> Arcanum VI: La distancia

martes, 8 de enero de 2013

La distancia

La distancia 

Por Diego Bang Bang 

Desear a una mujer no es un crimen...

Todas las tardes me acomodaba a la orilla de mi puerta para, a través de una ínfima rendija, espiarla. Sabía todos sus horarios y conocía, hasta el más íntimo detalle, a sus visitantes. Siempre que la encontraba en la calle era incapaz de cruzar palabra alguna con ella. Aunque mi corazón latía de manera excesivamente acelerada, mi boca se trababa y mi mirada se ofuscaba. Por las tardes, mientras bebía mi acostumbrado café con ron, imaginaba nuestro primer encuentro. También reflexionaba en la posibilidad de habernos conocido en otras vidas. A pesar de la carga romántica de este pensamiento, una carga incómoda se instalaba en mi ánimo. ¿Y si esta vida era la destinada al desencuentro perpetuo? ¿Y si el códice de nuestro demiurgo dictaba el silencio y la cisma en nuestro tiempo? Inseguridad hecha preguntas y preguntas convertidas en minas de la seguridad.

Tiempo después, una serie de hechos y noticias habían derramado una tristeza insoportoble en el zócalo de mi alma. Mi mascota favorita, un pez japones dorado, contrajó una infección rarísima en la piel. A pesar de los cuidados señalados por el veterinario, el golden fish agonizó de una manera inevitable. Por las noches soñana un constante deja vu en el cual el pez moría de amor. Por las mañanas, pensaba en la teoría de un gurito que había conocido en una aburrida reunión de los amigos de la niñez. Su teoría establecía que nuestra energía se movía en círculos concentricos y afectaba de manera gradual a los seres animados a nuestro alrededor. Cuando se trataba de energía negativa, el gurito recomendaba buscar uno de los llamados no-lugares, un aeropuerto por ejemplo, y desactivar mediante gritos o sollozos aquella energía destructiva. A decir verdad, me había parecido una superchería digna de Walter Mercado o cualquiera de esos ocultistas de pacotilla. Sin embargo, todas las mañanas amanecía con aquella teoría en la cabeza. Y, a la postre, el pececillo murió lleno de manchas blancas y verdes en piel y ojos.

La noticia más oscura de aquel tiempo me la dio una mujer con la cual compartí algunas experiencias sexuales. Aquellas experiencias no habían representado gran cosa. Tampoco eramos amigos, pero de vez en cuando sabíamos algo el uno del otro. Aquella tarde, mientras miraba un cielo despejado, se filtró su voz por el auricular para decirme que Raúl estaba internado en un hospital psiquiatrico. Raúl había sido mi mejor amigo de la preparatoria, mi mejor amigo en la vida. Por azares de convención social, nos habíamos separado hasta el punto de perdernos el rastro. Se dedicaba a su mujer y a su trabajo en un café del centro de la Ciudad. Debido a mi encierro obligado, no tenía tiempo para visitarlo. Ahora ni siquiera podríamos compartir memorias adolescentes. Después de aquel pensamiento, una impotencia vil me aprisionó. Sentí ansiedad, vacío y muchas ganas de llorar. Colgué el teléfono sin decir palabra alguna. Lo desconecté de inmediato.

Lo que al principio me pareció claustrofobia, después se convirtió en soliloquio. Comencé a dormir menos y a soñar demasiado. Sueños malvados, pesadillas incandescentes. Algunas noches eran lobos, otras no sabría definir con exactitud a aquellas figuras. Me levantaba en mitad de la noche, a veces, con la frente llena de sudor y la boca reseca. Las paredes parecían doblarse y los sonidos de la calle eran cuchillos sónicos que retumbaban en mis sienes. Muchas noches me tiré al suelo en un llanto incontenible. Algo en mí se estaba ahogando.

Hubo un sueño que lo cambio todo: me encuentro en la antigua casa de una de mis tías. Es un domingo cualquiera con una mesa dispuesta de alimentos. Los rayos del sol asoman por la ventana y una plática cualquiera de sobremesa se desarrolla. Todo marcha bien. En mis terminaciones nerviosas se acumula una tranquilidad elástica, expansiva. De repente, uno de los comensales mira fijamente el ventanal por donde el sol esparce su brillantina. En el acto dice: “ahí va, ahí está nuestro asesino serial”. Volteó, mientras una sensación efervescente de ansiedad se apodera de mí, y veo a un hombre mayor sonriendo de manera mordaz en una escalera de caracol. El hombre lleva en la mano un muñeco de ventrílocuo. Nos mira de frente y comienza a descender, casi como un líquido, por los escalones de la escalera. Me acercó al ventanal para seguirle la pista. Veo que de rato en rato voltea para mascullar palabras a través del muñeco que cuelga de su mano. En mi cabeza acecha un pensamiento: “es inevitable, aquel hombre va entrar en nuestro hogar”. La ansiedad en mis terminacones nerviosas crece como lava en ignición. Corro rápido a la puerta para atrancarla. Ya no hay nadie en aquel comedor. Escucho los pasos del asesino acercarse. Cada vez más cerca. Trago un poco de saliva antes de sentir el terror en su forma más vívida, onírica. De golpe, siento que se mueve el picaporte de la puerta. No sé qué hacer. Me dejo caer lentamente al suelo y recargo mi espalda en la madera. El asesino empuja con fuerza. Sé que va a traspasar la puerta en cualquier momento. En el último instante, cubro mi cabeza con mis brazos. Por fin despierto con la clarividencia de la sonrisa mordaz del asesino a la mitad de mi mente.

Quizá fue flaqueza de espíritu o la innegable potencia del sueño, no sabría determinarlo con exactitud. Me acomodé a la orilla de la puerta con una fuerte tensión en mi mandíbula. Cuando vi que llegó y cerró la puerta de su casa, salí de inmediato de mi estancia. Salté la verja que cubría la entrada exterior. Me refundí en la parte de atrás entre muebles olvidados y macetas desvencijadas. Esperé y esperé, escondido en el rincón más oscuro de su alcoba. Cuando vi los primeros puntos de luz provenientes del otro cuarto, corrí hacia ella. Corrí hacia la luz. Aquella luz se convirtió, después de las primeras tasajeadas, en un espectáculo de llamas coloridas. Por fin había recorrido la distancia que separa al deseo de su realización...

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