Por Diego Bang Bang
Últimamente
en todos lados se me aparece la cualidad inconclusa de las cosas. De
las personas, de las formas amorosas y, sobretodo, de los destinos
amorosos. Y es que en nuestra manera de pensar, si se me permite la
arriesgada disquisición, occidental se mantiene escondido el eje de
la inconclusión. En algún libro, una novelita rock, leí que todas
las cosas deben tener un comienzo y un final y que así debía de
ser… pero eso no pasa, al menos no es lo más frecuente que suceda.
Y no hablo, escribo más bien, de procesos sociales latinoamericanos
o tal vez sí hable de ello pero no es mi intención. Mi intención
es describir, o tratar de hacerlo, la manera en que los
latinoamericanos vivimos en un limbo y tenemos esa manía de no
cerrar nunca nada. Somos personas que nunca terminamos por hacer que
sus destinos coincidan.
De sí,
entonces, fue como poco a poco caí en la cuenta que no había
olvidado a mi primer gran amor. La busqué tramposamente. Fingí una
sorpresa nerviosa, con una sonrisa nerviosa. Platicamos. Supe que
tenía una relación sólida y que seguía perdida en los médanos
literarios. Leía y leía y me contó que leía para encontrarse
porque con el tiempo se había dado cuenta que las personas
comprenden menos. Que vivir era un acto de confusión inminente.
Hicimos
el amor.
Deshicimos
los corazones. Porque después de verla y de que se marchara de mi
cuarto de azotea, en mi pecho comenzó a sentirse un precipicio. Uno
muy escarpado y rugoso. Con las manos en ese pecho en vilo, me
acomodé a llorar como no lo había hecho en mucho tiempo. Y de
súbito me di cuenta que todo se derrumbaría a mi alrededor.
Poco
tiempo después intenté buscarla de nuevo. Sin embargo, un algo me
decía que se la había tragado la tierra. Súbitamente, no
contestaba en su celular y nadie hacía lo propio en su teléfono de
casa. Decidí ir a su domicilio y el intento fue vano. La casa
parecía una liebre momificada. Nada se movía en sus adentros y
tampoco nada emitía ruido alguno. Sentado debajo del árbol que daba
la bienvenida, me hice las más extrañas preguntas.
Su
presencia por segunda ocasión me había ultimado una especie de
malestar. Caminaba a diario como con una herida ininteligible en el
pecho. Una herida que se tragaba cualquier intento de sosiego. Una
especie de vorágine en la que permanecían sus recuerdos, nuestros
recuerdos.
Fue,
entonces, cuando comencé a sentirme más extraño. Mis sueños eran
cada día más vívidos. Y, de golpe, las cosas se doblaban o tomaban
un extraño color. Las calles, Madero por ejemplo, eran de un verde
opaco. Guerrero, por ejemplo, era de un sepia desértico. Era, a su
vez, como si mis huesos y mis músculos comenzarán a reblandecerse
como migajón en café con leche. Mis pies flaqueaban y, solamente,
ella aparecía en colores. Sus cabellos eran hilos de neón, sus uñas
como anfetaminas y sus ojos como botones de marfil. En verdad algo me
pasaba y se paseaba en mí. Un buitre de mal agüero o una medusa con
tentáculos de plastilina. Y, al final, otra vez ella. Con un canto
en Esperanto.
Días
después comenzó la cuestión del número. Un número raro aparecía
todas las noches en mi cabeza. 62629. Y no sólo en mis sueños. Por
ejemplo, en placas de coches aparecía 6 AN 29. En las cuentas
de pago, en los boletos del metro o tickets de otros
servicios. Ese número comenzó a volverse una constante
insoslayable.
Una
noche más extraña de lo normal, me di cuenta que mi número de
afiliación a la universidad también contenía, de manera sucinta,
ese número. Y, que de alguna manera azarosa, era el día en que
había conocido (después de investigarlo lo supe) a ese primer gran
amor. Lloré el día que lo supe. Más aún, quedé prendado de la
misteriosa manera cómo la numeralia se significa en la vida
cotidiana. Reflexioné acerca de la manera cómo los números nos
pasan desapercibidos y, sin embargo, un día se manifiestan.
El fin
de semana inmediato le conté mi historia a RadiAn. Le conté de la
manera cómo ella había desaparecido. La última vez que hicimos el
amor y otros detalles. Y, con su tono visceral, me dijo que me había
sucedido un final bolañiano. Que ella había salido de mi
vida como los personajes de Archimboldi saltan de las páginas. Que
ella había rajado mi pecho para que manara sangre indefinidamente
(¿infinitamente?)... Que ella se había marchado y me había dejado
a cuestas la maldición de Enrique Martin. Que no es otra que la
maldición de la inconclusión.
Siempre los fade out's, siempre en los no-lugares...
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