> Arcanum VI: noviembre 2017

sábado, 18 de noviembre de 2017

Ciudad Limbo

Por Diego Bang Bang

1) Regresé a Ciudad Limbo muy pronto. Porque me avisaron que mi padre había sufrido un ataque al corazón. No tenía mucho de mi partida hacia Ciudad Monstruo. Apenas comenzaba a perderme entre sus alcantarillas. En aquel tiempo llevaba la idea de perderme y olvidarme de mi pasado por completo. Negar mi genealogía. Negar todo ese mosaico triste y sórdido en donde me veía reflejado. Pero el pasado es futuro. Y es una fuerza innegable e inconmensurable.

Y heme ahí de nuevo. En sus calles rectas y bajas. Con los rostros tristes e incomprendidos. Donde el viento sopla una melodía vulgar y donde todos nos hacemos tontos para no escucharla.

2) Valeria era su nombre. Una niña pequeña de tamaño que ya rozaba la adolescencia. Esa adolescencia precoz, vulgar y violenta propia de Ciudad Limbo. Porque acá las mujeres se embarazan luego de la fiesta de XV años. Porque acá las mujeres son mancilladas con palabras vulgares con regularidad.

Valeria no decidió subir a ese automóvil. Lo decidió su padre. Lo decidió el destino. Lo decidió el Diablo. ¿Qué miraban sus ojos al subir a esa combi? ¿Olía a grasa y a gasolina? ¿Qué fue lo último que escuchó Valeria? ¿Cuál fue su último pensamiento antes de ser asesinada?

¿Y el asesino? ¿Qué pasó por su cabeza? ¿Cuánta ansiedad reconcentrada en sus testículos? ¿Cuánto dolor a largo plazo nos cuesta este placer de corto plazo? Placer funesto, maldito y estúpido.

Mi sobrina también se llama Valeria. También vive en la Colonia Benito Juárez. Espero nunca le pase lo que le pasó a Valeria.

3) Me encuentro por encima de la Avenida Siete. Una laguna privilegiada para entender la palabra “conurbada”. Justo en esta franja la provincia choca de manera estruendosa con la capital hasta convertirse en otra cosa. Una cosa feroz e indetenible que avienta sus rastros y vestigios hasta las costas del metro Pantitlán o los muelles del aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México.

En el reflejo de la ventana se repiten patrones de luces y construcciones cuadradas de concreto gris. Con esa imagen baldía por delante, una serie de recuerdos se asoman en mi cabeza. Por ejemplo, mi primera visita a Radián en la cárcel. Porque ahí comenzaba la cárcel, ese era el comienzo de un camino sin retorno. Continuado en dos nichos espejo: uno a la virgen de Guadalupe y el otro dedicado a las potestades de la santa muerte. En ese preciso lugar, las puertas aperladas del infierno, recuerdo haber visto la mirada gris de Radián. Iluminada repentinamente por nuestro ansiado encuentro. Mi mano temblorosa, guardada en mi bolsillo derecho, jugueteaba nerviosamente con un puñado de monedas. Monedas catalizadoras de la violencia inmediatista y microfísica del lugar.

Esa misma tarde, Radián me entregó Rayuela a la orilla de una escalera en la cárcel, a la orilla de cualquier convención, a la orilla de la tranquilidad, a la orilla del mundo. En el inframundo que se expresa en el número cero si se le mira dentro de una escala de diez.

4) Ciudad Limbo es un lugar triste, melancólico, desgarrador. Un lugar de paso, ente mestizo constituido de concreto y hierbas malas rastreras. Un lugar donde los maridos matan a sus esposas con un cuchillo. Crisol armado de doble moral y centro comercial. Donde la música de banda se refracta en un cielo sin estrellas. Y donde el olor a basura se filtra por las ventanas acompañando muchas veces a los rayos del sol. Una luz fétida asoma en sus amaneceres y marca el designio de los días. Las calles inundadas por peces gigantes llamados “Chimecos”, los cuales desembocan en los arenales del Bordo de Xochiaca y se quedan varados para presenciar la ilusión ignota de un juego de fútbol. Ciudad Limbo es un lugar cantado por El Haragán y nosotros somos su compañía. 

5) Un nueve, a veces un ocho infinito, dentro de una escala de diez. Así defino algunos lugares de Ciudad Limbo. Como por ejemplo, la tierna sonrisa de mi hermana. O las palabras de mi madre durante la comida. El pan de muerto de mi abuelo. O la juventud de mi padre, cuando cortejaba a mi madre montado en una pequeña bicicleta. Un gol por entre las piernas en un sábado de gloria. Los rizos de Cynthia en la primaria “Emiliano Zapata”. La tienda del Bona, donde se descubría el ocho infinito en las letras de una pila de cartones de cerveza. El cuarto de Carlos con un póster de Nirvana en el techo y una muñeca inflable que pasa de mano en mano mientras Los Colvins cantan: “Eres una puta, pero no lo bastante…”. Un nueve, a veces un ocho infinito.