñosa. Si hundes a la profundidad correcta, esa extremidad puede salvarte la vida.

Esto lo aprendí hace 2 años. Bajo los efectos de una anfetamina, me cogí a una perra ponzoñosa que vivía al sur de la Ciudad. Como toda perra de su estirpe, era una entidad de doble dimensión. Por un lado, culta y refinada (incluso mesurada); por otro lado, asquerosa y pervertida. Capaz de coger en el baño de la casa de mis padres después de haber presenciado la muerte de una estudiante de Letras. Aquella mujer trágica que saltando al ritmo de una canción de Soda Stereo cayó de un tercer piso para romperse el cuello. Sus últimas señales de vida fueron: un golpe seco contra el suelo y un balbuceo estertóreo de despedida.

Pues bien, ese día funesto regresamos a mi casa y mientras la tenía empinada en el baño de mis progenitores pensaba en el charco de sangre que habíamos visto 30 minutos antes. Aquella mezcla perversa (la sangre y el enorme culo de la perra) provocaron que me vaciara de inmediato. Vertí, entonces, el semen en su espalda y después lo revolví con mi mano en la parte trasera de su cuello. Deseaba, en el fondo, que cualquiera que la besara en aquella parte de su cuerpo llevara un poco de mi química perversa.

Pero regresemos a la cogida nodal, aquella en la que uno de mis dedos me salva la vida. Recuerdo que aquella fue la última cogida que tuvimos. La muy pinche loca (además de perra) quería tener un hijo y estaba intentando hacerlo conmigo a base de mentiras. Había inventado que era infértil y que su útero pronto sería objeto de una histerectomía. Cuando caí en cuenta de su mitomanía, me arrepentí de las veces que me había venido en calientito. Afortunadamente, supe cortar mi lazo en el momento adecuado. De lo contrario, sería en este momento una más de las estadísticas perdedoras de hombres capados por una perra ponzoñosa.

Bueno… Pero regresemos a la noche que sometí a la muy perra. Ese día mi cuerpo se volvió una máquina (deus ex machina) y le metí la verga por todos sus orificios. Mordí sus grandes tetas y rasguñé sus nalgas como si tuvieran algún recubrimiento funesto. El momento clímax fue cuando le metí mi medio por el culo. La perra volteó con cara tiernamente perversa. Como expresando “guácala que rico” en homenaje al oxímoron favorito de la libido.

Al día siguiente me encontraba exhausto. Ella preparó algo para desayunar, mismo que regresé de inmediato a las alcantarillas. En la sobremesa, con el sabor a vómito aún en la garganta, me dijo que nunca le habían metido el dedo por el culo. Además aseguró haber tenido un orgasmo en aquel clímax. Uno nunca debe creerle a una perra ponzoñosa y menos en cruda de anfetamina y con el estómago aún rezumando vómito. No lo hice como tampoco creí lo de su útero y la supuesta infertilidad genética.

Pasaron pocos días y fue mi cumpleaños. La perra prometió un regalo con ese motivo. Lo cumplió y me regaló The basement tapes de Bob Dylan en formato acetato. Aquel detalle me emocionó bastante, pero agradecí fríamente. Cuando estuve en casa lo toqué y me pregunté acerca de aquellos años intencionalmente perdidos por Bob Dylan. Cuando llegué a la tercera cara del LP, caí en cuenta que la perra había sido sincera respecto a su fascinación por mi metida de medio. Aquella perra, pensé, había sido sincera una vez en la vida. De lo contrario no hubiera podido hacerme aquel regalo, concluí.

Con el paso del tiempo, ya con la perra ponzoñosa fuera de mi vida, mi soledad se fue apuntalando de una manera perturbadora. A las crueles resacas se sumaban depresiones suicidas. En los momentos más oscuros de estas simas, y antes de cortar alguna parte de mi cuerpo, ponía aquellas cintas del sótano. Siempre funcionaron para alzarme el ánimo y pensar en los años intencionalmente perdidos de Bob Dylan. Si soy sincero, puedo asegurar que aquel acetato me ha salvado la vida y lo sigue haciendo. Me basta llegar a You ain´t goin´ nowhere para sentirme menos suicida. A veces, cuando alguno de los exquisitos arreglos suena, pienso en el orgasmo de la perra justo en el momento en el que mi dedo me salva la vida.

domingo, 12 de octubre de 2014

Pequeño cuento romántico de ciencia ficción

Por Diego Bang Bang

Conforme la luna otoñal avanza sobre nuestra ventana, acerco mi boca a tu oído para contarte una pequeña historia que pertenece a ese lugar denominado la parte inventada. Ahí donde todos nuestros desencuentros se vuelven en su viceversa y todos nuestros desatinos se vuelven en afinados dardos atingentes del corazón.

En algún lugar y en algún tiempo, existió un Dios juguetón que nos regaló el insumo necesario de tiempo para pertenecernos sin dilates ni dislates. Para este Dios juguetón la vida adulta representaba un dique para el verdadero amor. No había nada, según su cosmogonía, más dañino al amor que los horarios ajustados del trabajo y las presiones craneanas del estrés. Quizá él mismo estaba tan enamorado como nosotros, pero eso nunca lo podremos saber porque el humano no posee esa maravillosa capacidad de verterse en l líquido de la divinidad. No obstante, de lo que puedo dar cuenta es de nuestra historia y de su carácter inverosímilmente exquisito.

Mientras las últimas palabras caen de mi caja imaginativa, te acomodas un poco sobre la cama del cuarto. Nuestro cuarto-diáspora-amorosa-refugio-de-la-tormenta. De tu boca asoma esa hermosa sonrisa que me ha hecho remontar las más negras pesadillas. Veo el brillo de tus ojos y un escalofrío recorre mi columna vertebral.

Este pequeño gran Dios era un gran aficionado del cristal. Debido a la ductilidad y a su elegancia, era el material preferido para sus obras. Tenía cajas de cristal donde guardaba arcoíris y auroras boreales, tenía miles de cristales que servían como microscopios de almas. Le gustaba horadar hasta lo más profundo de los seres que habitaban los distintos universos. Para nosotros inventó la esfera de cristal del tiempo. Era una esfera que con el solo hecho de sacudirla nos transportaba a otros tiempos y espacios. Un mecanismo sencillo y hermoso que resumía de manera inmejorable el amor romántico: estar con esa persona especial a través de cualquier tiempo y de cualquier espacio. Ser hidrógeno, mas hidrógeno enamorado.

Y entonces la trompeta de Miles Davis cae en la nota decisiva para suscitarnos el deseo más impertérrito de la galaxia. Nuestra galaxia-después-constelación-finalmente-hoyo-negro. Comienzo a lamer tu cuello y paseo mi mano por tu vientre (vuelvo a buscar el ombligo-espiral áureo de tu cuerpo). Por dentro explosiones cuánticas se suceden, mínimos cambios en nuestra química irradian el universo al ritmo y textura de una tierna tristeza. My little blues, blunderbuss…

Así entonces, a la voluntad de un pequeño gran Dios juguetón, viajamos entre los pliegues del tiempo y del espacio. Alguna vez fuimos enfermizos bailarines de rock & roll. En otro espacio, caminamos por el cielo estrellado de la Ciudad de México. Fuimos, también, el espacio infinito de la flor de piel y el tiempo infinito que se respira entre cada beso de los amantes. Fuimos, finalmente, la trompeta del Juicio que toca el ángel Gabriel y repite Miles Davis con tierna tristeza.