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martes, 17 de enero de 2017

Texto a seis manos: El espíritu de la ciencia ficción

Por Los IntRas

Conforme pasan los años una cosa sucede más a menudo en nuestras vidas: el desencanto. Quizá por ello, con regularidad, recordamos la primera vez que leímos Los detectives salvajes. Regresamos, como necesidad perentoria, a ese primer golpe energético clavado en nuestra memoria. Volvemos a ese libro capaz de fungir como “[…] manual de comportamiento de los jóvenes lectores”. Educación sentimental necesaria, aunque no lo pensáramos así en aquel momento. 

Desde entonces el eje temporal se ha movido bastante y rápidamente. Cierta estrella en nuestros ojos se ha apagado. Porque en nuestra memoria tripartita habitan los asfixiantes rellanos de la cárcel, un aeropuerto sofocante en Frankfurt y la disnea que causa tasajear la vida de un no nacido. Porque en nuestras vidas extrañamos a Clavijero como, en el fondo, sólo él nos extraña. 

Parte de esa estrella menguante se encuentra en la banalización de Bob Dylan. En la normalización de Roberto Bolaño. En el desprecio irrestricto por la obra de José Agustín. En el usufructo a Kerouac por ciertos pensadores ávidos de likes y no de kilómetros carretera. Manifiestos hechizantes, coloquios teledirigidos y opinólogos supuestamente ubicuos en redes sociales derivan de estas lacras.

Es tema de antaño, lo sabemos. Por supuesto, no escribimos esto para decir algo novedoso. Este texto, pues, es un te amo cotidiano para La Desconocida. Una serendipia citadina que encuentra una nueva ventana encendida, vibrátil, encima de La Habana. Para ser más precisos: es un contrapunteo al nefasto prólogo escrito por Christopher Domínguez Michael a propósito del libro El espíritu de la ciencia ficción. Una cachetada al canibalismo y la cobardía tanto de Carolina como de los otros buitres alrededor de la obra póstuma y publicada en vida de Roberto Bolaño.

Por ello, lo primero para desmontar toda esta parafernalia es dejar de emparejar la obra Bolaño con el canon construido por académicos como Domínguez Michael. Ya desde hace mucho tiempo Terry Eagleton demostró lo falaz de ese tipo de argumentos. La noción misma de literatura es una construcción social dictada en cascada por un grupo intelectual de élite. Resultado inmediato: el encarcelamiento de la obra. De ahí nace la fijación del historiador amateur en literatura maldita (Domínguez Michael) por aparejar la obra del chileno a la los “grandes clásicos” de la lengua española. De ahí la necesidad de acotar la obra a la Teoría de Juegos y/o a la Teoría de la Recepción.

Lo anterior nos lleva al segundo punto: ¿por qué lo último en discutirse a la salida del libro fue, por inverosímil que parezca, la ciencia ficción? Aunque explícito desde el título, este subgénero cedió a las pulsiones y luchas intestinas de agentes literarios o, mejor dicho, de brokers literarios. Personas dedicadas a firmar papeles, a cerrar compromisos, a valorizar el valor del bien simbólico. Meros especuladores de las letras. 

De lo contrario, Fresán hubiera escrito el prólogo con apego al gusto desmedido de ambos por la ciencia ficción. Hubiera hablado del gusto de ambos por Philip K. Dick. Del único pasaje de Los detectives salvajes cifrado en la sintaxis de este subgénero. Del universo paralelo de Los detectives salvajes si hubiera seguido el curso patente en El espíritu de la ciencia ficción. De que, seguramente, Bolaño tiene resguarda por sus buitres de cabecera una novela de este cariz.

Pero este hipotético prólogo es un universo paralelo en sí. No existe en este plano existencial. Porque lo realmente importante, aquí y ahora, es saber quién tiene los derechos de cuál libro y quién paga un favor con qué prólogo acartonado. Todo en el marco de una vulgar telenovela emanada de un supuesto tórrido amorío. 

El tercer punto, en nuestra memoria tripartita, es el más deplorable. La disnea, asfixiante y sofocante, causada por la burda comercialización de la obra de Bolaño. Desde los anuncios ingenuos en el metro hasta los pésimos textos escritos, a manera de homenaje, en los panfletos confeccionados por la librería Gandhi. Comercialización deplorable, decimos, porque desemboca en nuestro vil desencanto cotidiano. Porque leer a Bolaño, desgraciadamente, ha dejado de ser arriesgado. Lo hemos condenado a la cárcel, lo hemos abandonado en un hostil aeropuerto de Frankfurt. En lo consecuente, hemos de tasajearlo como a un no nacido. Le extrañaremos, aunque él ya no lo haga.


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