> Arcanum VI: Alcantarillas literarias

viernes, 29 de septiembre de 2017

Alcantarillas literarias

Por Diego Bang Bang 

Escritores encerrados en cubículos, sin contacto con el mundo material. Sin la posibilidad de experimentar cosas genuinas en eso llamado realidad. ¿Acaso no se escribe sobre la adrenalina de esperar en un punto de venta de droga? ¿Acaso no se escribe de la culpa infinita que se siente después de ser infiel? ¿Acaso no se escribe acerca de la manera como el capitalismo nos chupa la vida a cuentagotas? ¿Acaso no se escribe sobre las injusticias cometidas en la recta final de las vidas de nuestros padres? ¿Acaso no se escribe sobre la asfixia causada por un consumo excesivo de crack o cocaína? ¿Para qué una formación escritural de claustro con base en el mecenazgo de la clase empresarial de México? Una formación a raya de las injusticias de la existencia, a raya del dolor por hambruna e ignorancia. ¿Quienes deseamos ser escritores deberíamos abandonar los perros románticos y acercarnos con mesura de vida al mecenazgo acomodaticio? ¿A las fanfarrias y vítores de la solemnidad enclaustrada?

—¿Por qué tantos jóvenes de tu edad leen a Roberto Bolaño? Seguramente has leído Los Detectives Salvajes.

—Porque, como propone Villoro en uno de sus textos, Los Detectives Salvajes es una educación sentimental en la que todos nos podemos ver identificados… Pero la obra principal de Bolaño no es Los Detectives Salvajes, sino los libros que le preceden. Y el concepto principal de su obra es el de la Literatura Nazi. Un concepto que refiere a cómo el campo político atraviesa al campo de la literatura. Un concepto, o quizá una metáfora, que nos invita a desentrañar el poder político enquistado en las obras de arte. Sobre todo, en las literarias.

Ellos me miran atentamente. Parece que he atrapado su atención. Más la del hombre viejo con apellido europeo (Langagne). El otro viejo hombre, de mirada priista, se mantiene callado. Como en otro plano.

Ha pasado poco tiempo de la entrevista. Mi fervor por la obra de Bolaño y mi seguridad de fracaso lo han hecho imperceptible. Por fin el viejo hombre de mirada priista dice “[…] nos ha impresionado bastante tu perfil, pero son pocas las becas y tantos los buenos perfiles. Es difícil decirte si estaremos en condiciones de darte la beca”— retumba en el pequeño cuarto mientras uno de sus ojos toma una tangente de sus movimientos regulares. “Decirte, finalmente, que parece que las letras son un territorio de experimentación para ti. Te vamos a pedir que nunca dejes de seguir tu intuición”.

—A riesgo de sonar rimbombante y pedante, les puedo asegurar que vivo conforme lo aprendido en Los Detectives Salvajes. Trato de vivir mi vida como si fuera una obra de arte. Trato de buscar la dimensión estética de la existencia — balbuceo mientras huelo nuevamente el fracaso e intuyo la marginación. Aprieto un par de veces sus manos, a manera de despedida, para tratar de apelar a la piel de su memoria. Antes de cruzar el umbral de aquel cuarto lo sé: no me otorgarán la beca. No sé si fui demasiado radical como para ser apadrinado por dinero de Televisa y de la clase empresarial. No sé si es mi vejez la que no me permite ser formado como escritor según los cánones de la figura de Octavio Paz. ¿Acaso los dramaturgos amanerados son los dignos depositarios de este mecenazgo literario?

Bajo las escaleras de corte antiguo y le deseo suerte al siguiente entrevistado. Es un joven enjuto con grandes lentes. Lo veo y en él veo un pequeño cordero. La vieja de la recepción sigue con su cara malhumorada. El policía sale del sopor de su caseta y me despide con un “todas las entrevistas duran poco”. Mientras camino la calle de Liverpool, guardo el saco con el cual me disfracé para pasar como un escritor comprometido. Como un escritor normal que entiende el razonamiento intestino de las instituciones, como bien lo aconseja Mario Bellatin. Como ese escritor que aparece en las notas periodísticas a propósito de los diez años de la Fundación y habla sobre lo desafiante de convertirse en escritor en una institución financiada por la clase empresarial.

Días después, a la semana siguiente, recibo un correo electrónico con la negativa del otorgamiento de la beca. Algo sabido y reforzador de mi ánimo perdedor y la sensación continuada de derrota. Me siento mal todo ese día, hago cuentas de cuánto gastarán por cada potencial escritor (144 mil pesos) y cuánto en total por toda la generación (poco más de 4 millones de pesos). Pienso en los 90 millones de pesos reunidos como bolsa inicial cuando Azcárraga Jean decidió cumplir con el capricho cultural de su padre. Pienso en lo anterior y una sensación rara se apodera de mí. Me dan ganas de no volver a escribir. De dejarlo de hacer en definitiva. Y, al mismo tiempo, unas ganas irrefrenables de ponerme escribir se apodera de mí. 

A la semana siguiente, vuelvo a encontrar a un par de jóvenes becarios con los que platiqué antes de la entrevista de selección. Estamos a la espera de entrar a una puesta en escena del geógrafo-dramaturgo. Platicamos con rigidez y un leve dejo de incomodidad a propósito de mi rechazo. Y con discreción acerca de su continuidad con los beneficios del insumo material. A decir verdad, ya había puesto en el costal del olvido ese fracaso. Una tribulación suplanta a otra y me encontraba concentrado en las dificultades de vejez de mis padres. El encuentro con los potenciales escritores sopló sobre la pequeña herida. ¿Debería lanzar diatribas resentidas sin fundamento ante el diseño institucional de la cultura? ¿Cuánto de la marginalidad es propiciada por el marginado? ¿Qué se esconde detrás de aquel encuentro casual? ¿Debería dejarme llevar por la envidia, la tirria y el enojo? Pésima salida. ¿Y si lo tomo como una provocación de la literatura, de la vida? Una afirmación de la identidad. Una postura firme ante la marginación institucional continuada. Una condición necesaria, una adversidad necesaria…

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