Por Diego Bang Bang
Betweeen the
clock and the bed
Shapes move
inside my head
We've all felt
the implications
Between the
clock and the bed de The Manic Street Preachers
Hay, al menos, un par de
personajes que recuerdo tendidos sobre su cama y mirando
inquisitivamente el techo de su aposento. Uno es el protagonista de
La tumba y el otro es el protagonista de Eternal sunshine
of the spotless mind. A ambos los recuerdo con una modorra y una
estulticia instaladas en su ánimo. Con punzadas en los flancos de la
cabeza o con una ansiedad resquemante y rebosante en el pecho. No sé
si es por forzada sincronía o identificación baladí, pero ambos
techos los recuerdo azules. Como el mío justo en este momento.
En ambos personajes más
uno, el despertar es ese momento decisivo e iniciático en el que se
dan golpes de cabeza. Es por eso que deciden apretujar los dedos de
los pies, sólo para corroborar una realidad sensorial engañosa. El
siguiente movimiento es facial, necesariamente. Mover los ojos un
poco, de izquierda a derecha y de la derecha al lado oscuro interno.
De regreso al abismo interno que unos segundos atrás fue pantalla o
escenario del inconsciente. Apretujan los dedos de los pies
nuevamente y los restriegan contra el algodón de las cobijas.
Respiran hondo y sienten palpitar el mal aliento en la boca.
Ambos personajes más
uno, mezclan en su conciencia los pendientes del día con los
remanentes oníricos. Ahí está contestar el teléfono de la oficina
junto a las risas socarronas de algún mejor amigo de la
preparatoria. Ahí está el mandar miles de correos electrónicos
yuxtapuesto a la muerte prematura de algún ídolo del rock &
roll. Ahí está el realismo simplón (copia barata del
melodrama) junto con yuxtapuesto a la tristeza que enmarcan y
engendran y vivifican las mujeres.
Pero entonces, el mundo
despierta también. Los ladridos chillones de algún perro vecino y
de un vecino perro se cuelan por entre las grietas de la conciencia.
El ropero del cuarto continúa ejerciendo su magnánimo papel de
reloj de arena. Reloj de polilla, mejor dicho. Y así como a los
personajes de Chéjov los carcome el tiempo, así mismo unos
diminutos insectos carcomen los muebles de tu cuarto de techo azul.
Pero entonces, el mundo despierta también. Los ruidos de los coches
parecen ecos antediluvianos y el canto de los pájaros asemejan
tosiduras provocadas por el alquitrán. Vaya desgracia la de las aves
urbanas que sin fumar padezcan enfisema pulmonar.
Y mientras pasa un avión
(¿un aluvión?) la maldita pero necesaria alarma del reloj suena.
Ambos personajes más uno, decidieron poner como alarma el sonido de
emergencia de un reactor nuclear. Todas las mañanas que lo escuchan
sonríen porque les recuerda esa mala costumbre de relacionar todo
con el Apocalipsis. Y ya no saben si nacieron así o se fueron
haciendo así o el mundo es así. Y entonces hay que levantarse.
Mover el agua neuronal para que saque chispas. Recordar que hay que
ir al médico porque unas inesperadas bolitas están saliendo en el
esternón. Recordar que ninguna mujer estará con ellos, porque no
tienen manera de hacerlo. No tienen un negocio familiar, no son
tolerantes con las genealogías, no tienen una promisoria carrera
académica. Es más, ni siquiera un digno oficio de oficinista.
¿Cuál será la canción
favorita para despertar del primero? ¿Y del segundo? ¿Se le llamará
tercera persona narrativa porque siempre hay dos personajes que te
anteceden antes de convertirte en personaje? Así pues, hay que
mirarse en el espejo. Volver a sentir el palpitar del mal aliento en
la boca. Saber que el techo azul sigue ahí, aunque salgas a trabajar
o a una fiesta. Que ese techo azul es como esas nubes malhadadas que
siguen todo el tiempo a las caricaturas cuando se encuentran en
crisis. Que ese techo azul se lleva en la mochila todo el tiempo. En
fin, algo así pasa entre el despertador y la cama. Pero sobre todo,
Ella sigue ahí. Con su sonrisa. Pero de eso mejor no escribir,
porque entonces el tercero no tendría tiempo de disfrutar el décimo
track del Futurology de The Manic Street Preachers.
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