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domingo, 12 de octubre de 2014

Pequeño cuento romántico de ciencia ficción

Por Diego Bang Bang

Conforme la luna otoñal avanza sobre nuestra ventana, acerco mi boca a tu oído para contarte una pequeña historia que pertenece a ese lugar denominado la parte inventada. Ahí donde todos nuestros desencuentros se vuelven en su viceversa y todos nuestros desatinos se vuelven en afinados dardos atingentes del corazón.

En algún lugar y en algún tiempo, existió un Dios juguetón que nos regaló el insumo necesario de tiempo para pertenecernos sin dilates ni dislates. Para este Dios juguetón la vida adulta representaba un dique para el verdadero amor. No había nada, según su cosmogonía, más dañino al amor que los horarios ajustados del trabajo y las presiones craneanas del estrés. Quizá él mismo estaba tan enamorado como nosotros, pero eso nunca lo podremos saber porque el humano no posee esa maravillosa capacidad de verterse en l líquido de la divinidad. No obstante, de lo que puedo dar cuenta es de nuestra historia y de su carácter inverosímilmente exquisito.

Mientras las últimas palabras caen de mi caja imaginativa, te acomodas un poco sobre la cama del cuarto. Nuestro cuarto-diáspora-amorosa-refugio-de-la-tormenta. De tu boca asoma esa hermosa sonrisa que me ha hecho remontar las más negras pesadillas. Veo el brillo de tus ojos y un escalofrío recorre mi columna vertebral.

Este pequeño gran Dios era un gran aficionado del cristal. Debido a la ductilidad y a su elegancia, era el material preferido para sus obras. Tenía cajas de cristal donde guardaba arcoíris y auroras boreales, tenía miles de cristales que servían como microscopios de almas. Le gustaba horadar hasta lo más profundo de los seres que habitaban los distintos universos. Para nosotros inventó la esfera de cristal del tiempo. Era una esfera que con el solo hecho de sacudirla nos transportaba a otros tiempos y espacios. Un mecanismo sencillo y hermoso que resumía de manera inmejorable el amor romántico: estar con esa persona especial a través de cualquier tiempo y de cualquier espacio. Ser hidrógeno, mas hidrógeno enamorado.

Y entonces la trompeta de Miles Davis cae en la nota decisiva para suscitarnos el deseo más impertérrito de la galaxia. Nuestra galaxia-después-constelación-finalmente-hoyo-negro. Comienzo a lamer tu cuello y paseo mi mano por tu vientre (vuelvo a buscar el ombligo-espiral áureo de tu cuerpo). Por dentro explosiones cuánticas se suceden, mínimos cambios en nuestra química irradian el universo al ritmo y textura de una tierna tristeza. My little blues, blunderbuss…

Así entonces, a la voluntad de un pequeño gran Dios juguetón, viajamos entre los pliegues del tiempo y del espacio. Alguna vez fuimos enfermizos bailarines de rock & roll. En otro espacio, caminamos por el cielo estrellado de la Ciudad de México. Fuimos, también, el espacio infinito de la flor de piel y el tiempo infinito que se respira entre cada beso de los amantes. Fuimos, finalmente, la trompeta del Juicio que toca el ángel Gabriel y repite Miles Davis con tierna tristeza.    

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