El ritual
Por Diego Bang Bang
Andresito Wurlitzer
trabajaba en las paradojas del tiempo y el espacio. De alguna manera,
la idea de estar en dos lugares al mismo tiempo o la idea de
recomenzar acciones del pasado en un futuro lejano, eran sus grandes
obsesiones. Muchas noches soñó con resolver dichas paradojas a
través de sus invenciones.
Muchas noches,
también, soñó con los conejitos blancos. Más exactamente, en un
ritual antiguo que implicaba conejitos blancos, gatos negros y
piedras de mar. Más o menos era algo así: los lugareños de una
ciudad costera se reunían para colocar a los conejitos blancos y a
los gatos negros sobre las piedras de mar. La idea era que los gatos
negros y los conejitos blancos pudieran pervivir en el mismo espacio.
Sin embargo, llegado cierto tiempo, los gatos negros comenzaban a
comerse a los conejitos blancos. Después de un tiempo, lo único que
quedaba eran gatos negros y piedras de mar. Los gatos negros
defecaban a los conejitos blancos sobre los recipientes llenos de
piedras de mar. Y eso era todo. Una especie de ciclo. Un ciclo
malvado.
Una mañana Andresito
se levantó aún con las imágenes del sueño y con muchas ganas de
operar a alguno de sus robots. Tenía un robot que era, más
exactamente, un cyborg. Había implantado partes robóticas en un
cadáver que había robado de la morgue. Caminó al refrigerador y lo
sacó. Wurlitzer tomó el bisturí y lo hundió en la piel del
cadáver. Acometió una abertura de cerca de 25 centímetros desde el
diafragma hasta el vientre. Cuando terminó la incisión sintió una
extrañeza en su cuerpo. Una especie de desdoblamiento que lo hizo
voltear a su derredor. Miró sus apuntes en una mesa. Miró la
esquina con el reloj de mercurio que languidecía gota a gota. Todo
enrarecido por la atmosfera que brindaban las luces intermitentes. De
golpe, un apagón.
Con los ojos fijos en
aquella oscuridad repentina. Con un miedo inefable para alguien tan
racional. Con una fuerte sensación de estar soñando o estar muerto
en vida. Con esa desesperación alcanzó a ver una luz. En realidad,
dos luces redondas y profundas. Esas luces redondas daban de frente a
sus ojos. Un par de luces debajo de una de sus mesas. Un par de luces
que eran un par de ojos. Un par de ojos que, cuando regresó la
caprichosa luz, pertenecían a un gato negro.
Andresito, entonces,
emitió una bocanada de miedo. Aunque de primera instancia no quiso
reconocer que era de miedo. El gato negro acechaba fijamente como si
el tiempo se hubiera detenido. Entonces pensó que lo mejor era
seguir trabajando. Hacer la operación y dejar que el gato pereciera
en la indiferencia. Entonces, con la mirada fija en la incisión,
prosiguió a hurgar en los interiores del cadáver. Comenzó a mover
lentamente los metales revestidos de tejido orgánico. Los separaba
para revisar las conexiones o posibles desconexiones. Y, entonces, el
terror. Ahí estaba y no sólo era uno, pero sí el primero. Un
conejito blanco se movía en las entrañas del cyborg. Se movía y
paraba las orejas mientras otro despertaba en la parte superior del
cadáver. Alguno otro ya asomaba por las orejas y otro por la boca.
Andresito volteó y también el gato seguía al acecho. Se echó para
atrás y tropezó con un montón de chatarras. Tendido en el piso,
mientras el reloj goteaba lentamente, vio como otro gato salía del
ropero. Antes de cerrar los ojos, también vio que los conejitos
blancos ya inundaban todo el cuarto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario