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domingo, 29 de diciembre de 2013

Dolencias II (Cruda existencial)


Por Diego Bang Bang

Las sienes me pulsan como un par de cuerdas mal afinadas, en mis ojos se desplazan manchas Rorschach de manera indefinida. Me duelen las articulaciones: me siento como un cúmulo de engranajes sin aceitar. En mitad del pecho siento un ardor resquemante y mi pestilencia es tan sulfurosa que es digna de cualquier alcantarilla. Después de dormir algún tiempo, mi sudor se ha vuelto más viscoso y mi piel estomacal yace tumefacta. La horma de mis tendones está descompuesta, distendida. En mi cabeza las imágenes se suceden de manera silenciosa y aleatoria; por momentos me doy cuenta de lo absurdas que son.

Entonces mi cuarto se comienza a llenar de una atmósfera muy peculiar: las tonalidades de los colores se vuelven más opalinas. Sin embargo, el brillo de las cosas es más penetrante. En los rojos se percibe la sangre, en los verdes la podredumbre de los canales abiertos, en los amarillos hay algo de orines. No importa cuántas posiciones haya ensayado sobre mi cama, el cuarto lo inunda todo con estas sensaciones. Cuando cierro los ojos, los colores permanecen en la oscuridad, se mueven en volutas circulares que hacen presentir una sórdida locura.

En el baño la sensación se vuelve más húmeda, pero no menos pérfida. Abro la boca frente al espejo sólo para corroborar la sensación de mi lengua pastosa. Mis ojos están más amarillos que de costumbre y delgados ríos rojos extienden sus cauces sobre ellos. Me dan ganas de arrancar las uñas, una a una. De reposar mi brazo derecho en el tracto digestivo de la taza de baño y de permanecer ahí hasta volverme uno con la mierda.

Vuelvo al encierro de mi cuarto y, con ello, al de la cruda. Mi madre desliza un cuchillo de carnicero por debajo de mi puerta. Mi padre pasa un martillo por el umbral de mi ventana. Ambos me piden que extienda las manos en la superficie de la mesa. Acto seguido tengo que comenzar a picar y martillear entre los espacios de los dedos. Cada vez más rápido, cada vez más ríspido. Decido prender la luz antes de perderme en sus carcajadas.

Con la luz encendida tengo la sensación de que una rata se ha metido a mi cuarto. Un sonido de carraspeo así me lo hace sentir. Una pequeña garra de fauna urbana que escarba entre mis neuronas. Se mueve: ahora está entre mis libros. Su boca roe mis libros favoritos. Imagino sus ojos grisáceos que no pueden verme, pero pueden comerme. Se ha metido a mis ropas: descansa a sus anchas en mi chamarra de pana. Y entonces es cuando escucho los ciempiés de las cucarachas, un centenar de manchas cobrizas que palpitan sobre las paredes de mi cuarto. La cruda, alguna vez escribió Ruvalcaba, es tirarle tu sensibilidad a las cucarachas. Pues, mi sensibilidad se pasea con las cucarachas ahora mismo y se escurre por las rendijas de mi ventana.

Escucho los pasos de los vecinos, sus risas, sus canciones de domingo. Es cuando más pienso: ¿soy igual de patético? Alguna vez pensé en entrar a hurtadillas a sus casas y corroborar quiénes son en realidad. Aunque son entes “cercanos”, la sensación es que son los más absolutos desconocidos. Me asomo por la ventana y veo su ropa interior movida por el viento. Veo a sus mascotas, sus antenas y sus coches. Veo la pura y auténtica náusea. No quisiera ser ellos y sé que ellos no quisieran ser yo. Hay un odio mutuo que nos hace sobrevivir y tener algo en común. El amor es una forma negativa del odio. La cruda así me lo ha hecho ver mientras las moscas panteoneras me persiguen a todas partes.

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