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lunes, 27 de mayo de 2013

La caída de nuestro imperio


La caída de nuestro imperio 

Por Diego Bang Bang 

En ningún otro ámbito, como en la terminación del amor y la caída de algún imperio, las cosas son tan absolutamente trágicas. Siempre me ha gustado pensar el amor como una especie de imperio. Y, comencemos con la analogía, se sabe que ningún imperio ha sobrevivido al paso del tiempo.

Fuimos imperio en el sentido irrestricto del término. Porque hay algo en los imperios que los hace trascendentes e insoslayables. Hay algo en esas conformaciones totales que penetra en cada uno de nosotros hasta convertirse en una huella indeleble e irrastreable.

Todo imperio tiene un principio.

Los imperios en su forma primigenia son un momento, una coyuntura de fuerzas y pulsiones. Una alocada tendencia de deseos y caricias. De charlas explícitas y devaneos subrepticios. De sueños inflamables y canciones providenciales. Los imperios se forman por la necesidad de saberse parte de otro; de saberse indefenso en un terreno de hiedras y lodo.

Los imperios viven momentos gloriosos. Ganan grandes batallas y conquistan territorios. Nuestro imperio le ganó la batalla a la estulticia y a cualquier tipo de deterioro inmediato. Nuestro imperio conquistó los odiosos territorios de los celos y la posesión.

Y en los templos se cantaba de alegría y los poetas componían con sus letras las muchas cosas descompuestas. Porque en los imperios también hay desencuentros y rupturas.

Todo imperio vive alguna crisis.

Lo primero en crisis en cualquier imperio son los vasos comunicantes. Nuestras clases en un silencio progresivo. Nuestras castas en luchas intestinas. Nuestros cafés en ruina y las plazas públicas en abandono continuo. Nuestras instituciones amorosas perdidas. Nada más triste que negarnos la mirada, nada más impotente que resignarnos en caída.

Y, entonces, la guerra. Las luchas intestinas y las atroces despedidas. Los llamamientos a las armas y los enconos de las castas. Nuestra pequeña burguesía y la nada noble nobleza. Las trampas de la aristocracia del corazón: una diplomacia llena de dolor. Los primeros cañonazos y, por fin, la táctica y la estrategia. Mentir, escindir: cualquier verbo en infinitivo como incentivo de nuestra cisma.

Es hora de mover las piezas. Regimientos de rencor, parafernalias como artillerías. Nuestros antiguos cuartos como cuartos de guerra. Ya es hora de sacar a los soldados, ya es hora de luchar cuerpo a cuerpo. No es sólo el final del amor, querida, es también el inicio de nuestra guerra y la pronta despedida.

Todo imperio es historia.

Primero una verdad de guerra: nunca nadie gana la bélica. Tanto me dolió matar a tus cabos del recuerdo, tanto me costó dejar las costumbres de tus capitanes. ¡Generales del amor no se marchen todavía! Les pido, al menos, una linda despedida. Una última llamada amorosa a la guerra placentera.

Ya las carretas recogen a los muertos. Ya los últimos tanques abandonan la zona roja de guerra. Nos miramos de lejos, separados por las batallas enfermas, como enemigos que nunca pensamos seríamos. Allá vas con la cara hacia sol, en retirada. Yo también me retiro: con las entrañas hechas corazón y el corazón hecho trizas. Y pensar que creímos en nuestro imperio como algo imperecedero. De ahora en adelante, tendremos que pensárnoslo más antes de querer formar algún imperio.

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