> Arcanum VI: Periferias del Narco

viernes, 16 de octubre de 2015

Periferias del Narco

Por Diego Bang Bang

Esta historia está desenfocada. Esta pequeña historia es tangencial. Es un rayo oblicuo atravesando la tempestad. Una sustancia visceral mezclada con el ácido estomacal de una tierra baldía.

Comenzó una noche hace ya varios años. Situada en uno de los círculos abismales de la Isla de Filoctetes. Terminó esa misma noche como todas las peripecias en esta isla.

El personaje principal es el viento. Un viento rojo que avanza poco a poco en el transcurso de la noche. Una mancha seminal que cubre el fondo de nuestros sueños. 

Respiramos el viento y lo convertimos en aliento. El ave del viento hace fotosíntesis con nuestra química alcohólica. Así caminamos entre sueños rotos, sin saber lo que la Máquina nos tiene preparado.

Un mismo cuarto para los tres. Así estamos aún en mi memoria. Despiertos envueltos por volutas con olor a gas. Dormidos con el olor a sexo marchito. Los dientes tiemblan al rememorar el encuentro inmediatamente anterior: ¡Jesús!

Un momento antes le encontramos. Lo encontramos. No al Hijo de Dios. Sí al Mesías. También al Judas. Supimos su nombre luego de haber dado las primeras caladas a su cigarro de marihuana.

Instalados en su pequeño automóvil. Se había acercado a nosotros a la luz de un Oxxo. Nos invitó a beber una cerveza de manera efusiva. Por el dinero no debíamos preocuparnos. No lo hicimos. Subimos y aparcamos justo frente a la casa de mis padres.

“Amo demasiado a mi hija”, dijo abruptamente. “También a mi esposa”, completó. Después de los primeros 5 minutos ya no nos miraba. Ni siquiera en el reflejo del espejo retrovisor. Su mirada se encontraba en un hoyo negro incrustado en medio del parabrisas.

Clavijero bebía de manera desfachatada. El viento rojo avanzaba lentamente. Radián volteado hacia su propio reflejo en el vidrio lateral. Jesús, así se llamaba. Amaba en superlativo a su hija. También a su esposa. El viento rojo ya era para entonces el sudario del Hombre de la Luna.

Sus manos hormigueaban sobre el volante. Silencio entonces. El coche era un desorden total. Basura en todos sus recovecos. Las circuitos eléctricos colapsados igual que los nervios. Su chamarra olía a pólvora. Su sexo estaba marchito. La palidez parduzca de su cara: un vivo reflejo del viento rojo. Rojo como el coyote inmenso que aullaba debajo de aquella noche.

La mirada de Radián se posa en la mía. Esta historia está desenfocada. Es una línea amarilla trazada en medio de la gran capa roja. Un ojo noctambulo cruzado por una paja de cristal lacerante. Pensamos lo mismo. Clavijero fuma marihuana desgarbadamente. Nos despedimos mientras Jesús regresa de sí. Dos legañas brillan con el furor de lágrimas. Bajamos del pequeño automóvil.

Antes de abrir la puerta, Clavijero nos manda al diablo. Su cuerpo necesita droga. También el nuestro, pero somos drogos pudorosos. Cobardes. Nuestro amigo, entonces, se confunde con el punto de fuga rojizo desdibujado en el horizonte.


Cerramos la puerta. Con aliento alcohólico lo decimos: “Acaba de matar a alguien”. Jesús era un asesino a sueldo. Amaba a su hija en superlativo. Un sicario de la Isla de Filoctetes. Amaba a su esposa también.

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