Por Diego Bang Bang
Uno
nunca espera que un dedo te pueda salvar la vida. Pero, deben creerme, un dedo
correctamente usado en el culo de una perra puede salvarte la vida. No importa
qué tan perra sea; tampoco qué tan ponzoñosa. Si hundes a la profundidad
correcta, esa extremidad puede salvarte la vida.
Esto
lo aprendí hace 2 años. Bajo los efectos de una anfetamina, me cogí a una perra
ponzoñosa que vivía al sur de la Ciudad. Como toda perra de su estirpe, era una
entidad de doble dimensión. Por un lado, culta y refinada (incluso mesurada);
por otro lado, asquerosa y pervertida. Capaz de coger en el baño de la casa de
mis padres después de haber presenciado la muerte de una estudiante de Letras.
Aquella mujer trágica que saltando al ritmo de una canción de Soda Stereo cayó
de un tercer piso para romperse el cuello. Sus últimas señales de vida fueron:
un golpe seco contra el suelo y un balbuceo estertóreo de despedida.
Pues
bien, ese día funesto regresamos a mi casa y mientras la tenía empinada en el
baño de mis progenitores pensaba en el charco de sangre que habíamos visto 30
minutos antes. Aquella mezcla perversa (la sangre y el enorme culo de la perra)
provocaron que me vaciara de inmediato. Vertí, entonces, el semen en su espalda
y después lo revolví con mi mano en la parte trasera de su cuello. Deseaba, en
el fondo, que cualquiera que la besara en aquella parte de su cuerpo llevara un
poco de mi química perversa.
Pero
regresemos a la cogida nodal, aquella en la que uno de mis dedos me salva la
vida. Recuerdo que aquella fue la última cogida que tuvimos. La muy pinche loca
(además de perra) quería tener un hijo y estaba intentando hacerlo conmigo a
base de mentiras. Había inventado que era infértil y que su útero pronto sería
objeto de una histerectomía. Cuando caí en cuenta de su mitomanía, me arrepentí
de las veces que me había venido en calientito. Afortunadamente, supe cortar mi
lazo en el momento adecuado. De lo contrario, sería en este momento una más de
las estadísticas perdedoras de hombres capados por una perra ponzoñosa.
Bueno…
Pero regresemos a la noche que sometí a la muy perra. Ese día mi cuerpo se
volvió una máquina (deus ex machina)
y le metí la verga por todos sus orificios. Mordí sus grandes tetas y rasguñé
sus nalgas como si tuvieran algún recubrimiento funesto. El momento clímax fue
cuando le metí mi medio por el culo. La perra volteó con cara tiernamente
perversa. Como expresando “guácala que rico” en homenaje al oxímoron favorito
de la libido.
Al
día siguiente me encontraba exhausto. Ella preparó algo para desayunar, mismo
que regresé de inmediato a las alcantarillas. En la sobremesa, con el sabor a
vómito aún en la garganta, me dijo que nunca le habían metido el dedo por el
culo. Además aseguró haber tenido un orgasmo en aquel clímax. Uno nunca debe
creerle a una perra ponzoñosa y menos en cruda de anfetamina y con el estómago
aún rezumando vómito. No lo hice como tampoco creí lo de su útero y la supuesta
infertilidad genética.
Pasaron
pocos días y fue mi cumpleaños. La perra prometió un regalo con ese motivo. Lo
cumplió y me regaló The basement tapes
de Bob Dylan en formato acetato. Aquel detalle me emocionó bastante, pero
agradecí fríamente. Cuando estuve en casa lo toqué y me pregunté acerca de
aquellos años intencionalmente perdidos por Bob Dylan. Cuando llegué a la
tercera cara del LP, caí en cuenta que la perra había sido sincera respecto a
su fascinación por mi metida de medio. Aquella perra, pensé, había sido sincera
una vez en la vida. De lo contrario no hubiera podido hacerme aquel regalo,
concluí.
Con el paso del tiempo, ya con la perra ponzoñosa
fuera de mi vida, mi soledad se fue apuntalando de una manera perturbadora. A
las crueles resacas se sumaban depresiones suicidas. En los momentos más
oscuros de estas simas, y antes de cortar alguna parte de mi cuerpo, ponía
aquellas cintas del sótano. Siempre funcionaron para alzarme el ánimo y pensar
en los años intencionalmente perdidos de Bob Dylan. Si soy sincero, puedo
asegurar que aquel acetato me ha salvado la vida y lo sigue haciendo. Me basta
llegar a You ain´t goin´ nowhere para
sentirme menos suicida. A veces, cuando alguno de los exquisitos arreglos
suena, pienso en el orgasmo de la perra justo en el momento en el que mi dedo
me salva la vida.