Barrio chico, infierno grande. En
otro tiempo lo hubiera podido soportar. Caminar de nuevo por la calle angosta, incluso
pararme en los aparadores para mirar las figuras y los objetos multicolores.
Hubiera podido entrar en alguno de los restaurantes y hubiera podido tomarme un
café, con la seguridad de que mi pulso seguiría estable.
Mientras prendo un cigarrillo
pienso en esa gran mentira contada a mí mismo: aquella fábula en la que salgo indemne
del amor. Casi como Filiberto García al inicio de su complot amoroso. Siempre
me pensé de esa manera: un león enjaulado y por fin puesto en libertad para
cuando ellas se marchaban. Así pase la mayoría de mis años veinte. Con
bastantes expectativas de que la mujer indicada me encontraría.
En el transcurso de mis años
treinta, esa utopía desapareció por completo. Comencé a tener menos tiempo para
leer, sobre todo mis amadas novelas policíacas. Mi viejo apodo de antaño,
compuesto de una onomatopeya en repetición, perdió también mucho de su sentido.
Un día funesto, como cualquier otro, caí en la cuenta del número mayor de likes que leía en comparación del número
de bangs. Fue terrible... aunque no lo
notara del todo en aquel momento.
Y no lo notaba por el simple
hecho de estarme contando la gran mentira de los treinta. ¿Cuántas mentiras
debemos contarnos a lo largo de la vida para poder sobrellevarla? Me contaba la
mentira de la madurez, del trabajo, de la estabilidad económica y de la productividad
como preámbulo de la deseada inserción social. Así viví más de la mitad de mis
treinta. Con una sonrisa inamovible como fachada. Huyendo de mis amistades de
juerga, de los efímeros coqueteos, de la literatura y sus vicios adyacentes.
Días previos a la celebración
del año chino, un sobre amarillo llegó a la oficina donde laboro. En
aquellos días había padecido varias pesadillas. La muerte prematura de mi padre.
El asesinato del candidato de izquierda durante las elecciones del próximo año.
Una matanza en la que soy, en última instancia, el culpable de manera directa. El sobre contenía el booklet
de uno de mis álbumes favoritos. Varias palabras venían remarcadas a propósito.
Una especie de criptograma. Y además una nota que decía: Encuéntrame en la
celebración del dragón. Atte. La Mujer Intergaláctica.
Ya instalado en mi bar favorito,
volví a poner frente a mis ojos las hojas. Varias frases se alcanzaban a leer: “Hombre,
tienes una fatal percepción sobre las personas”, “Esto es sólo un juego…”, “Emerge
de un lugar muy particular, donde los demonios de las personas juegan a correr
y a esconderse”, “Soñé anoche que volvía a verte”… Pedí otra cerveza. Salí a
fumar otro cigarrillo. Le pregunté a una de las meseras qué pensaba. No obtuve
una respuesta muy lúcida. Aunque había podido distraerme con su penetrante olor
y la forma de sus tetas. No hay mejor manera de aceitar el intelecto que con la
estratégica liberación de la libido.
Como decía, en otro tiempo lo hubiera
podido soportar. No obstante, en este momento siento mis manos engarrotarse, mi
esófago paladea miedo y mi vista se obnubila de manera extraña. Treinta minutos
llevo sin poder doblar la calle atestada de chinos. Dragones de fuego que
parecen burlarse de mí y bolas incandescentes que parecen lanzarse hacia mí. De
mi gabardina pude extraer un cigarrillo. No logra calmarme, sino todo lo
contrario. Siento mi brazo izquierdo pulsar de manera extraña.
Cuando volteo de nuevo a la bocacalle, ella entra a la celebración oriental. Viste unas botas muy altas que cubren parte de su pantalón de mezclilla. Una chamarra larga cubre más allá de sus nalgas. Alcanzo a descifrar su perfil y una marea de recuerdos me hace caer en una rara ensoñación. Me recuerdo sonriente y también pusilánime, me recuerdo con pocas ganas de vivir y al mismo tiempo con todo por delante, me recuerdo enojado e incomprendido… Me recuerdo tirado en el pequeño callejón dentro del callejón de Dolores. Con una pequeña botella de mezcal y una vieja chamarra de cuero, luego de un concierto de jazz. Con una ansiedad desbordada y en busca de uno de los famosos fumaderos de opio. Con aquella maldita necesidad para poder calmar el dolor de aquel complot amoroso.
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