La distancia
Por Diego Bang Bang
Desear a una mujer no es
un crimen...
Todas las tardes me
acomodaba a la orilla de mi puerta para, a través de una ínfima
rendija, espiarla. Sabía todos sus horarios y conocía, hasta el más
íntimo detalle, a sus visitantes. Siempre que la encontraba en la
calle era incapaz de cruzar palabra alguna con ella. Aunque mi
corazón latía de manera excesivamente acelerada, mi boca se trababa
y mi mirada se ofuscaba. Por las tardes, mientras bebía mi
acostumbrado café con ron, imaginaba nuestro primer encuentro.
También reflexionaba en la posibilidad de habernos conocido en otras
vidas. A pesar de la carga romántica de este pensamiento, una carga
incómoda se instalaba en mi ánimo. ¿Y si esta vida era la
destinada al desencuentro perpetuo? ¿Y si el códice de nuestro
demiurgo dictaba el silencio y la cisma en nuestro tiempo?
Inseguridad hecha preguntas y preguntas convertidas en minas de la
seguridad.
Tiempo después, una
serie de hechos y noticias habían derramado una tristeza
insoportoble en el zócalo de mi alma. Mi mascota favorita, un pez
japones dorado, contrajó una infección rarísima en la piel. A
pesar de los cuidados señalados por el veterinario, el golden
fish agonizó de una manera inevitable. Por las noches soñana un
constante deja vu en el cual el pez moría de amor. Por las
mañanas, pensaba en la teoría de un gurito que había conocido en
una aburrida reunión de los amigos de la niñez. Su teoría
establecía que nuestra energía se movía en círculos concentricos
y afectaba de manera gradual a los seres animados a nuestro
alrededor. Cuando se trataba de energía negativa, el gurito
recomendaba buscar uno de los llamados no-lugares, un aeropuerto por
ejemplo, y desactivar mediante gritos o sollozos aquella energía
destructiva. A decir verdad, me había parecido una superchería
digna de Walter Mercado o cualquiera de esos ocultistas de pacotilla.
Sin embargo, todas las mañanas amanecía con aquella teoría en la
cabeza. Y, a la postre, el pececillo murió lleno de manchas blancas
y verdes en piel y ojos.
La noticia más oscura de
aquel tiempo me la dio una mujer con la cual compartí algunas
experiencias sexuales. Aquellas experiencias no habían representado
gran cosa. Tampoco eramos amigos, pero de vez en cuando sabíamos
algo el uno del otro. Aquella tarde, mientras miraba un cielo
despejado, se filtró su voz por el auricular para decirme que Raúl
estaba internado en un hospital psiquiatrico. Raúl había sido mi
mejor amigo de la preparatoria, mi mejor amigo en la vida. Por azares
de convención social, nos habíamos separado hasta el punto de
perdernos el rastro. Se dedicaba a su mujer y a su trabajo en un café
del centro de la Ciudad. Debido a mi encierro obligado, no tenía
tiempo para visitarlo. Ahora ni siquiera podríamos compartir
memorias adolescentes. Después de aquel pensamiento, una impotencia
vil me aprisionó. Sentí ansiedad, vacío y muchas ganas de llorar.
Colgué el teléfono sin decir palabra alguna. Lo desconecté de
inmediato.
Lo que al principio me
pareció claustrofobia, después se convirtió en soliloquio. Comencé
a dormir menos y a soñar demasiado. Sueños malvados, pesadillas
incandescentes. Algunas noches eran lobos, otras no sabría definir
con exactitud a aquellas figuras. Me levantaba en mitad de la noche,
a veces, con la frente llena de sudor y la boca reseca. Las paredes
parecían doblarse y los sonidos de la calle eran cuchillos sónicos
que retumbaban en mis sienes. Muchas noches me tiré al suelo en un
llanto incontenible. Algo en mí se estaba ahogando.
Hubo un sueño que lo
cambio todo: me encuentro en la antigua casa de una de mis tías. Es
un domingo cualquiera con una mesa dispuesta de alimentos. Los rayos
del sol asoman por la ventana y una plática cualquiera de sobremesa
se desarrolla. Todo marcha bien. En mis terminaciones nerviosas se
acumula una tranquilidad elástica, expansiva. De repente, uno de los
comensales mira fijamente el ventanal por donde el sol esparce su
brillantina. En el acto dice: “ahí va, ahí está nuestro asesino
serial”. Volteó, mientras una sensación efervescente de ansiedad
se apodera de mí, y veo a un hombre mayor sonriendo de manera mordaz
en una escalera de caracol. El hombre lleva en la mano un muñeco de
ventrílocuo. Nos mira de frente y comienza a descender, casi como un
líquido, por los escalones de la escalera. Me acercó al ventanal
para seguirle la pista. Veo que de rato en rato voltea para mascullar
palabras a través del muñeco que cuelga de su mano. En mi cabeza
acecha un pensamiento: “es inevitable, aquel hombre va entrar en
nuestro hogar”. La ansiedad en mis terminacones nerviosas crece
como lava en ignición. Corro rápido a la puerta para atrancarla. Ya
no hay nadie en aquel comedor. Escucho los pasos del asesino
acercarse. Cada vez más cerca. Trago un poco de saliva antes de
sentir el terror en su forma más vívida, onírica. De golpe, siento
que se mueve el picaporte de la puerta. No sé qué hacer. Me dejo
caer lentamente al suelo y recargo mi espalda en la madera. El
asesino empuja con fuerza. Sé que va a traspasar la puerta en
cualquier momento. En el último instante, cubro mi cabeza con mis
brazos. Por fin despierto con la clarividencia de la sonrisa mordaz
del asesino a la mitad de mi mente.
Quizá fue flaqueza de
espíritu o la innegable potencia del sueño, no sabría determinarlo
con exactitud. Me acomodé a la orilla de la puerta con una fuerte
tensión en mi mandíbula. Cuando vi que llegó y cerró la puerta de
su casa, salí de inmediato de mi estancia. Salté la verja que
cubría la entrada exterior. Me refundí en la parte de atrás entre
muebles olvidados y macetas desvencijadas. Esperé y esperé,
escondido en el rincón más oscuro de su alcoba. Cuando vi los
primeros puntos de luz provenientes del otro cuarto, corrí hacia
ella. Corrí hacia la luz. Aquella luz se convirtió, después de las
primeras tasajeadas, en un espectáculo de llamas coloridas. Por fin
había recorrido la distancia que separa al deseo de su
realización...
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