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martes, 2 de julio de 2013

La deformación del escritor


La deformación del escritor

Por Diego Bang Bang  

Fue una tarde lluviosa de verano en la que los conocí. Con seguridad ya nos habíamos visto, pero nunca dirigido la palabra. Las minucias de nuestro inminente encuentro fueron las siguientes.

Caminé por la calle de Allende hasta el pequeño expendio coloreado en azul. Las sillas de plástico oxidado se disponían como de costumbre. En el fondo del pequeño cuarto el perenne ruido de la vetusta televisión y los recurrentes gritos en sordina de los fantasmas en putrefacción que lo habitan. Ese día leía un libro sobre los horrores de la guerra y decidí acompañarlo con una cebada. En verdad el libro era mi único interés, sin embargo uno de los fantasmas en putrefacción terció aquella lectura.

–¿Tú también eres escritor?, preguntó mientras sus mandíbulas temblaban.

–No..., contesté mientras un exabrupto de cerveza mojaba mis dientes.

Una de sus piernas cruzaba a la otra y sus mejillas mostraban un relieve escaldado por jirones de una barba cana. Infló por un momento ambos cachetes y tensó las hileras de dientes en un gesto de caja registradora esquizofrénica. Volteó, un segundo más, para ver a la pareja de punks sentada frente a nosotros.

–Ese pinche viejo de allá es escritor, sentenció displicentemente.

Volteé inmediatamente y sólo pude ver una larga madeja de cabello coloreada en blanco y negro. Percibí, también, su vaso de plástico medio lleno y un morral tan desgarbado como si lo hubieran utilizado de tapete por una semana. Cuando regresé la mirada a mi interlocutor, éste ya no se encontraba frente a mí.

Traté de no desviar mi concentración del relato de guerra. Me importaba terminarlo porque me parecía un proemio inmejorable para comenzar con “For whom the bell tolls”. Seguí, pues. El relato se desgajaba en capas con una ruta hacia la deshumanización. Mi mente estaba en aquella línea de fuego, en las catacumbas y captando los aterradores sollozos de la caballería agonizante en el campo de batalla. Volteaba de a ratos hacia una de las esquinas del cuarto mientras la cerveza pasaba por mi garganta. Cuando volteé hacia la entrada, pude ver la cara del viejo. Entonces sí, el horror de la guerra ante mí.

El viejo tenía marcadas facciones autóctonas; rasgos indios inocultables. Una frente amplia en donde caían algunos hilos blancos de su madeja, una boca ancha como tallada en una piedra antigua y una nariz destrozada, sumida por los cartílagos a la altura de los pómulos. Fue inevitable, entonces, pensarlo guerrero antiguo de una raza antigua pisoteada. Imagen que, a la postre, devinó en metáfora. Metáfora que aderecé con otro largo trago de cerveza.

Traté, posteriormente, de no mirarlo para no provocar una incomodidad indebida. Sobra decir que contenía aquel impulso morboso. Ese impulso por querer mirar la ruina, la carne roída. Repentinamente, otro pensamiento saltó a la cancha de mi mente. Recordé, por morbo más que por pericia, un pasaje de Jung en el cual cuenta las razones de la deformación facial de un sabio hindú. Según el místico suizo, aquel hindú había podido percibir la omnipotencia de Dios sin ningún símbolo mediador. Aquella visión religiosa contenía tal potencia que el místico hindú había deformado su rostro hasta el punto de quedar irreconocible.

Después de esa abrumadora digresión –amén de otro trago de cerveza– mi atención regresó al diálogo sostenido entre el fantasma en putrefacción y el guerrero pisoteado. Mencionaban algo de irse a vivir juntos: el primero a causa de la defección de su hija; el segundo, de la muerte de su madre. A la sazón, el fantasma volteó hacia la pareja punk y convidó nuevamente el oficio del viejo. El viejo de la nariz aplastada respondió, a pregunta expresa de la punk, que contaba con trece libros de poesía publicados. Anotó, casi en el misma sílaba, que si ella llegaba a encontrar uno, él estaba dispuesto a comprarlo a cualquier precio. Ella, una mujer regordeta de lentes plagada de horribles tatuajes, respondió que también era escritora. Contaba con un libro de poesía publicado y el esfuerzo editorial, apuntaló con un dejo de falsa modestia, había sido iniciativa de “la banda”. Casi en la misma sílaba también, conminó a su colega a venderle su propia obra si llegaba a encontrarla. El viejo, indiferente y distante, regresó con al fluir de su acompañante originario. La mujer de los horribles tatuajes, complacida por dentro e impávida por fuera, también regresó a su fuente primigenia de atención.

Otro trago de cerveza. En mis manos las acolchonadas tapas del libro de guerra. Sus letras refulgían al imperceptible tacto de la luz de aquella catacumba azul. Por mi mente, escurriéndose por entre la maraña neuronal, una breve reflexión; bueno dos. 1) La fijación que ambos escritores, autoinsuflados en ese horrible oficio por derecho propio, por la publicación de las obras literarias. El número de páginas, el número de párrafos, el número de letras... el número de ventas. 2) Una percepción del escritor, manido término en detrimento, como alguien en perpetua competencia. Seres con egos incontrolables alimentados por la tragedia. El escritor, parafraseando a Bukowski, tiene madera para tal si y sólo si es un fracasado.

Un chorrito final de cerveza. Todo lo anterior se corroboró cuando la mujer regordeta se levantó al baño. Toda esa sensación de que los pretendidos escritores somos seres en constante deformación: arruinados a nivel físico (feos por antonomasia), arruinados a nivel estético (frustrados endémicos), arruinados a nivel ético (incapaces de reconocer los méritos de otros). Decía que todo se corroboró, porque aquella “poeta” caminaba chueco. Tenía torcida una de sus piernas y eso la hacía aún más fea.


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