> Arcanum VI: Punta Cometa

martes, 27 de marzo de 2012

Punta Cometa

Punta Cometa
Por Sonny DeLorean

Has vuelto después de algunas horas –tú, yo-;
has vuelto después de muchos años –él, ella-.

Salvador Elizondo

“Debo aprender a no pensar tanto en las cosas y dejarme llevar, sólo llevar”. En todo momento albergué esa inquietud cuando estaba con ella, siempre el estigma de ella, la del espíritu inquieto y resuelto; después de todo fue la liberación de esa consigna lo que nos había traído a las orillas del mundo, al viaje imprevisto y consabido por el futuro.

-…después de subir por el sendero les será muy fácil llegar, sólo tendrán que pasar por las arboledas y verán el peñasco…- Un dedo huesudo y espigado señalaba el punto de referencia antes de que cayera el ocaso, un dedo manecilla que recorría la matización del cielo.  -¿Se siente bien?-fue la pregunta de Carlos que me traería de vuelta a tierra firme.

El sí titubeante nació de mis labios antes de que fuera consciente de ello. A veces es más difícil reanimarse cuando se sueña despierto que la inclemencia del insomnio cuando nos mantiene en vigilia. Carlos continúo con la explicación que nos haría llegar a Punta Cometa. Se convirtió en una expectativa apremiante llegar al punto difuso donde los opuestos se fusionan se contradicen y se reconocen. Hablaba de Punta Cometa como la urgencia de los sueños que se dicen en el acto para no olvidarse y el lugar que acogía a los herederos de las glorias perdidas.

(Al proferir estas palabras y ver el cariz del nativo extrañamente recordé la historia que con tanta frecuencia cuenta mi madre de Arisco, un perro que murió de tiricia. Nunca me he interesado en saber si clínicamente se puede morir de tristeza, de sólo pensar que es verdad me ofuscaría toda la vida porque siempre he sido un perro romántico y obsoleto que le da por extrañar el más mínimo detalle. Y es que Carlos tenía un rostro hierático y sus movimientos autómatas hacían pensar que la tristeza consumía lentamente su humanidad; quise creer que Carlos después de un largo periodo regresaba a casa como paliativo a su tristeza).

Era preciso creer que el futuro nos esperaba ahí (¿o era la literatura?) como parte del imaginario popular. Al menos eso fue lo que pensé una vez que las personas nos vislumbraban  despreocupadamente cuando caminamos por la playa sintiendo el rompimiento de las olas en nuestros pies, ¿tomados de la mano? La gente ideó la verdad incierta (o la mentira cierta) que temía, después de todo “para ser verdaderos es preciso que seamos tal y como nos imaginan los demás”. Así fue como nuestro andar cauto nos acerco a las indicaciones señaladas…

Llegamos a Punta Cometa en el momento que la tarde seduce a la noche y le revela los secretos más íntimos. Nos aparcamos a unos pasos del precipicio para ser engañados y ser los contemplados. El espectáculo comenzó cuando los ojos del mundo se abrieron y nos vieron, eran los ojos expectantes del novillo gigante que proyectaba luces traslucidas construyendo puentes en el mar. La eterna analogía de los puentes y los amantes. Los dos puentes convergían en el peñasco, en nosotros, y conectaban el principio y fin sin saber cuál era cuál. Puentes luminosos y suntuosos que nos invitaban a andar sobre ellos, caminar en la luz espesa que soportaría nuestros pasos, cada quién andaría y sería libre de perderse en su puente.  

Yo escogí el de luz mortecina que agonizaba a cada segundo, el que por naturaleza se estrecha más y más como callejón sin salida, el del ojo furioso que se consumía y expiraba refulgores que se cernían sobre el manto del cielo; mis pasos torpes tantearon en todo momento el claro-oscuro del mar. Tú recorriste el otro, el del ojo albino que se anteponía ingravidando al cielo para convertirse en un ciclope, el de luz tenue. A diferencia mía tus pasos eran seguros, nunca cavilaste en la soltura de tu transitar porque tus pies son livianos y jamás hicieron aspavientos en las olas. A pesar de que los dos teníamos la experiencia de los viajes incontinenti me aventajaste por tu imprudencia y solemnidad, yo necesitaba de brújulas y puertos seguro a donde arribar.

En un punto del recorrido nos detuvimos en el piélago. Yo por miedo, tú por contemplación; no por acuerdo, sino por consuelo. La sensación de ansiedad fue liberada una vez que vi el espejo que se antepone entre el universo y el mar, una a una fueron apareciendo las estrellas en la superficie de ambos planos, hablo de estrellas centellares y estrellas de mar. Quise tomar una para tener constancia del viaje, pero sabía que colapsaría el flujo del universo, por lo que sólo me conforme con la contemplación y me dispuse a volver.

Mi regreso al escollo fue exorbitante. Tal vez fue el efecto de la droga más antigua del hombre: la presencia de la mujer, pero la sensación de estar en el vientre del mundo nunca me abandonó, se prolongaba con cada mirada que se detenía en el útero de la noche, con cada brisa del líquido amniótico que subyugaba mis pensamiento y con la calidez del viento que acariciaba nuestra piel; puedo precisar que estuve anclado en el cordón umbilical del origen, sentí el regreso al génesis, al sexo del mundo. Una tranquilidad profusa me sacudía el cuerpo, estertores de ¿felicidad? me invadieron como hormigas cuando recubren los pedazos de dulce que nadie recoge.

Desconozco el sentir de su regreso, me atrevo a apostar que no fue el mismo, pero este espacio es para ella y su sentir.                                               La mujer de pocas palabras. Fue momento de romper los límites de la prudencia y decirle que... Había enmudecido, por primera vez no tuve palabras que decir, cualquier palabra sería un paroxismo para ese momento, las palabras se rompieron y nos anego el silencio. Cerramos los ojos, sentimos nuestros labios convulsos por el deseo del beso, nos besamos, un beso que dilató nuestro deseo en la consumación de la pasión. Tuve miedo de perderme (¿o perderla?), pensé en el único método que nos ataría: un abrazo furtivo. La luna reposaba en el cielo con las estrellas anidando la noche, a nuestro costado la irradiación de luz proyectaba la sombra de un hombre y una mujer que intentaban reconstruir un Arquetipo remotísimo, una figura monstruosamente bella: la pareja. 

Estando varado en Punta Cometa supe que el ser andrógino algún día fue uno en respuesta a dos. Sólo el instante del momento nos unía; el recuerdo, la melancolía, y tal vez, la tristeza me hacían saber que estaremos en sitios opuestos a nuestra existencia: tu mujer siendo polvo de estrella, yo hombre siendo polvo de tierra.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario