> Arcanum VI: Caleidoscopio

jueves, 27 de diciembre de 2012

Caleidoscopio


Caleidoscopio 

Por Diego Bang Bang 

En el principio fue un mañana, como diría Spinetta. Una manía inesperada de ciencia ficción. Una entrada subrepticia a la dimensión desconocida. ¿Que no es posible? Todo es posible. 

Un desterrado a voluntad con el corazón hecho jirones. En un desierto plano y ramplón, deambulaba con el albornoz del mendigo cósmico. Los pies le ardían de día y le estrujaban por las noches. Alucinaba con la mujer espacial que daba vueltas sobre el camino de arcoíris. Ella no necesitaba la escafandra en el desierto, él, se decía para sus adentros, necesitaría la tecnología sonar en el arcoíris. Acaso un encuentro casual los habría de colocar en la misma órbita. 

El arcoíris desembocó, providencialmente, en una de las orillas del desierto después de una tarde de cortinas de arena y aullidos de coyote. El mendigo hundía sus pies en el oasis de horror mientras la mujer espacial ya dibujaba en el aire su primera sinfonía. Él la miró a lo lejos como el paisano mira la frontera autóctona. Si el desierto le planteaba preguntas a borbotones, aquella mujer le ofrecía la respuesta absoluta: el movimiento en medio de la nada. Por fin desembarcó en su cisne de jengibre el cual brillaba en un dorado incontenible. ¿Que no es posible? Todo es posible. Las variables de tiempo y espacio en concomitancia, la nubes con sus bordes desbordados. La cromática del arcoíris desdoblada. Para el mendigo la visión comenzó a flaquear. Había tropezado y la miraba de detrás de una cortina movediza. Quizá fuera la sed o el hambre o sólo la altísima temperatura del desierto, pero su imagen se presentaba irreal. Se iba con cada segundo que pasaba, se hacía más borrosa. Y, de golpe, la profundidad del éter. La plena oscuridad.

Una densa gota de sudor, quizá de vida, lo despertó de un sueño profundo. Los huesos le dolían a más no poder. Las manos las tenía engarrotadas. En lo alto un par de lunas brillaban centelleantes. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que se lanzó aquel cohete? ¿Cuánto tiempo desde esa inesperada mañana de despedida? ¿Cuánto tiempo desde el último baile y la señal de despedida? La sequedad de la boca y el ardor de las rodillas lo sacaron de las hendiduras mentales. El viento cantaba con un flautín endemoniado. ¿Y la mujer espacial?, se cuestionó repentinamente. Trató de mover el musculo principal de la pantorrilla sin poder lograrlo. En ese momento era un alma errante en un cuerpo engarrotado. Recordó una canción, la canción de su larga estancia de hibernación. “Young Folks”, tan precisa para el momento de debut y despedida. La había encontrado en el momento menos perfecto, pero más perfectible. Él no envejecería y ella tampoco, según los dictados de la tecnología en boga. Y de la música se pasó al olor. Ese olor a hierba, a fresa, a pléyade. El albornoz se sacudió en aquel momento y de alguna de las lejanías se escuchaba un sonido rastrero. Después los cascabeles sonaron. En lo alto el par de lunas semejaban luminarias artificiales, de algún modo lo eran. De algún modo todo aquello lo era.

En el horizonte despuntaban los primeros hilos del amanecer. Sus ojos sintieron la marea dorada de luz y se abrieron con un resquemor levemente hostil. A lo lejos, otra vez podía verse el arcoíris. Era una especie de fractal. Los ramales crujían ante el azote del último grito del anochecer. Ahí estaba, ahí seguía en la hora más oscura antes del amanecer. Con el teatro de la mirada lleno de recuerdos terrenales. Y entonces, al fondo como un punto de fuga, apareció ella. La enviada por azar o la profeta por convicción. Cabalgaba en el lomo de jengibre y su semblante se miraba despreocupado. Ni idea de dónde venía ni adónde iba. Pasó de largo del camino multicolor. A cada segundo se acercaba más y más. Hasta que se detuvo ante sus ínfimas pestañas. Tuvo que cerrar los ojos en primera instancia porque el resplandor era insoportable. Entonces, ella estiró su cuerpo con soltura en dirección al suyo. Su mano se posó en su frente. Después de hurgar en uno de los bolsillos de su traje luminiscente, le dio en la boca una hierba. El sabor era fresco como una menta. Sin más, aquel hermoso accidente de colores, se alejó. Por fin recobró un poco de fuerza. Las luces del día despegaban con más brío. Las lunas eran ya un boceto de gis espacial. Ella montaba el primer tramo del arcoíris que se replegaba en la dirección de su paso. La última visión de aquel hermoso accidente sideral fue la estampa de un caleidoscopio en lo más alto del cielo.

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