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lunes, 4 de julio de 2011

Barranca (La sempiterna)


Barranca (La sempiterna)

Por Diego Bang Bang

Los chamanes también se cuelgan guitarras. Éste en especial era uno muy mexicano: más cercano a María Sabina y Don Juan que de Timothy Leary o Hoffman. La primera canción, pequeño, que escuché de él fue Por donde pasas. Su voz se alzaba y se estiraba por toda mi cabeza; la letra, simplemente, una oda a la mujer venenosa. En esa canción comprendí del “veneno que trastorna con dulzura.”

Una tarde me decidí a comprarme el Tempestad por una reseña en la parte central de La Mosca. Era un verano lluvioso de pláticas en mi cuarto con Adrián, mi mejor amigo. ¿Recuerdas, Manuel, la primera vez que fuimos al Museo de Antropología? ¿Recuerdas ese escalofrío que me contaste después de mirar el calendario? Esa misma sensación sentí al ver la portada de ese disco. En los trazos de aquellos dibujos se encontraba ese mismo pensamiento, ese mismo sentir mexicano. De inmediato Día Negro se convirtió en una de mis canciones favoritas: la pesadumbre que recorre toda esa pieza va muy bien con nuestra ciudad. Ese mismo fin de semana decidimos, Adrián y yo, conseguir todas las grabaciones de ellos, de los iniciados.

Y luego, flaquito, vino el amor. Una noche, después de medio ácido, colocamos aquella grabación en la grabadora de mi cuarto. Nos acostamos en forma de Ying-Yang. Con sus pies, Aracely mi primera novia, comenzó a acariciar mi pecho. Después, en la pequeña grabadora que tiramos hace apenas un mes, comenzó a sonar El Velo. Ese día me enamoré por primera vez, envuelto en el líquido amniótico musical de La Barranca.

Desgraciadamente, también llegó el desamor. Ese llegó dos lluviosos veranos después. En ese tiempo salía mucho con mi amigo Alan. Y entre fiesta y fiesta, la cruda y su cura en La Barranca. En especial una canción, Manuel. Al final de la playa… Rara vez la tocaban en sus conciertos. Supongo que era así por la tortuosa sensación que transmite. Ese mismo verano consumí por primera vez peyote: en aquel éxtasis fabuloso comprendí el último verso de esa canción: “tal vez el mar devuelva un poco, al final de la playa…”

Fui en busca de la playa, del mar. Montados en una camioneta rentada, nos largamos para el sur. A Cancún, a Playa del Carmen, a Pamul y a Akumal. Misteriosamente, hijo, un domingo antes de mi partida conseguí El Fuego de la Noche, el primer larga duración. La canción número cuatro se llamaba Akumal. Sentado en aquel paraíso, con el atardecer aperlado frente a mis ojos, el mar me devolvía un poco de esperanza al final de la playa. La esperanza de volver a enamorarme.

Conocí, entonces, a Yari-Yarie aka Clementine aka Yariska aka tu madre. Sin estar exentos de conflicto, lo nuestro reptó y trepó a la cima del enamoramiento. Recuerdo muy bien el día que nos enamoramos. Ese día estuvimos juntos todo el día. Nos acostamos cerca de dos horas afuera del Cinemark del CNA. Hablamos de muchas cosas, sobretodo recuerdo nuestra plática acerca de la fotografía. También recuerdo nuestra platica sobre los hijos y sobre la tesis fundamental de Helen Fisher: «la única razón para que un hombre y una mujer se enamoren es porque tienen la necesidad de perpetuar a su especie.»

Y también recuerdo, pequeño Manuel, el día en que Yari-Yarie me hizo saber de tu venida:

La guitarra era como una extremidad más de su cuerpo, de verdad que sí lo era. Era una Fender blanca, muy bonita. Él, José Manuel Aguilera, vestía una camisa morada con figuras romboide, un elegante saco verde oscuro, un pantalón oscuro también y unos zapatos color café. Acompañado de otros tres caballeros, nuestro chamán rasgaba lentamente la primera cuerda de su guitarra. Así pasó durante cerca de tres minutos. Yari-Yarie, tu madre, estaba en frente de mí. Yo la sostenía de su vientre. Después del segundo verso de la primera canción (“No sé si fuiste sueño tú o sueño es lo que vivo todo el tiempo”), con la emoción a flor de piel, Yari-Yarie (tu madre) giró su cabeza hasta mi oído derecho y pronunció las siguientes palabras: “Mi amor, estoy embarazada”.

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