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martes, 11 de septiembre de 2012

Introducción a la Podredumbre (Descenso # 2)


Introducción a la Podredumbre (Descenso # 2)

Por Diego Bang Bang 

El plomo y el espejo, decíamos. La vida es gris como el plomo y está llena de reflejos como el espejo.

Por un tiempo, no hace mucho, me asomó constantemente un pensamiento a la cabeza: hacerme de un arma de fuego. En el acto recordaba lo que había leído acerca de la muerte de Hemingway. El gran escritor había muerto mientras limpiaba una de sus armas favoritas. Accidentalmente había jalado el gatillo. Aunque también pensaba que un acto tan trágico no podía ser totalmente un accidente. Toda tragedia necesita de la complicidad de alguien. Y en el caso del acto más trágico, el suicidio, la complicidad es innegable. Aún así o, mejor dicho, por eso se me hacía una gran muerte. Una buena razón para tener un arma de fuego: morir cuando el inconsciente o tu YO malévolo tome las riendas de tu albedrío.

¿En cuántas películas los personajes materializaban su enojo y posterior ira en el acto de empuñar un arma? Imposible saberlo, pero muchas. Si pensamos las miles de veces que hemos visto en la pantalla un arma de fuego, todos podemos asegurar que son objetos que pertenecen al imaginario colectivo. No sé si de la misma manera que los cañones en otro tiempo o las espadas en alguna otra zona del orbe. Lo cierto es que las pistolas (en cualquiera de sus modalidades) se encuentran posicionadas como objetos recurrentes en nuestra cosmovisión occidental.

Lo mío no era una cuestión moral ni tampoco política. Dotar a los ciudadanos con el derecho a portar armas de fuego no hace un país más ni menos democrático. Portar esas armas por el entorno violento de los países del tercer mundo se me hace una decisión que conlleva responsabilidad, pero se me hace una decisión legítima. Mención aparte merece la dimensión estética de portar o tener un arma de fuego. Es como coleccionar estampillas, pero con un riesgo mil veces más de muerte.

Un día, de esos en que parece que nada va a suceder, algún extraño que se hizo conocido mediante un amigo comenzó a hablar de armas de fuego. El hombre en cuestión era un aficionado de todas. Parecía haber trabajado en alguna institución con estrecha relación a la armamentística. Sabía muchas cosas al respecto y además hablaba de muertes conocidas y el tipo de armas que habían utilizado. El caso es que terminamos hablando de cómo conseguir un arma de fuego. Una grande y efectiva.

La conseguí y comencé a vivir con un arma en casa. Los primeros días se encontraba en el centro del escenario de mi mente. No me explicaba por qué y para qué tenía un arma de fuego. ¿Para qué tener una pistola de calibre .45? No lo sabía aún y no lo supe por mucho tiempo.

Sin embargo, en el devenir del universo no existen accidentes. Sólo había que darle tiempo a los hechos para convertirse en fenómenos. Y así, después de la progresiva concatenación de los hechos, ella apareció. Una tarde en el descensor, así les llamaba ella, de un edificio del centro de la Ciudad. Con sus vestidos a flores y sus labios en un rojo intenso. Con su irresistible amnesia y su provocadora fijación por la muerte.    

Vivimos un amorío muy intenso. Teníamos muchas cosas en común: nuestra manía de nunca cerrar círculos era la principal. Siempre habíamos terminado nuestras relaciones prematuramente. Siempre habíamos continuado con relaciones intermitentes hasta terminar en hexágonos amorosos de no creerse. Dejábamos las cosas siempre a medias porque estábamos hechos para una muerte prematura y fugaz. Y esa era una forma de terminar con TODAS las cosas de una manera romántica y de golpe. Con un golpe romántico.

Una tarde, después de hacer el amor inagotablemente, sopesamos la posibilidad de matarnos juntos. Todo comenzó entre risas y como un juego. Ella sugirió cortarnos las venas y yo opté por morir ahogados en el mar. Declinamos la primera y la segunda opción. En la tercera opción estaba darnos un tiro. Y fue cuando me di cuenta del porqué de haber conseguido un arma. La saqué y la coloqué al lado de la cama. Le conté de la manía de Burroughs y de Vollmer a jugar con fuego. Ella sonreía y me decía que quería hacerlo. Le dije que nunca había disparado una pistola y que seguramente esa bala terminaría en su frente o, peor aún, en alguna otra parte de su cuerpo. Me contestó que ella sí había disparado alguna vez. Y, en el acto, me propuso intercambiar los roles. Acepté.

Ahí estaba con la manzana en la cabeza. Con los nervios de dejar mi vida en la única mujer que había traído vértigo a mi existencia. Las manos me sudaban. Me sudaron más cuando por fin me apuntó. Fue extraño estar a merced del ser amado. Al menos estarlo de manera tan tangible y táctil. Al verme al espejo, de alguna manera comprendí el significado de la metáfora de Burroughs-Vollmer. Dejar la vida en manos de alguien más, de alguien que es importante, no está mal. De cualquier manera estamos a merced de otros seres humanos, de naturaleza más vil.

Ella disparó. No le dio a la manzana… y tampoco a mi cabeza. Sólo un disparo en el techo. De golpe sentí un gran alivio. Ella dijo que si quería volver a intentarlo y le dije que no. Me había dado cuenta, repentinamente, que prefería morir a solas. Y no en manos de la mujer que más había amado hasta entonces. ¿Por qué? No sabría decirles. Tal vez porque no le dio a la manzana. Ni a mi cabeza y ni siquiera a mi brazo. Sobra decir que después de lo sucedido algo en nuestra relación se perdió. Ni ella estaba tan dispuesta a matarme y, después del hecho, yo no estaba tan dispuesto a morirme. Dejé de verla y me deshice del arma de fuego. Ahora comienzo a tener ansiedad por conseguir una espada Samurai.    

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