De los recuerdos
Por Diego Bang Bang
Inspirado en la libreta
de M. R. I., alumna del 621, Prepa 8.
Más de uno hemos
emprendido el viaje mar adentro en el océano de los recuerdos de
manera accidental y accidentada. Los artefactos inductores de
recuerdos son variados: alguna libreta vieja, algún correo
electrónico, una llamada inesperada y/o algún número registrado en
la agenda del celular. Meros pretextos para echar a andar una
maquinaria profunda, enterrada en lo más hondo de la psique. Una
maquinaria injusta por ser parcial.
Últimamente he
renunciado de mi pasado. He tratado de concentrarme en la solidez y
cruda tangilbilidad del presente. Miro con ahínco la pila de libros
dispuesta en mi mesa, escucho con interés las melodías que surgen
de mi pequeña grabadora. Siento el palpitar de mi corazón mientras
me recuesto de manera oblicua en mi cama. El presente está ahí, se
encuentra a flor de piel en el umbral de mi ventana: con los ruidos
de los vecinos y los crujidos de la casa de mis padres. Si quisiera
hacerlo un tanto más plácido, me refiero al trémulo presente,
subiría a la azotea y miraría los nubarrones y las azoteas de la
colonia. Sin embargo, no es placidez lo que me arrebata en este
ejercicio de la empiria. Es, más propiamente, una especie de
liquidez. Un derramamiento. Eso es: el presente es un derramamiento
constante.
Comencé por el presente,
pero el tema es el pasado. En algún lugar del primer capítulo de
“Esculpir el tiempo” de Andrei Tarkovski, el enigmático director
asegura que las imágenes de las películas deben estar conectadas
con la sensación romántica de los recuerdos. No sé si fue esa
frase o ese pensamiento lo que me llevo al viaje primigenio descrito
en el primer párrafo. Quizá no, quizá sí como en “Inception”.
Una frase que deviene pensamiento y que crece constantemente. Lo lees
un viernes y miras el resultado en lunes o el martes próximo.
*
A la sazón, estás ahí
debajo de la mesa de tu cuarto. Buscas en los tres niveles de un
mueble viejo que contiene sólo papeles. ¿Papeles solamente? Dífícil
saberlo. Das vuelta a los tres niveles. Libros de inglés, libros de
ortografía, alguno de química y hasta una vieja constitución. Nada
que podamos considerar detonante hasta el momento. Hay otra pequeña
mesa de madera con las patas muy flojas. Te sumerges poco a poco:
tareas de la secundaria, trabajos de la prepa, escritos de la
universidad. Algo comienza a florecer en tu cabeza. Es una sensación
vaga (a lo mejor la tinta con la que se imprimió el libro de
Tarkovski comienza a materializarse) porque ya se encuentran los
primero garabatos. Son algunos teléfonos, algunos dibujos muy monos
productos del ocio de las
clases, nombres de tus
grupos de rock favoritos de aquella temporada. Toses, en el momento
de finalizar, a causa de las capas de polvo que has levantado.
Te
paras a la luz de la ventana y, poco a poco, algo se empieza a formar
en tu cabeza. Apenas está dando vueltas, apenas está tomando
fuerza. El agua cruza el tobogan de la garganta y moja tu pecho hasta
asentarse en algún lugar que siempre has imaginado como el estómago.
El polvo se muestra con más caos a esas horas de la mañana, los
rayos que entran tiránicamente parecen hacer flotar las pelusas y
motas de polvo en todo el cuadrado de la estancia. Miras el ropero y
ahí también hay recuerdos: recortes, boletos de tus
conciertos, algún poster de la adolescencia (cuando la flama estaba
en el punto más alto).
Falta
sólo un mueble. Se encuentra justo en la parte más alta de tu
cabeza. Es una pequeña repisa con libretas, diccionarios y libros
manuales de todo tipo. Desde el clásico libro monero de Rius, el
diccionario de sinónimos y antónimos, hasta las letras del “Blood
on the tracks” escritas en las últimas hojas de un cuaderno de
forma francesa. El polvo es el único inquilino constante de este
concubinato. El rubro libretas, el más difícil. Ahí está la tinta
de muchos recuerdos. No de las clases, tampoco de los maestros. Son,
en su mayoría, recuerdos de cómo te sentías o cómo crees que te
sentías. Son recuerdos de tus amigos, del olor de sus suéteres, de
sus muletillas. Son recuerdos de los juegos coquetos que se colaban a
las cuadrículas. Un gato,
un ahorcado, alguna
declaratoria indirecta. Las miradas inconexas pero embebidas de
deseo. Una pequeña lucha por ganar territorio. Algún toqueteo torpe
pero delicioso. Un regaño compartido en la dirección. También, es
triste decirlo, están las páginas en blanco. Esas que no se
pudieron llenar con juegos ni declaratorias insulsas. ¿Las razones?
Las largas vacaciones de verano y el imposible (el de ella también)
retorno a la misma escuela. Las promesas, los planes echados por la
borda. No por ti ni por ella...
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