> Arcanum VI: Armada hasta los dientes…

jueves, 24 de julio de 2014

Armada hasta los dientes…

Por Diego Bang Bang

Una dialéctica Frankenstein-Zombierella, le decía. Para mí el amor es una dialéctica entre monstruos. Donde, a veces, los jirones del pasado tremebundo de Frankenstein se enfrentan a las tragedias oníricas de Zombierella. Los lobos de las pulsiones atacan a ambos: los monstruos buscan siempre la sangre derramada. Y todos sabemos, porque lo sabemos pero queremos ignorarlo, que los lobos siempre están al acecho; máxime cuando de amor se trata.

Nunca olvidar la página 66 (para variar) de “La parte inventada”, me decía. Aquella página que había leído para corroborarme que nosotros los monstruos estamos destinados para fallar en el amor. Esa página que me hacía dudar, en los momentos cumbre de nuestro amorío, de mí más que de ti y de todos antes que del amor en sí. Una página perdida entre los miles de momentos que compartimos. Y, sin embargo, una página lapidaria. Nuestro 2666, aunque 2666 de Bolaño tenga páginas muchísimo más trágicas.

Por eso me gusta el cuento de Las armas secretas, le decía. Porque conforme nos vamos conociendo las barricadas se van desmantelando. Los pertrechos bélicos comienzan a malfuncionar para dar paso a la confianza firmada en tratados de paz. Se instala, entonces, el armisticio. Hay que caminar y caminar para reconocer las zonas devastadas. Reconstruirnos. Todo con mucho cuidado porque las armas también siempre están al acecho como los lobos… justo así como los lobos.

El amor es un imperio como el diablo, me decía. Cuando se instala lo carcome todo, incluso los besos fiduciarios que se convierten en moneda de cambio. Fue entonces cuando comencé a leer todo tipo de textos acerca del imperio romano. Los griegos más que un imperio civilizatorio, me parecían un imperio cultural. Más flexible y menos tosco. El amor, me decía, me parece más un imperio civilizatorio. Burdo, tosco… rayano en lo vulgar.

No obstante que nos pensaba instalados en el armisticio, algo raro me presentía. O, quizá, algo raro nos presentía. Por entonces, comencé a pensar que sin mentira no hay imperio. La mayor mentira, le decía cuando tuve oportunidad, es pensarse imperio. De alguna manera, armisticio e imperio son palabras afines: nos convertimos imperio para trasladar la guerra a otros sitios. Las pequeñas guerras periféricas con la familia, los amigos y el trabajo ya no importaban. Lo único importante era el armisticio amoroso. Mentira de mentiras… sin duda.

Un día nos cercaron los bárbaros y nos derrocaron inevitablemente, me decía. Nuestra única falta: haber creído que éramos imperio y que no existían las mentiras. Entonces el imperio hizo agua. Escuchamos los primeros fuegos transgredir nuestras fronteras. El llamado de los bárbaros nos parecía lo más lúcido para entonces. Pero había que resistir, porque alguna verdad tenía que haber existido.

Nunca dejamos de ser monstruos, le decía. El imperio civilizatorio es siempre una falacia: disfrutable pero no perdurable. Los lobos de las pulsiones regresaban al acecho, las armas secretas se instalaban en sus pertrechos. Otra vez Frankenstein perdido en sus jirones de pasado tremebundo; Zombierella, otra vez, atrapada en sus tragedias oníricas y, claro, armada como Roma –nuestro imperio civilizatorio- hasta los dientes… pero de otra forma. 

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