Por Diego Bang Bang
Conforme
la luna otoñal avanza sobre nuestra ventana, acerco mi boca a tu oído para
contarte una pequeña historia que pertenece a ese lugar denominado la parte inventada. Ahí donde todos
nuestros desencuentros se vuelven en su viceversa y todos nuestros desatinos se
vuelven en afinados dardos atingentes del corazón.
En algún lugar y en algún tiempo, existió un
Dios juguetón que nos regaló el insumo necesario de tiempo para pertenecernos
sin dilates ni dislates. Para este Dios juguetón la vida adulta representaba un
dique para el verdadero amor. No había nada, según su cosmogonía, más dañino al
amor que los horarios ajustados del trabajo y las presiones craneanas del
estrés. Quizá él mismo estaba tan enamorado como nosotros, pero eso nunca lo
podremos saber porque el humano no posee esa maravillosa capacidad de verterse
en l líquido de la divinidad. No obstante, de lo que puedo dar cuenta es de
nuestra historia y de su carácter inverosímilmente exquisito.
Mientras
las últimas palabras caen de mi caja imaginativa, te acomodas un poco sobre la
cama del cuarto. Nuestro cuarto-diáspora-amorosa-refugio-de-la-tormenta. De tu
boca asoma esa hermosa sonrisa que me ha hecho remontar las más negras
pesadillas. Veo el brillo de tus ojos y un escalofrío recorre mi columna
vertebral.
Este pequeño gran Dios era un gran
aficionado del cristal. Debido a la ductilidad y a su elegancia, era el
material preferido para sus obras. Tenía cajas de cristal donde guardaba
arcoíris y auroras boreales, tenía miles de cristales que servían como
microscopios de almas. Le gustaba horadar hasta lo más profundo de los seres
que habitaban los distintos universos. Para nosotros inventó la esfera de
cristal del tiempo. Era una esfera que con el solo hecho de sacudirla nos
transportaba a otros tiempos y espacios. Un mecanismo sencillo y hermoso que
resumía de manera inmejorable el amor romántico: estar con esa persona especial
a través de cualquier tiempo y de cualquier espacio. Ser hidrógeno, mas hidrógeno
enamorado.
Y
entonces la trompeta de Miles Davis cae en la nota decisiva para suscitarnos el
deseo más impertérrito de la galaxia. Nuestra
galaxia-después-constelación-finalmente-hoyo-negro. Comienzo a lamer tu cuello
y paseo mi mano por tu vientre (vuelvo a buscar el ombligo-espiral áureo de tu
cuerpo). Por dentro explosiones cuánticas se suceden, mínimos cambios en
nuestra química irradian el universo al ritmo y textura de una tierna tristeza.
My little blues, blunderbuss…
Así
entonces, a la voluntad de un pequeño gran Dios juguetón, viajamos entre los
pliegues del tiempo y del espacio. Alguna vez fuimos enfermizos bailarines de
rock & roll. En otro espacio, caminamos por el cielo estrellado de la
Ciudad de México. Fuimos, también, el espacio infinito de la flor de piel y el
tiempo infinito que se respira entre cada beso de los amantes. Fuimos,
finalmente, la trompeta del Juicio que toca el ángel Gabriel y repite Miles Davis
con tierna tristeza.
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