1) Regresé a Ciudad Limbo muy
pronto. Porque me avisaron que mi padre había sufrido un ataque al corazón. No
tenía mucho de mi partida hacia Ciudad Monstruo. Apenas comenzaba a perderme
entre sus alcantarillas. En aquel tiempo llevaba la idea de perderme y
olvidarme de mi pasado por completo. Negar mi genealogía. Negar todo ese
mosaico triste y sórdido en donde me veía reflejado. Pero el pasado es futuro.
Y es una fuerza innegable e inconmensurable.
Y heme ahí de nuevo. En sus
calles rectas y bajas. Con los rostros tristes e incomprendidos. Donde el
viento sopla una melodía vulgar y donde todos nos hacemos tontos para no
escucharla.
2) Valeria era su nombre. Una
niña pequeña de tamaño que ya rozaba la adolescencia. Esa adolescencia precoz, vulgar
y violenta propia de Ciudad Limbo. Porque acá las mujeres se embarazan luego de
la fiesta de XV años. Porque acá las mujeres son mancilladas con palabras
vulgares con regularidad.
Valeria no decidió subir a ese
automóvil. Lo decidió su padre. Lo decidió el destino. Lo decidió el Diablo.
¿Qué miraban sus ojos al subir a esa combi? ¿Olía a grasa y a gasolina? ¿Qué
fue lo último que escuchó Valeria? ¿Cuál fue su último pensamiento antes de ser
asesinada?
¿Y el asesino? ¿Qué pasó por su
cabeza? ¿Cuánta ansiedad reconcentrada en sus testículos? ¿Cuánto dolor a largo
plazo nos cuesta este placer de corto plazo? Placer funesto, maldito y
estúpido.
Mi sobrina también se llama
Valeria. También vive en la Colonia Benito Juárez. Espero nunca le pase lo que
le pasó a Valeria.
3) Me encuentro por encima de la Avenida Siete. Una laguna privilegiada
para entender la palabra “conurbada”. Justo en esta franja la provincia choca
de manera estruendosa con la capital hasta convertirse en otra cosa. Una cosa
feroz e indetenible que avienta sus rastros y vestigios hasta las costas del
metro Pantitlán o los muelles del aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México.
En el reflejo de la ventana se
repiten patrones de luces y construcciones cuadradas de concreto gris. Con esa
imagen baldía por delante, una serie de recuerdos se asoman en mi cabeza. Por
ejemplo, mi primera visita a Radián en la cárcel. Porque ahí comenzaba la
cárcel, ese era el comienzo de un camino sin retorno. Continuado en dos nichos
espejo: uno a la virgen de Guadalupe y el otro dedicado a las potestades de la
santa muerte. En ese preciso lugar, las puertas aperladas del infierno,
recuerdo haber visto la mirada gris de Radián. Iluminada repentinamente por
nuestro ansiado encuentro. Mi mano temblorosa, guardada en mi bolsillo derecho,
jugueteaba nerviosamente con un puñado de monedas. Monedas catalizadoras de la
violencia inmediatista y microfísica del lugar.
Esa misma tarde, Radián me
entregó Rayuela a la orilla de una
escalera en la cárcel, a la orilla de cualquier convención, a la orilla de la
tranquilidad, a la orilla del mundo. En el inframundo que se expresa en el
número cero si se le mira dentro de una escala de diez.
4) Ciudad Limbo es un lugar
triste, melancólico, desgarrador. Un lugar de paso, ente mestizo constituido de
concreto y hierbas malas rastreras. Un lugar donde los maridos matan a sus
esposas con un cuchillo. Crisol armado de doble moral y centro comercial. Donde
la música de banda se refracta en un cielo sin estrellas. Y donde el olor a
basura se filtra por las ventanas acompañando muchas veces a los rayos del sol.
Una luz fétida asoma en sus amaneceres y marca el designio de los días. Las
calles inundadas por peces gigantes llamados “Chimecos”, los cuales desembocan
en los arenales del Bordo de Xochiaca y se quedan varados para presenciar la
ilusión ignota de un juego de fútbol. Ciudad Limbo es un lugar cantado por El
Haragán y nosotros somos su compañía.
5) Un nueve, a veces un ocho
infinito, dentro de una escala de diez. Así defino algunos lugares de Ciudad
Limbo. Como por ejemplo, la tierna sonrisa de mi hermana. O las palabras de mi
madre durante la comida. El pan de muerto de mi abuelo. O la juventud de mi
padre, cuando cortejaba a mi madre montado en una pequeña bicicleta. Un gol por
entre las piernas en un sábado de gloria. Los rizos de Cynthia en la primaria
“Emiliano Zapata”. La tienda del Bona, donde se descubría el ocho infinito en
las letras de una pila de cartones de cerveza. El cuarto de Carlos con un
póster de Nirvana en el techo y una muñeca inflable que pasa de mano en mano
mientras Los Colvins cantan: “Eres una puta, pero no lo bastante…”. Un nueve, a
veces un ocho infinito.