Las aves de presa en la soledad
Por Diego Bang Bang
La soledad sabe a ajenjo,
huele a humedad y se escucha a ritmo a go-go. Es una frontera,
un cruce, una amalgama. Es un espacio que se comparte sólo con la
sombra. Los metales y las voces crecen, poco a poco. El ajenjo hace
lo propio: comienza a marear. Una gotera se une a la sección de las
percusiones. Golpea, tamborilea en la superficie de plástico de una
vieja consola de videojuego. En la soledad los coches suenan a buques
en alta mar, los árboles son monstruos de la oscuridad. La humareda
de la ciudad es el telón preferido para las aves. Aves de caza. En
este cuarto de azotea aún merodea el hilillo de tu perfume natural.
También la perfidia de tu sangre vaginal. Debajo del colchón están
los viejos periódicos, las viejas noticias. Noticias lejanas para
nuestro mundo de ensueño: sexo oral y anal todos los viernes por la
mañana. Los sábados, eléctricos, nacían con el sonido a go-go
de The Bostweeds y, por las tardes, películas de Bergman. Aunque, es
necesario hacer la aclaración, nunca vimos la más importante:
“Escenes from a marriage”. Las zapatillas, con olor a sudor y a
cuero, descansaban en la alfombra el resto de la semana. Los viernes
desde temprano, antes de lo oral y lo anal, música soul (siempre nos
pareció adecuado aquel epíteto musical). Antes de cualquier
perversión (volvamos a lo oral y lo anal) una plegaria: la música
de Salomon Burke o Aretha. Y, a manera de acotación de baile, me
dijiste que recordabas pocas novelas en las que los personajes
bailaran. En cambio, muchas escenas de películas. Comenzaste,
entonces, a bailar como la rubia de “Faster, Pussycat! Kill!
Kill!”. Tus manos siempre estaban resecas. Lo noté, con más
exactitud, la primera vez que me masturbaste. Acostados en los pastos
del Parque Hundido. Mientras las personas hacían lo suyo: deambular
como parte de una escenografía. Fue en esta oscuridad solitaria
de azotea que te mostré mis calzoncillos fosforescentes. Los compré
vía internet y siempre te aseguré que, muy probablemente, los
integrantes de Kraftwerk usaban alguna prenda así. Tu risa fue
apoteósica, una apoteosis que me llenaba de seguridad. Una apoteosis
con sabor a cereza, con olor a eucalipto, de sonido indefinido por
melodioso. La soledad es una silepsis con el mundo; una concordancia
con tu recuerdo. Y, ahora lo noto, las aves de caza no son tal. Se
han convertido en aves de presa. Vienen por los restos de mi soledad.
Tomaré el último trago de este ajenjo. Sentiré una vez más la
picazón nasal de la humedad. Subiré el volumen del pegajoso a
go-go. Las malvadas aves ya se encuentran en el umbral de mi
ventana.
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