Por Diego Bang Bang
Una dialéctica Frankenstein-Zombierella, le decía. Para mí
el amor es una dialéctica entre monstruos. Donde, a veces, los jirones del
pasado tremebundo de Frankenstein se enfrentan a las tragedias oníricas de
Zombierella. Los lobos de las pulsiones atacan a ambos: los monstruos buscan
siempre la sangre derramada. Y todos sabemos, porque lo sabemos pero queremos
ignorarlo, que los lobos siempre están al acecho; máxime cuando de amor se
trata.
Nunca olvidar la página 66 (para variar) de “La parte
inventada”, me decía. Aquella página que había leído para corroborarme que
nosotros los monstruos estamos destinados para fallar en el amor. Esa página
que me hacía dudar, en los momentos cumbre de nuestro amorío, de mí más que de
ti y de todos antes que del amor en sí. Una página perdida entre los miles de
momentos que compartimos. Y, sin embargo, una página lapidaria. Nuestro 2666, aunque 2666 de Bolaño tenga páginas muchísimo más trágicas.
Por eso me gusta el cuento de Las armas secretas, le decía. Porque conforme nos vamos conociendo
las barricadas se van desmantelando. Los pertrechos bélicos comienzan a
malfuncionar para dar paso a la confianza firmada en tratados de paz. Se
instala, entonces, el armisticio. Hay que caminar y caminar para reconocer las
zonas devastadas. Reconstruirnos. Todo con mucho cuidado porque las armas
también siempre están al acecho como los lobos… justo así como los lobos.
El amor es un imperio como el diablo, me decía. Cuando se
instala lo carcome todo, incluso los besos fiduciarios que se convierten en
moneda de cambio. Fue entonces cuando comencé a leer todo tipo de textos acerca
del imperio romano. Los griegos más que un imperio civilizatorio, me parecían
un imperio cultural. Más flexible y menos tosco. El amor, me decía, me parece
más un imperio civilizatorio. Burdo, tosco… rayano en lo vulgar.
No obstante que nos pensaba instalados en el armisticio,
algo raro me presentía. O, quizá, algo raro nos presentía. Por entonces,
comencé a pensar que sin mentira no hay imperio. La mayor mentira, le decía
cuando tuve oportunidad, es pensarse imperio. De alguna manera, armisticio e
imperio son palabras afines: nos convertimos imperio para trasladar la guerra a
otros sitios. Las pequeñas guerras periféricas con la familia, los amigos y el
trabajo ya no importaban. Lo único importante era el armisticio amoroso.
Mentira de mentiras… sin duda.
Un día nos cercaron los bárbaros y nos derrocaron
inevitablemente, me decía. Nuestra única falta: haber creído que éramos imperio
y que no existían las mentiras. Entonces el imperio hizo agua. Escuchamos los
primeros fuegos transgredir nuestras fronteras. El llamado de los bárbaros nos
parecía lo más lúcido para entonces. Pero había que resistir, porque alguna
verdad tenía que haber existido.
Nunca dejamos de ser monstruos, le decía. El
imperio civilizatorio es siempre una falacia: disfrutable pero no perdurable.
Los lobos de las pulsiones regresaban al acecho, las armas secretas se
instalaban en sus pertrechos. Otra vez Frankenstein perdido en sus jirones de
pasado tremebundo; Zombierella, otra vez, atrapada en sus tragedias oníricas y,
claro, armada como Roma –nuestro imperio civilizatorio- hasta los dientes… pero
de otra forma.
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