La complicidad del juego
Por Diego Bang Bang
¿Te gustan los juegos?, dijo A.
Sólo en los cuentos de Cortázar, contestó D. Bueno… y jugar conmigo, ¿lo
harías?, propuso A. Todo el tiempo, repuso D. Primero, lo primero, el glíglico,
la nadja y el nadsat; es decir, una lengua propia, enlistó A. Creo que los
gemidos, los gestos, los olores erógenos y las zonas de guerra corporal ahí van
como ese lenguaje, afirmó D. Sí, en parte: tu lengua en la parte interior de
mis muslos y tu pecho en mi espalda, recordó A. Pero, creo que te referías a
otra cosa, alertó D. Algo más complicado y menos instintivo, aseguró A. Eso
lleva más tiempo, por el momento me quedó con las zonas de guerra corporal,
declinó D. ¿Y si fuéramos sombras?, asestó A. Sería más difícil reconocerte,
reconoció D. ¿Cómo lo harías?, ahondó A. Construiría una máquina que
reconociera las huellas luminosas de tu sombra, aventuró D. Vaya, Roberto Artl
estaría orgulloso de vos, ironizó A. Deja ya al magnánimo de Artl descansar en
paz que es cosa de locos evocarlo ahora, terció D. Ya pues y si fuera un
reflejo, ¿qué harías?, apresuró A. Iría con la abuela de Elvira que es un
médium reconocida por la Organización Internacional de Médiums y Brujos, bromeó
D. Detente ya con eso de las esoterías y el organismo multilateral de brujos y
nahuales, espetó A. ¿Sabes que juego ha de ser lindo?, conminó D. Ahí vas con
tu Bolaño y sus aburridos wargames,
adelantó A. Aún no estamos en los juegos del terror, recriminó D. ¿Entonces?,
preguntó A. El jueguito ese de la botellita que menciona Bersuit en su canción,
apuró D. ¿Y de qué va eso?, inquirió A. La botellita, según entiendo, es un
reloj o, mejor dicho, una máquina capaz de manipular el tiempo. Esa máquina,
según mi interpretación, congela a los personajes de la canción. Los pasa de un
recreo cualquiera en el colegio a una charla dolorosa después de muchos años
sin verse. El intersticio que hay entre los dos momentos no lo perciben. O lo
sintieron como un sueño o una vigilia engañosa. Lo más triste, después de
tantos años, es que caen en cuenta de que sus derroteros no se empalmaron. Caen en cuenta de que esa complicidad del
juego en la infancia es imposible encontrarla en algún otro momento de sus
vidas, excepto por la complicidad que el jueguito les recrea en dolor al final
de sus vidas. ¿Y eso para ti es lindo? Según no estábamos en los juegos del
terror, interrumpió A. Bueno, es lindo por ser un juego que inmiscuye al
tiempo, pero el tiempo es el juego más traicionero, aseguró D. De acuerdo, pero
lo más notable no es eso, sostuvo A. ¿Entonces?, preguntó D. Diste en el clavo
sin querer, lo más importante y rescatable de tu perorata lúdica no es ni el
tiempo ni su cualidad traicionera. Lo más importante es que ya sea en la
alegría o en el dolor del juego, uno siempre necesita a un cómplice, aseguró A.
Mira ahora que lo dices… dijo D. ¿A qué jugamos nosotros?, inquirió A. Esa es
la gran pregunta, contestó D. No, la gran pregunta es la siguiente: ¿a qué
juegan los amantes?, sentenció A.
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