Por Diego Bang Bang
Escritores encerrados en
cubículos, sin contacto con el mundo material. Sin la posibilidad de
experimentar cosas genuinas en eso llamado realidad. ¿Acaso no se escribe sobre
la adrenalina de esperar en un punto de venta de droga? ¿Acaso no se escribe de
la culpa infinita que se siente después de ser infiel? ¿Acaso no se escribe
acerca de la manera como el capitalismo nos chupa la vida a cuentagotas? ¿Acaso
no se escribe sobre las injusticias cometidas en la recta final de las vidas de
nuestros padres? ¿Acaso no se escribe sobre la asfixia causada por un consumo
excesivo de crack o cocaína? ¿Para
qué una formación escritural de claustro con base en el mecenazgo de la clase
empresarial de México? Una formación a raya de las injusticias de la
existencia, a raya del dolor por hambruna e ignorancia. ¿Quienes deseamos ser
escritores deberíamos abandonar los perros románticos y acercarnos con mesura
de vida al mecenazgo acomodaticio? ¿A las fanfarrias y vítores de la solemnidad
enclaustrada?
—¿Por qué tantos jóvenes de tu
edad leen a Roberto Bolaño? Seguramente has leído Los Detectives Salvajes.
—Porque, como propone Villoro en
uno de sus textos, Los Detectives
Salvajes es una educación sentimental en la que todos nos podemos ver
identificados… Pero la obra principal de Bolaño no es Los Detectives Salvajes, sino los libros que le preceden. Y el
concepto principal de su obra es el de la Literatura
Nazi. Un concepto que refiere a cómo el campo político atraviesa al campo
de la literatura. Un concepto, o quizá una metáfora, que nos invita a
desentrañar el poder político enquistado en las obras de arte. Sobre todo, en
las literarias.
Ellos me miran atentamente.
Parece que he atrapado su atención. Más la del hombre viejo con apellido
europeo (Langagne). El otro viejo hombre, de mirada priista, se mantiene
callado. Como en otro plano.
Ha pasado poco tiempo de la
entrevista. Mi fervor por la obra de Bolaño y mi seguridad de fracaso lo han
hecho imperceptible. Por fin el viejo hombre de mirada priista dice “[…] nos ha
impresionado bastante tu perfil, pero son pocas las becas y tantos los buenos
perfiles. Es difícil decirte si estaremos en condiciones de darte la beca”—
retumba en el pequeño cuarto mientras uno de sus ojos toma una tangente de sus
movimientos regulares. “Decirte, finalmente, que parece que las letras son un
territorio de experimentación para ti. Te vamos a pedir que nunca dejes de
seguir tu intuición”.
—A riesgo de sonar rimbombante y
pedante, les puedo asegurar que vivo conforme lo aprendido en Los Detectives Salvajes. Trato de vivir
mi vida como si fuera una obra de arte. Trato de buscar la dimensión estética
de la existencia — balbuceo mientras huelo nuevamente el fracaso e intuyo la
marginación. Aprieto un par de veces sus manos, a manera de despedida, para tratar
de apelar a la piel de su memoria. Antes de cruzar el umbral de aquel cuarto lo
sé: no me otorgarán la beca. No sé si fui demasiado radical como para ser apadrinado por dinero de Televisa y de la
clase empresarial. No sé si es mi vejez la que no me permite ser formado como
escritor según los cánones de la figura de Octavio Paz. ¿Acaso los dramaturgos amanerados
son los dignos depositarios de este mecenazgo literario?
Bajo las escaleras de corte
antiguo y le deseo suerte al siguiente entrevistado. Es un joven enjuto con
grandes lentes. Lo veo y en él veo un pequeño cordero. La vieja de la recepción
sigue con su cara malhumorada. El policía sale del sopor de su caseta y me
despide con un “todas las entrevistas duran poco”. Mientras camino la calle de Liverpool, guardo el saco con el cual me
disfracé para pasar como un escritor comprometido. Como un escritor normal que
entiende el razonamiento intestino de las instituciones, como bien lo aconseja
Mario Bellatin. Como ese escritor que aparece en las notas periodísticas a
propósito de los diez años de la Fundación y habla sobre lo desafiante de
convertirse en escritor en una institución financiada por la clase empresarial.
Días después, a la semana
siguiente, recibo un correo electrónico con la negativa del otorgamiento de la
beca. Algo sabido y reforzador de mi ánimo perdedor y la sensación continuada
de derrota. Me siento mal todo ese día, hago cuentas de cuánto gastarán por
cada potencial escritor (144 mil pesos) y cuánto en total por toda la generación
(poco más de 4 millones de pesos). Pienso en los 90 millones de pesos reunidos como bolsa inicial cuando Azcárraga Jean decidió cumplir con el capricho cultural de su padre. Pienso en lo anterior y una sensación rara se apodera de mí. Me dan ganas de no volver a escribir. De dejarlo de hacer en definitiva. Y, al mismo tiempo, unas ganas irrefrenables de ponerme escribir se apodera de mí.
A la semana siguiente, vuelvo a encontrar a un par de jóvenes becarios con los que platiqué antes de la entrevista de selección. Estamos a la espera de entrar a una puesta en escena del geógrafo-dramaturgo. Platicamos con rigidez y un leve dejo de incomodidad a propósito de mi rechazo. Y con discreción acerca de su continuidad con los beneficios del insumo material. A decir verdad, ya había puesto en el costal del olvido ese fracaso. Una tribulación suplanta a otra y me encontraba concentrado en las dificultades de vejez de mis padres. El encuentro con los potenciales escritores sopló sobre la pequeña herida. ¿Debería lanzar diatribas resentidas sin fundamento ante el diseño institucional de la cultura? ¿Cuánto de la marginalidad es propiciada por el marginado? ¿Qué se esconde detrás de aquel encuentro casual? ¿Debería dejarme llevar por la envidia, la tirria y el enojo? Pésima salida. ¿Y si lo tomo como una provocación de la literatura, de la vida? Una afirmación de la identidad. Una postura firme ante la marginación institucional continuada. Una condición necesaria, una adversidad necesaria…