Por Diego Bang Bang
1 conoció a 2 por
casualidades de la aritmética. Por los usos y costumbres de la
llamada era de los números enteros (Z). 1 no tuvo la coherencia para
hablarle a 2: todo el tiempo imaginó las imposibilidades decimales
que los separarían. Sobretodo, los obstáculos que planteaban los
números irracionales (la imperfección del círculo amoroso, por
ejemplo) y las excentricidades
de los números imaginarios. “Dentro de estas excentricidades,
pensaba 1, se encuentra mi prematura separación de 2”. La
inevitable separación y el regreso al estado de extrañeza (odd
number) con que la
soledad matemática flagela.
1
se dio cuenta muy pronto que el mito de la Unidad, muy predicado por
aquellos tiempos, era una rotunda mentira. El mito en cuestión
clamaba la salvación de la estirpe numérica. La salvación a través
del descubrimiento de la naturaleza divina del número entero (0=Z).
Sin embargo, 1 sólo observaba infiernos decimales en el orden
numérico. Un infierno mezcla de irracionalidad y creencias obtusas.
1 optó, más por necesidad que por albedrío, por el encierro.
“Donde habita un solo objeto no puede existir la crueldad de la
soledad”, se repetía todas las mañanas al vislumbrar el cielo
binario.
Algo
cambió poco tiempo después. Los meandros de la aritmética se
expresan de manera misteriosa: un día vio entrar a la Plaza de los
Antepasados Naturales (N) las curvas y bellas sutilezas de 2. Sintió
música en cada una de sus extremidades: algo se detuvo en la línea
numérica del tiempo. Ahí estaba la prueba irrefutable de la rotunda
mentira del mito de la Unidad. En otras palabras, desde aquella
mínima expresión sexagesimal (un sublime segundo de amor) supo que
la Unidad se encontraba en la divina existencia de 2. No obstante, a
razón de su cobardía, supo que estaba destinado a deambular por la
pampa de los radicales. Lugar conocido por ser el espacio cartesiano
más engañoso de todo el orden matemático.
Cada
unidad sexagesimal que pasaba, 1 era un conjunto (según los cánones
de la teoría de conjuntos anímicos) de expresiones ansiolíticas y
adrenalínicas. Por las noches, la ausencia de 2 se hacía más
voluminosa. Crecía de manera exacerbada (geométrica) en su cabeza:
su perfecto trazo curvo superior y el acabado precioso de la base. De
manera inversa, también la pampa se apoderaba de su cabeza: √-2.
Los pérfidos decimales le atormentaban con sus fatídicas
repeticiones y los radicales hacían apariciones cortantes,
angulosas.
Cada unidad de tiempo de
base veinte se hizo insoportable. “¿Dónde estarás mi hermoso 2?”,
pensaba a la luz fractal del padre Cero. Sin respuesta a esa
pregunta, con la incertidumbre pendiendo en un hilo de Dámocles, se
arrellanaba en la sombra más fría de su espacio vital (1/1).
Temblaba en la imaginaria cama de clavos de los decimales y se
fraccionaba hasta el punto de perder consistencia.
Pasaron los eones, se
descubrió el álgebra: el arte de la relatividad de los números.
Sin embargo, para 1 nada cambió. La respuesta a cada incógnita era
2. Con los primeros trazos de la geometría, 1 diseñó un acucioso
retrato de 2. El día que se unió al padre Cero, encontraron el
retrato en una de sus extremidades.
Toda unidad compleja es al mismo tiempo una y compuesta. El Uno, aunque
ResponderEliminarirreductible en tanto que Todo, no es una sustancia homogénea y comporta en sí
alteridad, escisión, negatividad, diversidad y antagonismo (virtuales o actuales).
La identidad del individuo comporta esa complejidad, y más todavía: es una
identidad una y única, no la de un número primo, sino al mismo tiempo la de
una fracción (en el ciclo de las generaciones) y la de una totalidad. Si hay unidad,
es la unidad de un punto de innumerables intersecciones.