Escribimos, pero no en una cantina. Porque escribir en una cantina se
ha vuelto un lugar común. Es más, en las cantinas ya no hay escritores.
Hay editores. Editores que viven del éxito de un escritor consagrado.
Editores que beben más y venden más, pero escriben poco. Editores que
tienen relaciones públicas y relaciones púbicas, pero no tienen la
disciplina para cambiar la cosecha de su
viñedo literario. Pretenden ser como el editor de John Fante, pero
nunca como la ramera editora de Charles Bukowski. Se aceptan como amigos
de Eusebio Ruvalcaba. Y, claro, su meta es perpetuar ese gen hasta la
indolente ironía. Ahí están en las cantinas del centro ponderando a sus
escritores poco reconocidos y citando sus podredumbres de grupúsculo
literario. La misma punta de lanza será su más notorio dique: se dicen
sin padre, pero es lo primero que tienen. Más bien padrino. Por eso
nosotros no escribimos en una cantina, porque ha dejado de ser una sima.
Se ha convertido en un café vienés de relaciones públicas e impúdicas.
Nosotros, los IntRa, no tenemos padrino. Ni madrina. No hemos hecho de
la literatura un kit de presentaciones de libros y revistas ni tampoco
un juego indolente-irónico de cantina. La cantina, el lugar preferido de
los bohemios de la uva, es para nosotros apenas la entrada a la honda
sima.