La deformación del escritor
Por Diego Bang Bang
Fue una tarde lluviosa de
verano en la que los conocí. Con seguridad ya nos habíamos visto,
pero nunca dirigido la palabra. Las minucias de nuestro inminente
encuentro fueron las siguientes.
Caminé por la calle de
Allende hasta el pequeño expendio coloreado en azul. Las sillas de
plástico oxidado se disponían como de costumbre. En el fondo del
pequeño cuarto el perenne ruido de la vetusta televisión y los
recurrentes gritos en sordina de los fantasmas en putrefacción que
lo habitan. Ese día leía un libro sobre los horrores de la guerra y
decidí acompañarlo con una cebada. En verdad el libro era mi único
interés, sin embargo uno de los fantasmas en putrefacción terció
aquella lectura.
–¿Tú
también eres escritor?, preguntó mientras sus mandíbulas
temblaban.
–No...,
contesté mientras un exabrupto de cerveza mojaba mis dientes.
Una
de sus piernas cruzaba a la otra y sus mejillas mostraban un relieve
escaldado por jirones de una barba cana. Infló por un momento ambos
cachetes y tensó las hileras de dientes en un gesto de caja
registradora esquizofrénica. Volteó, un segundo más, para ver a la
pareja de punks sentada frente a nosotros.
–Ese
pinche viejo de allá es escritor, sentenció displicentemente.
Volteé
inmediatamente y sólo pude ver una larga madeja de cabello coloreada
en blanco y negro. Percibí, también, su vaso de plástico medio
lleno y un morral tan desgarbado como si lo hubieran utilizado de
tapete por una semana. Cuando regresé la mirada a mi interlocutor,
éste ya no se encontraba frente a mí.
Traté
de no desviar mi concentración del relato de guerra. Me importaba
terminarlo porque me parecía un proemio inmejorable para comenzar
con “For whom the bell tolls”. Seguí, pues. El relato se
desgajaba en capas con una ruta hacia la deshumanización. Mi mente
estaba en aquella línea de fuego, en las catacumbas y captando los
aterradores sollozos de la caballería agonizante en el campo de
batalla. Volteaba de a ratos hacia una de las esquinas del cuarto
mientras la cerveza pasaba por mi garganta. Cuando volteé hacia la
entrada, pude ver la cara del viejo. Entonces sí, el horror de la
guerra ante mí.
El
viejo tenía marcadas facciones autóctonas; rasgos indios
inocultables. Una frente amplia en donde caían algunos hilos blancos
de su madeja, una boca ancha como tallada en una piedra antigua y una
nariz destrozada, sumida por los cartílagos a la altura de los
pómulos. Fue inevitable, entonces, pensarlo guerrero antiguo de una
raza antigua pisoteada. Imagen que, a la postre, devinó en metáfora.
Metáfora que aderecé con otro largo trago de cerveza.
Traté,
posteriormente, de no mirarlo para no provocar una incomodidad
indebida. Sobra decir que contenía aquel impulso morboso. Ese
impulso por querer mirar la ruina, la carne roída. Repentinamente,
otro pensamiento saltó a la cancha de mi mente. Recordé, por morbo
más que por pericia, un pasaje de Jung en el cual cuenta las razones
de la deformación facial de un sabio hindú. Según el místico
suizo, aquel hindú había podido percibir la omnipotencia de Dios
sin ningún símbolo mediador. Aquella visión religiosa contenía
tal potencia que el místico hindú había deformado su rostro hasta
el punto de quedar irreconocible.
Después
de esa abrumadora digresión –amén de otro trago de cerveza– mi
atención regresó al diálogo sostenido entre el fantasma en
putrefacción y el guerrero pisoteado. Mencionaban algo de irse a
vivir juntos: el primero a causa de la defección de su hija; el
segundo, de la muerte de su madre. A la sazón, el fantasma volteó
hacia la pareja punk y convidó nuevamente el oficio del viejo. El
viejo de la nariz aplastada respondió, a pregunta expresa de la
punk, que contaba con trece libros de poesía publicados. Anotó,
casi en el misma sílaba, que si ella llegaba a encontrar uno, él
estaba dispuesto a comprarlo a cualquier precio. Ella, una mujer
regordeta de lentes plagada de horribles tatuajes, respondió que
también era escritora. Contaba con un libro de poesía publicado y
el esfuerzo editorial, apuntaló con un dejo de falsa modestia, había
sido iniciativa de “la banda”. Casi en la misma sílaba también,
conminó a su colega a venderle su propia obra si llegaba a
encontrarla. El viejo, indiferente y distante, regresó con al fluir
de su acompañante originario. La mujer de los horribles tatuajes,
complacida por dentro e impávida por fuera, también regresó a su
fuente primigenia de atención.
Otro
trago de cerveza. En mis manos las acolchonadas tapas del libro de
guerra. Sus letras refulgían al imperceptible tacto de la luz de
aquella catacumba azul. Por mi mente, escurriéndose por entre la
maraña neuronal, una breve reflexión; bueno dos. 1) La fijación
que ambos escritores, autoinsuflados en ese horrible oficio por
derecho propio, por la publicación de las obras literarias. El
número de páginas, el número de párrafos, el número de letras...
el número de ventas. 2) Una percepción del escritor, manido término
en detrimento, como alguien en perpetua competencia. Seres con egos
incontrolables alimentados por la tragedia. El escritor,
parafraseando a Bukowski, tiene madera para tal si y sólo si es un
fracasado.
Un
chorrito final de cerveza. Todo lo anterior se corroboró cuando la
mujer regordeta se levantó al baño. Toda esa sensación de que los
pretendidos escritores somos seres en constante deformación:
arruinados a nivel físico (feos por antonomasia), arruinados a nivel
estético (frustrados endémicos), arruinados a nivel ético
(incapaces de reconocer los méritos de otros). Decía que todo se
corroboró, porque aquella “poeta” caminaba chueco. Tenía
torcida una de sus piernas y eso la hacía aún más fea.
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