> Arcanum VI: Un templo sobre otro templo

viernes, 30 de marzo de 2012

Un templo sobre otro templo


Un templo sobre otro templo

Por Diego Bang Bang 

¿Te has dado cuenta, Marinova, de todas la cúpulas que parecen antenas y se reparten por todas partes del Centro de la Ciudad? Marinova, insisto, un templo no es lo mismo que una catedral. Y el concepto de convento también difiere de los dos anteriores. De entre tanto vestigio religioso te vi venir, Marinova. Tú con la sonrisa de niña-trapecista y el viento que despeinaba levemente tu cabello. Acá te esperaba con la Tarántula de Dylan, sentado en un huevo como la Morsa y con el sabor errante de tus labios.

En especial recuerdo, hermosa Marinova, aquella iglesia (que también difiere de convento) en la que vimos la pintura del apóstol arrodillado a la espera del Espíritu Santo. Vi en tu mejilla una lágrima y también vi que te volteabas para que no viera la dramática expresión de tu rostro. En ese momento quería llorar porque me impactaba sobremanera tu leve lagrimeo. Algo, algo primigenio e incierto crecía en mi pecho. ¿Amor?

Mientras caminábamos por 20 de Noviembre vi que mirabas fijamente a la Catedral. Imaginaba qué pensarías mientras tus ojos se ostentaban fijos en el imponente edificio. Sólo escuché que me dijiste: "Ahora entiendo lo de la manía de construir un templo sobre otro templo". Esas palabras se enterraron como ruinas en mi henchido pecho.

Comías el café que se colgaba en mi pequeña taza. Mientras tus deditos curvos hurgaban el pocillo, mi mano peinaba tu indomable cabello. El olor a café y el propio de tu cuello se colaban a mi nariz. Era un olor conjunto a café ruso y a deseo mexicano. Mi linda Marinova Samalnikov, moría de ganas por besarte los párpados y de lamer tus dedos mexicanos con sabor a café ruso. O viceversa: tus dedos rusos con sabor a café de amor mexicano.

Un día me entregaste tu poemario favorito. Me dijiste que era un poeta chileno homosexual. También me dijiste que para nada se parecía a la gran tradición poética de la vanguardia chilena. Te gustaba, según me aclaraste, por el estilo parco y sin florituras. En mi  ignorancia poética no podía dejar de pensar en lo bello que era escucharte hablar de poesía con el sistema de cúpulas-antenas citadinas como telón de fondo.      

Pronto comencé a escribir acerca de ti, hermosa Marinova. A veces eras un personaje más ruso que mexicano; a veces, todo lo contrario. En los textos rusos, eras fría y brillante como la nieve. En los textos mexicanos, eras abrupta e insondable como el desierto. A la mitad estaban los textos citadinos. En ellos eras una amalgama, una inevitable superposición. Eras al mismo tiempo la excéntrica Marinova y la amorosa Samalnikov. Eras, como la estructura de la Ciudad de México, un templo sobre otro templo. Un templo ruso-mexicano incrustado en lo más profundo de mí. 

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