Por Diego Bang Bang
Danieri pasea los ojos
por los tubos oxidados de los puestos de la Lagunilla. A esa hora
parecen un cementerio de metal, un esqueleto derruido sin carne. En
el muro grisáceo de polaroids vehiculares son pocos los carros de
color rojo. Un rojo que se escurre por el sistema digestivo de
Danieri. Más allá del dolor de brazos y piernas, le duele la
cabeza. Pero no como un dolor físico propiamente, se diría que le
duelen los pensamientos que son recuerdos e imágenes. Cierra por un
momento los ojos y comienza el carrusel: un charco de sangre en
Garibaldi, uno en Tepito y el último en la Lagunilla. La luz de los
establecimientos nocturnos, según esta lógica memoriosa, los hace
más vívidos. Una sensación de asfixia, entonces, revolotea en su
cabeza. Los recuerdos se le han subido a la cabeza. Por su garganta
la sangre sigue su paso cansino. En su estómago imagina un lago de
sangre: un signo inequívoco de destrucción, de muerte. Ahora esa
quimera formará parte del carrusel sangriento. Danieri cede a la
debilidad de sus piernas. Posa las entumidas nalgas sobre el concreto
y su espalda absorbe la frialdad de la cortina de hierro. Cierra los
ojos y se vuelve a dejar llevar por el carrusel sangriento.
¡Recuerdan la canción
del homosexual en el primer disco de La Maldita Vecindad? Pues,
resulta que no se llamaba Rafael, sino Mario. Cuando la escribieron
decidieron cambiar el nombre para no revelar la identidad del
personaje. Aunque a Mario no le hubiera importado, pero ya ven que
los integrantes de esa agrupación eran respetuosamente disidentes. Lo
supe en una cantina de la calle Palma, muy cerca de la calle Madero y
a poca distancia de la calle Donceles. Aquella tarde llegué con
Fernando León y Erick Arqueles a La Montañesa. A falta de un lugar
exclusivo, nos invitaron a sentar en la mesa de un viejo de lentes
grandes y barba blanca. Al principio todo era cordialidad y preguntas
protocolarias: ¿de dónde son? ¿cuántos años tienen? ¿vienen muy
seguido a este lugar? Posteriormente, con 1.5 litros de alcohol en
las venas, comenzaron las confusiones y confesiones. Mario, quien de
principio no lo aparentaba, era una loca. Aseguraba que su target
preferido eran los hombres casados: “después de los cuarenta se
les hace agua la canoa”. Nos preguntó si alguna vez nos habían
metido un dedo y, de pasada, nos ofreció su habilidad dactilar en
ese particular. Unos cuantos mililitros de alcohol después, Mario
nos confesó su mayor desgracia. El amor de su vida, un hombre casado
de la Juárez, había muerto de cáncer prostático. Nos confesó que
se encontraba devastado. El silencio de su boca fue acompañado por
un brillo meláncolico en sus ojos. En el epílogo de aquella
tarde-noche, Mario nos contó sus peripecias amorosas con un
integrante de la Maldita Vecindad. Nunca reveló la identidad del
susodicho. Su último comentario fue: “La Maldita Vecindad hace
tiempo que se fue a la mierda”. Y pues sí...
... el cuarto de Ricardo
en la Portales, un mural invisible en Chapultepec, Los Coronas en el
Centro Cultural España, Doña Bertha en la calle Moneda, el
respiradero del metro Pino Suárez, el concierto de Café Tacuba en
el Zócalo, un poco de Coyoacán (el kiosko, sobretodo), el recuerdo
de Alceste en Tlatelolco, la aeronáutica de los ojos de Mónica, el
castillo kafkiano de la Guerrero, la tímida catedral del Franz
Mayer, el hoyo skinhead de Don Fausto, las banquitas de Bellas Artes,
la cúpula del Fondo de Cultura Económica en Eje Central, el corazón
de Nancy en el centro del Templo Mayor, un trío en un hotel de
Garibaldi, besos a una mujer catalana en Xochimilco, el fantasma de
Yari en La Vaquita, el cuarto de Jorge a un lado del metro Juárez,
las miradas perdidas en los callejones de Donceles, el primero y
último beso con Samantha en El Zaguán, debut y despedida en el
oleaje circular de México, Distrito Federal... Camino y camino en
este viaje de revisitación citadina.
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