> Arcanum VI: 6 26 29

martes, 13 de noviembre de 2012

6 26 29

6 26 29

Por Diego Bang Bang 
Últimamente en todos lados se me aparece la cualidad inconclusa de las cosas. De las personas, de las formas amorosas y, sobretodo, de los destinos amorosos. Y es que en nuestra manera de pensar, si se me permite la arriesgada disquisición, occidental se mantiene escondido el eje de la inconclusión. En algún libro, una novelita rock, leí que todas las cosas deben tener un comienzo y un final y que así debía de ser… pero eso no pasa, al menos no es lo más frecuente que suceda. Y no hablo, escribo más bien, de procesos sociales latinoamericanos o tal vez sí hable de ello pero no es mi intención. Mi intención es describir, o tratar de hacerlo, la manera en que los latinoamericanos vivimos en un limbo y tenemos esa manía de no cerrar nunca nada. Somos personas que nunca terminamos por hacer que sus destinos coincidan.
De sí, entonces, fue como poco a poco caí en la cuenta que no había olvidado a mi primer gran amor. La busqué tramposamente. Fingí una sorpresa nerviosa, con una sonrisa nerviosa. Platicamos. Supe que tenía una relación sólida y que seguía perdida en los médanos literarios. Leía y leía y me contó que leía para encontrarse porque con el tiempo se había dado cuenta que las personas comprenden menos. Que vivir era un acto de confusión inminente.
Hicimos el amor.
Deshicimos los corazones. Porque después de verla y de que se marchara de mi cuarto de azotea, en mi pecho comenzó a sentirse un precipicio. Uno muy escarpado y rugoso. Con las manos en ese pecho en vilo, me acomodé a llorar como no lo había hecho en mucho tiempo. Y de súbito me di cuenta que todo se derrumbaría a mi alrededor.
Poco tiempo después intenté buscarla de nuevo. Sin embargo, un algo me decía que se la había tragado la tierra. Súbitamente, no contestaba en su celular y nadie hacía lo propio en su teléfono de casa. Decidí ir a su domicilio y el intento fue vano. La casa parecía una liebre momificada. Nada se movía en sus adentros y tampoco nada emitía ruido alguno. Sentado debajo del árbol que daba la bienvenida, me hice las más extrañas preguntas.
Su presencia por segunda ocasión me había ultimado una especie de malestar. Caminaba a diario como con una herida ininteligible en el pecho. Una herida que se tragaba cualquier intento de sosiego. Una especie de vorágine en la que permanecían sus recuerdos, nuestros recuerdos.
Fue, entonces, cuando comencé a sentirme más extraño. Mis sueños eran cada día más vívidos. Y, de golpe, las cosas se doblaban o tomaban un extraño color. Las calles, Madero por ejemplo, eran de un verde opaco. Guerrero, por ejemplo, era de un sepia desértico. Era, a su vez, como si mis huesos y mis músculos comenzarán a reblandecerse como migajón en café con leche. Mis pies flaqueaban y, solamente, ella aparecía en colores. Sus cabellos eran hilos de neón, sus uñas como anfetaminas y sus ojos como botones de marfil. En verdad algo me pasaba y se paseaba en mí. Un buitre de mal agüero o una medusa con tentáculos de plastilina. Y, al final, otra vez ella. Con un canto en Esperanto.
Días después comenzó la cuestión del número. Un número raro aparecía todas las noches en mi cabeza. 62629. Y no sólo en mis sueños. Por ejemplo, en placas de coches aparecía 6 AN 29. En las cuentas de pago, en los boletos del metro o tickets de otros servicios. Ese número comenzó a volverse una constante insoslayable.
Una noche más extraña de lo normal, me di cuenta que mi número de afiliación a la universidad también contenía, de manera sucinta, ese número. Y, que de alguna manera azarosa, era el día en que había conocido (después de investigarlo lo supe) a ese primer gran amor. Lloré el día que lo supe. Más aún, quedé prendado de la misteriosa manera cómo la numeralia se significa en la vida cotidiana. Reflexioné acerca de la manera cómo los números nos pasan desapercibidos y, sin embargo, un día se manifiestan.
El fin de semana inmediato le conté mi historia a RadiAn. Le conté de la manera cómo ella había desaparecido. La última vez que hicimos el amor y otros detalles. Y, con su tono visceral, me dijo que me había sucedido un final bolañiano. Que ella había salido de mi vida como los personajes de Archimboldi saltan de las páginas. Que ella había rajado mi pecho para que manara sangre indefinidamente (¿infinitamente?)... Que ella se había marchado y me había dejado a cuestas la maldición de Enrique Martin. Que no es otra que la maldición de la inconclusión.

1 comentario: